Utilizando su anular izquierdo, Rhyme dio media vuelta con su silla de ruedas y volvió al dormitorio, justo en el momento en que Thom entraba por la puerta.
– ¿Está listo para ir a la cama?
– Pues sí -dijo Rhyme alegremente-, la verdad es que sí.
TERCERA PARTE. Gallows Heights
miércoles, 10 de octubre
A las ocho de la mañana Thompson Boyd recogió su coche del garaje del callejón cercano a la casa de Astoria, donde lo había aparcado el día anterior tras escapar del escondite de la calle Elizabeth. Condujo su Buick azul entre el denso tráfico, se dirigió al puente de Queensborough y, una vez llegado a Manhattan, avanzó hacia el norte de la isla.
Recordando la dirección que le habían dejado en el buzón de voz, condujo hacia Harlem oeste y aparcó a dos calles de la casa de la familia Settle. Iba armado con su pistola North American Arms calibre 22 y su porra, y llevaba la bolsa de las compras, que hoy no contenía ningún libro de decoración; en su interior se hallaba el artefacto que había construido la noche anterior. Lo manejaba con extremo cuidado al caminar lentamente por la acera. Miró a un lado y a otro de la calle varias veces, vio gente que probablemente se dirigía a sus trabajos, una mezcla proporcional de blancos y negros, muchos con trajes de ejecutivo, camino de la oficina; otros eran estudiantes que iban a la Universidad de Columbia: bicicletas, mochilas, barbas… Pero no vio nada amenazador.
Thompson Boyd se detuvo al lado del bordillo y examinó el edificio en el que vivía la chica.
Había un Crown Vic aparcado un par de casas más allá del edificio de apartamentos; muy astuto de su parte no identificarlo. A la vuelta de la esquina había otro coche camuflado, cerca de una toma de agua para incendios. Thompson creyó ver movimiento en el tejado del edificio. ¿Un francotirador? Quizás no, pero definitivamente allí había alguien, sin duda un policía. Se estaban tomando este caso muy en serio.
El ciudadano medio se dio media vuelta y caminó de regreso a su coche medio, montó y lo puso en marcha. Tendría que tener paciencia. Cualquier intento sería demasiado arriesgado; tendría que esperar una oportunidad adecuada. En la radio comenzó a sonar Cat's in the Cradle , de Harry Chapin. La apagó, pero siguió silbando bajito la melodía, sin saltarse ni una sola nota, sin desafinar ni una fracción de tono.
Su tía abuela había encontrado algo.
En el apartamento de Geneva, Roland Bell recibió una llamada de Lincoln Rhyme, que le informó de que la tía del padre de Geneva, Lilly Hall, había encontrado algunas cajas con cartas viejas, recuerdos y objetos en el trastero del edificio en el que vivía. Ella no sabía si habría algo que fuera de utilidad -su vista no era muy buena-, pero las cajas estaban repletas de papeles. ¿Les interesaría, a Geneva y la policía, echarles una ojeada?
Rhyme quiso enviar a alguien a recoger todo, pero la tía dijo que no; sólo se lo daría a su sobrina nieta en persona. No confiaba en nadie más.
– ¿Desconfía de la policía? -le preguntó Bell a Rhyme, que respondió:
– Especialmente de la policía.
Amelia Sachs interrumpió entonces la conversación para ofrecer lo que Bell entendió como la verdadera explicación.
– Creo que quiere ver a su sobrina.
– Ah, vale. Entendido.
No era sorprendente que Geneva estuviera más que ansiosa por ir. La verdad era que Roland Bell prefería proteger a personas nerviosas, personas que se negaban a poner un pie en el asfalto de las aceras de Nueva York, que preferían acurrucarse ante juegos de ordenador y libros largos. Meterlos en una habitación interior, sin ventanas, sin visitas, sin acceso al tejado, y pedir comida china o pizza todos los días.
Pero Geneva Settle no se parecía a ninguna de las personas a las que había protegido hasta ese momento.
