Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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– De modo que Charles estaba trabajando con Douglass y los demás en la Decimocuarta Enmienda. Eran amigos, por lo que parece -dijo Geneva.

¿De verdad?, se preguntó Rhyme. ¿Estaba en lo cierto el artículo del periódico? ¿Realmente Charles no se había abierto camino en ese círculo para enterarse de todo lo que pudiera sobre el Fondo para los Libertos y desvalijarlo?

Aunque para Lincoln Rhyme la verdad era la única meta de cualquier investigación forense, albergó una inusual esperanza sentimental de que Charles Singleton no hubiera cometido el delito.

Miró la pizarra de las pruebas, viendo muchos más signos de pregunta que respuestas.

– Geneva, ¿puedes llamar a tu tía y preguntarle si ha encontrado más cartas o alguna otra cosa referida a Charles?

La chica llamó a la mujer con quien estaba viviendo su tía Lilly. No respondieron, pero dejó un mensaje en el contestador para que una u otra la llamaran al laboratorio de Rhyme. Luego hizo otra llamada. Sus ojos se iluminaron.

– ¡Mamá! ¿Estás en casa?

Gracias a Dios, pensó Rhyme. Al fin habían regresado sus padres.

Pero un momento después, a la chica se le crispó el rostro.

– No… ¿Qué ha pasado…? ¿Cuándo?

Alguna demora, dedujo Rhyme. Geneva puso a su madre al tanto de todo, la tranquilizó diciéndole que estaba a salvo y que la estaba protegiendo la policía. Le pasó el teléfono a Bell, que habló con su madre largo y tendido sobre la situación. Luego éste le devolvió el teléfono a Geneva y ella se despidió de su madre y de su padre. Colgó, de mala gana.

– No pueden salir de Londres. Han cancelado el vuelo y no han conseguido ningún otro para hoy. Vienen mañana en el primer avión, que va a Boston; de allí cogerán el primer vuelo hasta aquí -explicó Bell.

Geneva se encogió de hombros, pero Rhyme pudo ver la decepción en sus ojos.

– Será mejor que vuelva a casa. Tengo que hacer los deberes -comentó la joven.

Bell telefoneó para hacer las comprobaciones de rigor con los agentes de su equipo de la BPCT y con el tío de Geneva. Informó que parecía no haber peligro.

– ¿Te quedarás sin ir al instituto mañana?

Una vacilación. Ella hizo una mueca. ¿Iba a haber otra batalla?

Entonces, alguien dijo algo. Fue Pulaski, el novato.

– Geneva, el hecho es que ya no eres sólo tú. Si ese tipo de hoy, el de la cazadora, se hubiera acercado y hubiera empezado a disparar, podría haber habido otros estudiantes heridos o muertos. Podría volver a intentarlo cuando tú estés en medio de la gente, fuera del instituto o en la calle.

Rhyme pudo ver en el rostro de la chica que estas palabras le llegaron al alma. Tal vez estaba pensando en la muerte del doctor Barry.

Así que murió por mi culpa

– Por supuesto -dijo ella en voz baja-. Me quedaré en casa.

Bell hizo un gesto con la cabeza.

– Gracias. -Y le lanzó una mirada llena de agradecimiento al novato.

El detective y Pulaski acompañaron a la chica hacia la salida y los otros volvieron a trabajar sobre las pruebas halladas en el escondite del sujeto.

Rhyme se disgustó al ver que no había gran cosa. El mapa de la calle frente al Museo de Cultura e Historia Afroamericana, que Sachs encontró escondido en la cama del hombre, no arrojó la presencia de huella alguna. El papel era genérico, completamente estándar, del tipo de los que se venden en cualquier librería. La tinta era una barata, imposible de seguirle la pista. El boceto tenía muchos más detalles de los callejones y edificios que del museo en sí; el mapa estaba pensado para la ruta de escape del asesino, supuso Rhyme. Pero Sachs ya había investigado cuidadosamente esos lugares y los detectives habían sondeado a los potenciales testigos de la empresa de corredores de diamantes y de otros edificios que aparecían en el plano.

Había más fibras de la cuerda, su garrote, imaginaron.

