Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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– ¿En qué estás pensando, Rhyme?

– Has buscado siguiendo las reglas, Sachs. Ésos eran los lugares indicados. ¿Pero has tenido en cuenta la totalidad del escenario?

– El capítulo dos de tu libro.

– Bien. Al menos alguien lo ha leído. ¿Pero hiciste lo que ahí digo?

Aunque al investigar el escenario de un crimen lo esencial era siempre el tiempo, una de las prácticas sobre las que Rhyme insistía era la de tomarse un momento para percibir el lugar como un todo, teniendo en cuenta la naturaleza de ese crimen en particular. El ejemplo que citaba en su manual de ciencia forense era un asesinato real en Greenwich Village. El escenario primero del crimen había sido el lugar en el que fue hallada la víctima: su apartamento. El segundo era la escalera de incendios por la que había huido el asesino.

Pero fue en el tercer escenario del crimen, uno poco probable, donde Rhyme encontró las cerillas con las huellas del asesino: un bar gay a tres calles de allí. Nadie había pensado en inspeccionar el bar, pero Rhyme encontró cintas de pornografía gay en el apartamento de la víctima; un sondeo en el bar más cercano permitió dar con un barman que identificó a la víctima y recordó haberla visto tomando un copa con un hombre aquella noche. El laboratorio recogió huellas de una caja de cerillas que alguien había dejado olvidada sobre la barra, cerca de donde se habían sentado los dos hombres; las huellas condujeron al asesino.

– Sigamos pensando, Sachs. Él monta este plan, improvisado pero complejo, para distraer a nuestra gente y meter el artefacto en el coche. Eso significa que sabía dónde estaban todos los que le interesaban, qué estaban haciendo y cómo podía él disponer del tiempo preciso para introducir el artefacto. ¿Qué nos dice esto?

Sachs ya estaba inspeccionando la calle.

– Estaba observando.

– Sí, exacto, Sachs. Bien. ¿Y desde dónde pudo estar haciéndolo?

– La mejor vista la tendría desde enfrente. Pero hay docenas de edificios en los que pudo haber estado. No tengo ni idea de en cuál de ellos.

– Cierto. Pero Harlem es un barrio, ¿no?

– Eh…

– ¿Entiendes lo que digo?

– No exactamente.

– Familias, Sachs. Allí viven familias, familias grandes, y viven todos juntos. Nada de yuppies solteros. La invasión de un hogar no pasaría inadvertida. Ni alguien asomando su cabezota en vestíbulos o callejones. Palabra graciosa, ¿no? Cabezota.

– ¿Entonces, Rhyme? -Estaba de buen humor otra vez, pero a ella le irritó comprobar que él estaba más interesado en el acertijo del caso que, digamos, en las probabilidades que tenía Pulaski de recuperarse o en el hecho de que Roland Bell y Geneva Settle hubieran estado al borde de la muerte.

– Ni una casa ni un tejado; la gente de Roland siempre busca allí. Tiene que haber otro lugar desde donde estuviera mirando, Sachs. ¿Dónde crees tú que podría ser?

La mujer observó la calle una vez más…

Hay un cartel en un edificio abandonado. Está lleno de graffitis y octavillas, todo cubierto, ya sabes, sería difícil distinguir a alguien que estuviera observando desde detrás de él. Voy a acercarme a ver.

Tras buscar cuidadosamente señales de que el criminal pudiera estar aún en las cercanías, y no encontrar ninguna, cruzó la calle y se encaminó hacia la parte de atrás del viejo edificio; al parecer, una tienda que se había incendiado. Trepó por la ventana del fondo, vio que el suelo estaba cubierto de polvo -la superficie perfecta para dejar huellas- y, efectivamente, dio de inmediato con las pisadas de los zapatos Bass de SD 109. Aun así, deslizó unas bandas elásticas alrededor de las botas de su mono Tyvek -un truco que había inventado Rhyme para asegurar que los oficiales que exploraran el escenario de un crimen no confundieran sus propias huellas con las del sospechoso. La detective se adentró en la habitación con su Glock en la mano. Siguió las huellas del criminal hacia el frente; cada tanto se detenía para escuchar los ruidos. Sachs oyó un crujido o dos, pero, acostumbrada a los ruidos de la sórdida Nueva York, supo de inmediato que el intruso era una rata.