Señor Goades, por favor… He sido testigo de un crimen, y la policía me tiene retenida. Es contra mi voluntad y …
El detective lo organizó todo para ir en dos coches de seguridad. Bell, Geneva y Pulaski irían en su Crown Vic. Luis Martínez y Barbe Lynch en su Chevy. Un oficial uniformado en otro coche azul y blanco estaría aparcado cerca del apartamento de los Settle mientras ellos estuvieran fuera.
Mientras esperaba que apareciera el segundo coche patrulla, Bell preguntó a la chica si sabía algo de sus padres. Ella dijo que estaban en Heathrow, esperando el siguiente vuelo.
Bell, padre de dos niños, tenía su opinión sobre los padres que dejan a su hija al cuidado de un tío mientras ellos se pasean por Europa. (Este tío en particular. ¿Mira que no darle a la chica dinero para la comida del mediodía? Eso era motivo para una buena bronca). Pese a que Bell era un padre sin pareja con un empleo exigente, aun así, por la mañana les hacía el desayuno a sus hijos, les preparaba el almuerzo para llevar al instituto, y hacía la cena casi todas las noches, si bien estas comidas no eran muy nutritivas y tenían exceso de hidratos de carbono. («Atkins» era una palabra que no se encontraba en la enciclopedia culinaria de Roland Bell).
Pero su trabajo era mantener a Geneva Settle viva, no hacer comentarios sobre padres que no tienen demasiadas aptitudes para criar a los hijos. Dejó a un lado sus opiniones sobre cuestiones personales, salió a la calle, la mano cerca de su Beretta, y escudriñó las fachadas de las casas y las ventanas y los tejados de los edificios vecinos y los coches, buscando cualquier cosa que se apartara de lo normal.
El coche patrulla de apoyo se detuvo y aparcó, mientras Martínez y Lynch se subían al Chevrolet, a la vuelta de la esquina del edificio de Geneva.
Bell dijo por su walkie-talkie:
– Despejado. Sáquenla.
Apareció Pulaski, que metió a Geneva dentro del Crown Victoria. Se sentó junto a ella; Bell ocupó el asiento del conductor. Los dos coches, uno detrás del otro, se desplazaron a gran velocidad a través de la ciudad, y finalmente llegaron a un viejo edificio al este de la Quinta Avenida, en el barrio hispano.
La mayoría de la gente de esa zona era portorriqueña o dominicana, pero aquí también vivían otros latinos: de Haití, Bolivia, Ecuador, Jamaica, Centroamérica, tanto negros como no negros. Había también zonas de otros inmigrantes, legales y no tanto, de Senegal, Liberia y los países de África Central. La mayoría de los delitos motivados por el odio no eran de blancos contra hispanos o negros: eran de nativos contra inmigrantes, de cualquier raza o nacionalidad. Así está el mundo, reflexionó Bell con tristeza.
El detective aparcó donde le indicó Geneva, y esperó hasta que los otros policías hubieron salido del coche de atrás e inspeccionado la calle. Tras el signo de aprobación de Luis Martínez, llevaron a Geneva al interior del edificio.
El edificio estaba deteriorado, el vestíbulo olía a cerveza y carne podrida. Geneva se sentía avergonzada por el estado en que se hallaba el lugar. Al igual que en el instituto, volvió a sugerir al detective que esperara afuera, pero lo hizo con desgana, como si esperara su respuesta:
– Creo que mejor entro contigo.
En el segundo piso, la joven llamó a la puerta y una voz de anciana preguntó:
– ¿Quién es?
– Geneva. He venido a ver a la tía Lilly.
Se oyó el ruido de dos cadenas y dos cerrojos que se corrían. La puerta se abrió. Una mujer pequeña, con un vestido descolorido, miró a Bell con prevención.
– Buenas, señora Watkins -dijo la chica.
– Hola, cariño. Está en la sala. -Otra mirada desconfiada al detective.
– Es un amigo mío.
– ¿Amigo tuyo?
– Así es -le dijo Geneva.
La expresión del rostro de la mujer daba a entender que no le gustaba que la chica pasara el tiempo en compañía de un hombre tres veces mayor que ella, aunque fuera un policía.
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