Respiren hondo, dijo en sus pensamientos a los ocupantes del coche. Lo pensó por dos razones: en primer lugar, porque, por supuesto, quería acabar de una vez con el trabajo. Pero también les enviaba este mensaje por otra razón: morir a causa de inhalación de cianuro puede ser realmente espantoso. Desearles una muerte rápida, indolora, era lo que pensaría una persona con sentimientos, una persona que no estuviera entumecida.
Uva, cereza, leche…
Respiren hondo.
Notando la vibración del motor -que hacía que le temblaran las manos, las piernas y la espalda-, Amelia Sachs aceleró en dirección a Harlem. Iba a cien kilómetros por hora antes de meter tercera.
Estaba en casa de Rhyme cuando les llegó el parte: Pulaski había caído, y el asesino se las había ingeniado para meter algún artefacto en el coche de Roland Bell. Corrió escaleras abajo, encendió su Camaro 1969 rojo y salió pitando hacia el lugar de los hechos en la zona este de Harlem.
Rugiendo en los semáforos en verde, aminorando a cincuenta en los que estaban en rojo: mirar a la izquierda, mirar a la derecha, cambio, ¡pisar a fondo!
Diez minutos más tarde dobló dando un patinazo en la calle 123 Este; yendo contra el tráfico, no chocó por unos centímetros contra un camión de reparto. Más adelante vio las luces de las ambulancias y tres coches patrulla de la comisaría del barrio. Además, había una docena de uniformados y un puñado de agentes de la USU trabajando en la acera. Se movían cautelosamente, como si fueran soldados bajo fuego enemigo.
Guárdense las espaldas .
Frenó el Chevy haciendo que las ruedas echaran humo, y saltó al asfalto, mirando los callejones colindantes y las ventanas vacías, buscando cualquier indicio del asesino y su revólver de agujas. Corrió hacia el callejón, mostrando su placa, y vio a los médicos que examinaban a Pulaski. Éste estaba de espaldas, y los médicos habían logrado que volviera a respirar, al menos estaba vivo. Pero había perdido mucha sangre y tenía el rostro muy inflamado. Esperaba que pudiera decirles algo, pero estaba inconsciente.
Aparentemente el joven había sido sorprendido por su atacante, que lo había esperado a la vuelta del callejón. El recluta estaba demasiado cerca de la pared lateral del edificio. No había tenido manera de advertir el ataque. Uno debe caminar por el centro de una acera o un callejón para evitar que alguien pueda saltarle encima por sorpresa.
Usted no lo sabía .
Se preguntó si el chico viviría para aprender esa lección.
– ¿Cómo está?
El médico no la miró.
– Imposible saberlo. Tiene suerte de seguir vivo. -Luego se dirigió a su colega-: Vamos, saquémosle de aquí. Enseguida.
Mientras ponían a Pulaski en una camilla y lo llevaban a la ambulancia, Sachs despejó el lugar, haciendo que se retirara la gente, para preservar las pruebas que pudiera haber. Después regresó a la boca del callejón y se puso el traje blanco Tyvek.
Mientras se cerraba el traje, un sargento de la policía local se acercó a ella.
– Usted es Sachs, ¿verdad?
Ella asintió.
– ¿Algún rastro del criminal?
– Nada. ¿Va a encargarse usted de la investigación de la zona?
– Sí.
– ¿Quiere ver el coche del detective Bell?
– Claro.
Sachs empezó a caminar hacia el coche.
– Espere -dijo el hombre. Le dio una máscara antigás.
– ¿Es para tanto?
Él siguió andando. A través del caucho, la mujer oyó la atribulada voz del sargento diciendo:
– Sígame.
Con los de la USU cubriéndoles las espaldas, dos policías de la brigada de explosivos de la Comisaría Sexta estaban agachados en la parte trasera del Crown Victoria de Roland Bell. No llevaban trajes antibombas, pero sí ropa de protección contra materiales biológicos peligrosos.