En el frente, miró a través de una grieta entre los paneles del contrachapado del cartel en el que había estado de pie el sujeto, y comprobó, sí, que era un punto perfecto para ver la calle. Recogió algunas cosas básicas del equipamiento forense, e iluminó las paredes con spray ultravioleta. Y encendió la fuente de luz alternativa.

Pero las únicas huellas que encontró eran de manos con guantes de látex.

Le contó a Rhyme lo que había encontrado y luego dijo:

– Buscaré restos en el lugar en el que estuvo de pie, pero no veo que haya mucho que digamos. Simplemente, no deja nada.

– Demasiado profesional -dijo Rhyme, suspirando-. Cada vez que damos un paso adelante, él ya ha dado dos. Bien, trae lo que tengas, Sachs. Lo examinaremos.

Mientras esperaban a que regresara Sachs, Rhyme y Sellitto tomaron una decisión: aunque creían que SD 109 había abandonado la zona cercana al apartamento, acordaron que la tía abuela de Geneva, Lilly Hall, y su amiga se mudaran a una habitación de hotel durante algún tiempo.

En cuanto a Pulaski, estaba en cuidados intensivos, todavía inconsciente por los golpes. Los médicos no podían afirmar si viviría o no. En el laboratorio de Rhyme, Sellitto colgó el teléfono con furia tras oír las noticias.

– Era un puñetero novato. No tendría que haberle asignado al equipo de Bell. Debería haber ido yo mismo.

Era extraño que dijera eso.

– Lon -dijo Rhyme-, tú tienes tu rango. Ascendiste y dejaste de patrullar… ¿cuándo? ¿Hace veinte años?

Pero el corpulento poli no tenía consuelo.

– Darle una tarea por encima de sus posibilidades. Qué imbécil he sido. Maldita sea.

Una vez más, se frotó la mejilla con la mano. El detective estaba nervioso y ese día se le veía particularmente lleno de arrugas. Normalmente siempre iba vestido igual: camisa clara y traje oscuro. Rhyme se preguntaba si no sería la misma ropa que había usado el día anterior. Daba la impresión de que así era. Sí, en la manga de la americana estaba la mancha de sangre de los disparos en la biblioteca. Era como si se castigara poniéndose la misma ropa.

Sonó el timbre.

Thom regresó un momento más tarde con un hombre alto y larguirucho. Piel pálida, mala actitud, barba desaliñada y cabellos castaños y rizados. Vestía una americana de pana beige y pantalones de sport marrones. Y sandalias Birkenstock.

Paseó la mirada por el laboratorio y luego se quedó observando a Rhyme. Sin sonreír, preguntó:

– ¿Geneva está aquí?

– ¿Quién es usted? -preguntó Sellitto.

– Soy Wesley Goades.

¡Vaya! El Terminator de los abogados no era un personaje ficticio, descubrimiento que sorprendió un poco a Rhyme. Sellitto vio su identificación y asintió.

El hombre no paraba de colocarse las gruesas gafas de montura metálica con sus largos dedos o de tirarse distraídamente de su larga barba, y no miraba a nadie a los ojos durante más de medio segundo. A Rhyme, la constante danza ocular le recordó a la amiga de Geneva, la que mascaba chicle, Lakeesha Scott.

Le tendió una tarjeta a Thom, que se la mostró a Rhyme. Goades era director de la Compañía de Servicios Legales de Harlem Central, y estaba afiliado a la Asociación pro Libertades Civiles de Estados Unidos. La letra pequeña del final ponía que era un abogado con licencia para ejercer en el Estado de Nueva York, ante los tribunales federales de distrito en Nueva York y Washington DC, y ante el Tribunal Supremo de Justicia de Estados Unidos.

Tal vez su antiguo trabajo de representante de las empresas capitalistas de seguros había tenido como consecuencia que acabara pasándose al otro bando.

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