Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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– No tengo -dijo Britney.

– ¿Ninguno?

– No.

– La última vez que me dijiste que no tenías deberes, sí que tenías -dijo su madre con una cara que lo decía todo.

– No eran deberes realmente. Era un informe. Sólo tenía que recortar algo de una revista.

– Tenías que hacer en casa una tarea para la escuela. Eso se llama deberes.

– Bueno, hoy no tengo ninguno .

Jeanne se daba cuenta de que había algo más. Enarcó una ceja.

– Solamente tenemos que llevar algo italiano. Para mostrarlo y hablar de ello. ¿Sabes?, por el 12 de octubre, el día de Colón. ¿Sabías que era italiano? Yo creía que era español o algo así.

Resultó que la madre, que tenía dos hijas, conocía ese dato. Se había graduado en el instituto y tenía un diploma en enfermería. Podría haber trabajado, de haberlo querido, pero su novio ganaba bastante dinero como agente comercial y le hacía feliz dejar que ella se ocupara del cuidado de la casa, hacer las compras con sus amigas y criar a las niñas. Parte de lo cual consistía en cerciorarse de que hicieran los deberes, fuera cual fuera la forma que éstos adoptasen, incluyendo el llevar objetos para mostrar y hablar de ellos.

– ¿Eso es todo? ¿La verdad? ¿La pura verdad?

– Mamáááááááááááááááá.

– ¿La verdad?

– Ajá.

– «Sí», no «ajá». ¿Qué vas a llevar?

– No lo sé. Algo de la charcutería de Barrini, tal vez. ¿Sabes que Colón parece que estaba equivocado? Creyó que había llegado a Asia, no a América. Y vino tres veces y aun así nunca supo que se había equivocado.

– ¿De verdad?

– Ajá…, . -Britney desapareció.

Jeanne volvió a la cocina, pensando en ese dato que ella desconocía. ¿De verdad Colón creyó que había llegado a Japón o a China? Rebozó el pollo en harina, luego en huevo, luego en pan rallado, y empezó a perderse en una fantasía en la que la familia viajaba a Asia, imágenes: cortesía de la televisión por cable. A las niñas eso les encantaría. Tal vez… Fue entonces cuando levantó la vista y vio por la ventana, a través de la cortina apenas traslúcida, que afuera la silueta de un hombre aminoraba el paso al acercarse a la casa.

Eso la inquietó. Su novio, cuya empresa fabricaba componentes de ordenadores que vendía a contratistas del gobierno, le había contagiado cierta paranoia. «Siempre estate alerta con los extraños», decía. «Si ves a alguien que aminora la marcha cuando pasa en coche frente a la casa, si alguien parece que se interesa de un modo llamativo por las niñas… dímelo de inmediato». Una vez, no hacía mucho, se encontraban en el parque que había en esa misma calle, con las niñas, que estaban jugando en los columpios, cuando un coche disminuyó la velocidad y el conductor, que llevaba gafas de sol, miró a las niñas. Su novio se había dado un gran susto y las había hecho regresar a casa.

– Espías -explicó.

– ¿Qué?

– No, no como los espías de la CIA. Espionaje industrial , de nuestra competencia. Mi empresa ganó más de seis mil millones de dólares el año pasado y yo soy en buena medida responsable de ello. A la gente le encantaría averiguar lo que conozco sobre el mercado.

– ¿De verdad que las empresas hacen eso? -había preguntado Jeanne.

– Con la gente nunca se sabe -había sido la respuesta.

Y Jeanne Starke, que tenía un tornillo implantado en el brazo, en el lugar en el que se lo habían partido con una botella de whisky, hacía unos años, había pensado: nunca se sabe, es cierto.

Se secó las manos en el mandil, se acercó a la cortina y miró hacia afuera.

El hombre se había ido.

«De acuerdo, basta de meterte miedo. Es…».

Pero un momento… Vio movimiento en los escalones de la entrada. Y creyó ver el extremo de una bolsa -de una bolsa de supermercado- en el porche. ¡El hombre estaba ahí!

¿Qué estaba pasando?

¿Debía llamar a su novio?

¿Debía llamar a la policía?

Pero la policía tardaría al menos diez minutos.

– ¡Hay alguien fuera, mami! -gritó Britney.

Jeanne echó a andar deprisa.

– Brit, quédate en tu cuarto. Voy a ver.

Pero la chica ya estaba abriendo la puerta del frente.