Vestida con un traje blanco más fino, Amelia Sachs permanecía de pie a diez metros.
– ¿Qué hay, Sachs? -dijo Rhyme al micrófono. Ella se sobresaltó. Luego bajó el volumen. La máscara de gas estaba enchufada a la radio.
– No he podido acercarme aún, están quitando el artefacto. Es cianuro con ácido.
– Probablemente el ácido sulfúrico del que encontramos restos en el escritorio -dijo él.
Lentamente, el grupo sacó del coche el artefacto de vidrio y papel. Colocaron las distintas partes en contenedores especiales para materiales peligrosos, y los sellaron.
Otra transmisión, de uno de los oficiales de la brigada de explosivos:
– Detective Sachs, ya está a salvo. Puede arrancar el coche si lo desea. Pero conserve la máscara mientras esté dentro. No hay gas, pero los vapores de ácido pueden ser peligrosos.
– Bien. Gracias. -Se puso en marcha.
La voz de Rhyme volvió a crepitar.
– Espera un minuto… -Volvió a transmitir-. Están a salvo, Sachs. Están en la comisaría.
– Bien.
Rhyme se refería a las personas a quienes estaba destinado el veneno que el asesino había puesto en el Crown Victoria: Roland Bell y Geneva Settle. Habían estado a punto de morir. Pero mientras se disponían a correr hacia el coche desde el edificio de la tía abuela, Bell se dio cuenta de que había algo extraño en el lugar donde había sido atacado Pulaski. Barbe Lynch había encontrado al novato sosteniendo su arma. Pero este criminal era demasiado astuto para dejarle un arma en las manos a un policía, aunque éste estuviera desmayado. No, al menos la habría arrojado lejos si es que no quería llevársela. Bell había llegado a la conclusión de que por alguna razón el criminal mismo había disparado, y había dejado el arma allí para hacerles creer que el que había disparado era el novato. ¿El objetivo? Alejar a los oficiales del frente del edificio.
¿Y por qué? La respuesta era obvia: para que los coches quedaran expuestos.
El Crown Vic estaba abierto, lo que significaba que el criminal podía haber metido un explosivo en su interior. Entonces cogió las llaves del Chevy cerrado que Martínez y Lynch habían conducido hasta allí y había usado ese vehículo para alejar a Geneva del peligro, y les advirtió a todos que se mantuvieran alejados del Ford camuflado hasta que la brigada de explosivos pudiera examinarlo. Utilizando cámaras de fibra óptica, buscaron debajo y dentro del Crown Vic, y encontraron el artefacto bajo el asiento del conductor.
Sachs revisó el lugar: el coche, el recorrido para llegar a éste y el callejón donde Pulaski había sido atacado. No encontró gran cosa, salvo huellas de zapatos Bass -lo que confirmaba que el atacante era SD 109- y otro artefacto, casero: una bala de la automática de Pulaski atada con una banda elástica a un cigarrillo encendido. El criminal había encendido el cigarrillo y se había escabullido hacia el frente del edificio. Al consumirse, el «disparo» atrajo a los oficiales a la parte de atrás del edificio, dándole la oportunidad de plantar el artefacto en el coche de Bell.
«Maldita sea, qué astuto», pensó Sachs con oscura admiración.
No había signo alguno de que su compinche, el negro de la cazadora de combate, hubiera estado -o todavía estuviera- en las inmediaciones.
Poniéndose nuevamente la máscara, examinó cuidadosamente las partes de vidrio del artefacto, pero no se veían huellas u otras pistas, lo que no sorprendió a nadie. Desalentada, le informó de los resultados a Rhyme.
– ¿Y qué has inspeccionado? -preguntó Rhyme.
– El coche y la parte del callejón donde estaba Pulaski. Y las calles de entrada y salida del callejón, y la calle donde estaba el Crown Vic, en ambas direcciones.
Silencio por un momento, mientras Rhyme reflexionaba sobre todo aquello.
Ella se sintió incómoda. ¿Se le estaba pasando algo por alto?
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