Cooper analizó el mapa con el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa, y el único vestigio hallado en el papel fue carbono puro.

– ¿Carboncillo de algún vendedor de mercadillo callejero? -se preguntó.

– Tal vez -dijo Rhyme-. O tal vez quemó las pruebas. Ponlo en la tabla. Tal vez encontremos alguna conexión más adelante.

Los otros restos encontrados en el mapa -manchas y migajas- eran más comida: yogur y garbanzos, ajo y aceite de maíz.

Falafel -sugirió Thom, un cocinero que era todo un gourmet-. De Oriente Próximo. Y a menudo servido con yogur. Muy refrescante, dicho sea de paso.

– Y extremadamente común -dijo Rhyme amargamente-. Podemos rastrear su origen en más o menos dos mil sitios sólo en Manhattan, ¿no os parece? ¿Qué demonios tenemos, aparte de eso?

De camino cuando regresaban, Sachs y Sellitto se habían detenido en la inmobiliaria que administraba el edificio de la calle Elizabeth y habían obtenido información sobre el contrato de alquiler del apartamento. La mujer que estaba a cargo de la oficina había dicho que el arrendatario había pagado tres meses de alquiler en efectivo, más otros dos meses de depósito de garantía, y le había dicho que se los quedara. (El efectivo, por desgracia, ya lo habían dado en pago; no había quedado nada de éste para buscar huellas dactilares). Para el contrato había dado el nombre de Billy Todd Hammil, anteriormente domiciliado en Florida. El retrato robot que había hecho Sachs guardaba cierto parecido con el hombre que había firmado el contrato, aunque éste llevaba una gorra de béisbol y gafas. La mujer confirmó que tenía acento sureño.

Una búsqueda de identificación en las bases de datos reveló 173 concordancias para el nombre de Billy Todd Hammil en todo el país durante los últimos cinco años. De los que eran blancos y tenían entre treinta y cinco y cincuenta años, ninguno estaba en la zona de Nueva York. Los de Florida eran todos ancianos o de veintitantos años, y de ellos, tres estaban presos y uno había muerto hacía seis años.

– Se sacó el nombre de la chistera -masculló Rhyme. Observó la imagen generada por ordenador.

«¿Quién eres, SD 109?», se preguntó.

«¿Y dónde estás?».

– Mel, envíale el retrato a J. T.

– ¿A quién?

– A nuestro buen amigo el alcaide, el de Amarillo. -Hizo un gesto con la cabeza apuntando al retrato-. Todavía me inclino a creer en la teoría de que nuestro chico es un presidiario que tuvo un roce con ese guardia que fue estrangulado.

– Entendido -dijo Cooper. Después de enviar el mensaje, cogió el tubo del líquido que Sachs había recogido en el escondite, lo abrió cuidadosamente y preparó la muestra para el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa.

Al poco rato los resultados aparecieron en la pantalla.

– Esto es algo nuevo para mí. Alcohol polivinílico, povidona, cloruro de benzalconio, dextrosa, cloruro de potasio, agua, bicarbonato de sodio, cloruro de sodio…

Rhyme metió la cuchara.

– Más sal. Pero esta vez no son palomitas de maíz.

– Y citrato de sodio y fosfato de sodio. Y poco más.

– A mí todo eso me suena a chino. -Sellitto se encogió de hombros y empezó a deambular por la sala, encaminándose hacia el cuarto de baño.

Cooper señaló la lista de ingredientes haciendo un gesto con la cabeza.

– ¿Alguna pista de lo que es?

Rhyme sacudió la cabeza.

– ¿Y en nuestra base de datos?

– Nada.

– Envíaselo a los de Washington.

– Eso haré. -El técnico envió la información al laboratorio del FBI y luego se centró en la última prueba encontrada por Sachs: las raspaduras de la madera de la mesa. Cooper preparó una muestra para el cromatógrafo.

Mientras esperaban los resultados, Rhyme estudió de arriba a abajo la pizarra de las pruebas. Estaba examinando lo que estaba apuntado cuando vio un movimiento rápido por el rabillo del ojo. Sobresaltado, se volvió hacia ese lado. Pero en esa parte del laboratorio no había nada. ¿Qué había visto?

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