– ¡No! -gritó Jeanne.

Y oyó:

– Gracias, cariño. -Thompson Boyd lo dijo arrastrando las palabras, todo simpatía, cuando entró en la casa, con la bolsa que había visto la madre.

– Me has dado un buen susto -dijo Jeanne. Le abrazó y le dio un beso.

– No encontraba las llaves.

– Has regresado pronto.

Él hizo una mueca.

– Problemas con las negociaciones de esta mañana. Las han pospuesto hasta mañana. He pensado que podía venir a casa y trabajar un poco aquí.

La otra hija de Jeanne, Lucy, de ocho años, corrió hacia el vestíbulo.

– ¡Tommy! ¿Podemos ver La juez Judy ?

– Hoy no.

– Vamos, por favor. ¿Qué hay en la bolsa?

– Son las cosas con las que tengo que trabajar. Y necesito que me ayudéis. -Puso la bolsa en el suelo, en el vestíbulo, miró solemnemente a las niñas y dijo-: ¿Estáis listas?

– ¡Estoy lista! -dijo Lucy.

Brit, la chica mayor, no dijo nada, pero sólo porque no le molaba mostrarse de acuerdo con su hermana; pero estaba completamente dispuesta a ponerse a ayudar ella también.

– Después de que pospusiéramos la reunión, salí y compré estas cosas. He estado leyendo sobre esto toda la mañana. -Thompson estiró la mano y sacó de la bolsa botes de pintura, esponjas, rodillos y brochas. Luego mostró en lo alto un libro lleno de páginas marcadas con post-it: Decoración fácil para el hogar. Volumen 3. Decore la habitación de los niños .

– ¡Tommy! -dijo Britney-. ¿Para nuestros cuartos?

– Ajá -dijo él arrastrando las palabras-. Desde luego tu mami y yo no queremos a Dumbo en las paredes del nuestro.

– ¿Vas a pintar a Dumbo ? -Lucy frunció el ceño-. Yo no quiero un Dumbo .

Britney tampoco quería uno.

– Pintaré a quien queráis.

– ¡Déjame ver a mí primero! -Lucy le cogió el libro de las manos.

– ¡No, a mí!

– Miraremos todos juntos -dijo Thompson-. Dejadme que cuelgue mi abrigo y que guarde mi maletín.- Se dirigió a su despacho, en la parte delantera de la casa.

Y regresando a la cocina, Jeanne Starke pensó que a pesar de sus incesantes viajes, de la paranoia del trabajo, de que su corazón parecía incapaz de sentir alegría o tristeza, de que no era un gran amante, bueno, ella sabía que en el asunto de los novios las cosas podían irle bastante peor.

Huyendo de la policía por el callejón, cuando regresaba del patio del instituto Langston Hughes, Jax se había metido en un taxi y le había dicho al chófer que se dirigiera al sur, rápido, diez pavos extra si se salta ese semáforo. Entonces, cinco minutos después, le había dicho al hombre que diera la vuelta, y éste le dejó no demasiado lejos del instituto.

Había tenido suerte en su fuga. La policía iba a hacer, como era obvio, todo lo que fuera necesario para mantener a la gente lejos de la chica. Estaba intranquilo; era casi como si supieran que iba a ir. ¿Le habría vendido el mamón de Ralph después de todo?

Bueno, Jax tendría que espabilar. Que era lo que estaba tratando de hacer en ese preciso instante. Exactamente igual que en la cárcel: nunca mover pieza hasta tener controlados todos los detalles.

Y sabía dónde buscar ayuda.

Los hombres de la ciudad siempre tendían a estar juntos, fueran jóvenes o viejos, negros o hispanos o blancos, vivieran en el este de Nueva York o en Bay Ridge o en Astoria. En Harlem se reunían en iglesias, bares, clubes de rap y jazz y cafés, en los salones de las casas, en los bancos de los parques o en los umbrales. En el verano estaban en las escalinatas de entrada de los edificios y en las salidas de incendio, y en invierno alrededor de contenedores de basura a los que habían prendido fuego. También en las barberías (el verdadero nombre de pila de Jax, Alonzo, se debía de hecho a Alonzo Henderson, el antiguo esclavo de Georgia que se había hecho millonario con la creación de una popular cadena de barberías; el padre de Jax había tenido la esperanza de que se le pegara el empuje y el talento de ese hombre; en vano, tal como demostró el paso del tiempo).

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