Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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El ruido de pasos cesó. Geneva se dio la vuelta, empezó a andar hacia el edificio del instituto, apartando de sí cualquier idea que no fuera la regla de potenciación del cálculo.

…es igual a nx elevado a n menos uno

Y fue entonces cuando volvió a oír los pasos, ahora veloces. Alguien se dirigía directamente hacia ella, corría hacia ella. Geneva no podía ver nada. ¿Quién era? Hizo visera con la mano para contrarrestar la intensa luz del sol.

Y oyó la voz del detective Bell que gritaba:

– ¡Geneva! ¡No se mueva!

El hombre corría a toda velocidad, y otra persona -el agente Pulaski- iba a su lado.

– Señorita, ¿qué ha pasado? ¿Por qué ha salido?

– Yo estaba…

Se oyó el chirrido cercano de tres coches patrulla. El detective Bell levantó la vista y miró la enorme furgoneta, frunciendo los ojos contra el sol.

– ¡Pulaski! ¡Es él ! ¡Deprisa, persígalo!

Estaban mirando la silueta del hombre que se iba perdiendo de vista, el mismo que ella había visto hacía un minuto, el de la cazadora verde. Se alejaba corriendo a toda velocidad, con una leve cojera, por un callejón.

– Ahora mismo. -El agente salió corriendo tras él. Pasó a través de las rejas del portón y desapareció en el callejón, persiguiendo al hombre. Entonces, en el patio del instituto aparecieron media docena de policías. Se abrieron en abanico y rodearon a Geneva y al detective.

– ¿Qué está pasando? -preguntó ella.

Llevándola a toda prisa hacia el coche, el detective Bell le explicó que acababan de recibir información por un agente del FBI, alguien de apellido Dellray, que trabajaba con el señor Rhyme. Uno de sus informantes se había enterado de que un hombre había estado preguntando en Harlem por Geneva esa mañana, tratando de averiguar a qué instituto iba y dónde vivía. Era afroamericano y llevaba una cazadora verde tipo militar. Había sido arrestado hacía unos años, acusado de asesinato, e iba armado. El señor Rhyme había llegado a la conclusión de que dado que el tipo que había perpetrado el ataque en el museo esa mañana era blanco y podría no conocer Harlem muy bien, probablemente habría decidido utilizar un cómplice que conociera el barrio.

En cuanto lo supo el señor Bell, el detective entró en el aula a buscarla, y se encontró con que ella se había escabullido por la puerta del fondo. Pero Jonette Monroe, la poli de incógnito, la estaba vigilando y la había seguido. Y luego había comunicado a la policía dónde estaba Geneva.

Ahora, dijo el detective, tenían que llevarla a casa del señor Rhyme, inmediatamente.

– Pero el examen. Yo…

– Nada de exámenes ni de instituto hasta que no atrapemos a ese tipo -dijo Bell con firmeza-. Ahora, venga conmigo, señorita.

Furiosa por la traición de Kevin, furiosa por verse metida en semejante follón, se cruzó de brazos.

– Tengo que hacer ese examen.

– Geneva, usted no sabe hasta qué punto puedo ponerme más terco que una mula. Mi objetivo es mantenerla con vida, y si eso significa cogerla en brazos y llevarla a la fuerza al coche, tenga la seguridad de que lo haré. -Sus ojos oscuros, que habían parecido tan mansos, ahora eran duros como la piedra.

– De acuerdo -masculló ella.

Siguieron andando hacia el coche; el detective mirando alrededor, vigilando lo que pudiera haber entre las sombras. Ella notó que mantenía la mano en un costado, cerca del arma. El agente rubio fue trotando hacia ellos un instante después.

– Le he perdido -jadeó, sin aliento-. Lo siento.

Bell suspiró.

– ¿Alguna descripción?

– Negro, uno ochenta, de constitución robusta. Cojo. Pañuelo negro en la cabeza. Ni barba ni bigote. Treinta y tantos, cerca de los cuarenta.

– ¿Vio usted algo más, Geneva?

La joven sacudió la cabeza, con expresión huraña.

– De acuerdo. Vámonos de aquí -dijo Bell.

Subió al asiento trasero del Ford del detective, con el agente rubio a su lado. El señor Bell estaba a punto de subir al asiento del conductor cuando vio que la orientadora con la que habían estado antes, la señora Barton, venía a toda prisa, con el rostro descompuesto.

– Detective, ¿qué sucede?

– Tenemos que sacar a Geneva de aquí. Es posible que una de las personas que quiere hacerle daño haya estado muy cerca. Por lo que sabemos, puede que aún lo esté.

La corpulenta mujer miró alrededor, frunciendo el ceño.

– ¿Aquí?

– No estamos seguros. Lo único que digo es que es una posibilidad. Será mejor que tomemos precauciones. -El detective añadió-: Creemos que ha estado aquí hace unos cinco minutos. Un tipo grande, afroamericano. Llevaba una chaqueta verde y un pañuelo en la cabeza. Sin barba ni bigote. Cojo. Estaba en el otro extremo del patio del instituto, al lado de aquella furgoneta grande. ¿Podría preguntarles a los estudiantes y profesores si le conocen o si han visto algo más?

– Por supuesto.

También le pidió que se fijara si la imagen del tipo había quedado grabada en alguna de las cámaras de seguridad del instituto. Intercambiaron sus números de teléfono; luego el detective se sentó en el asiento del conductor y puso el motor en marcha.

– Abróchense los cinturones. No vamos a dar un paseo precisamente.

Justo en el momento en que Geneva trabó la hebilla de su cinturón, el policía pisó a fondo el acelerador y el coche se apartó del bordillo derrapando, y dio comienzo una montaña rusa a través de las destrozadas calles de Harlem, mientras el instituto Langston Hughes -que para la chica era el último baluarte de cordura y bienestar- desaparecía de la vista.

Mientras Amelia Sachs y Lon Sellitto ordenaban las pruebas que ella había recogido en el escondite de la calle Elizabeth, Rhyme pensaba en el cómplice de SD 109, el hombre que había llegado a estar condenadamente cerca de Geneva en el instituto.

Cabía la posibilidad de que el sujeto se hubiera servido de ese hombre sólo para tareas de vigilancia; pero, teniendo en cuenta el violento origen del ex presidiario y el hecho de que estuviera armado, era muy probable que tuviera también el encargo de matarla. Rhyme abrigaba esperanzas de que el hombre hubiera dejado alguna prueba cerca del patio del instituto, pero no, un equipo de la policía científica había inspeccionado el lugar cuidadosamente y no había encontrado nada. Y los agentes que peinaron la zona no pudieron localizar a ningún testigo que le hubiera visto por la calle o hubiera visto a alguien huyendo. Tal vez…

– Hola, Lincoln -dijo una voz de hombre.

Sobresaltado, Rhyme levantó la vista y vio a un hombre de pie cerca de él. De cuarenta y tantos años, ancho de hombros, un casquete de cabello canoso cortado al rape, con flequillo. Llevaba un costoso traje gris oscuro.

– Doctor. No he oído el timbre.

– Thom estaba fuera. Me dejó pasar.

Robert Sherman, el médico que supervisaba la terapia física de Rhyme, dirigía una clínica especializada en el tratamiento de pacientes con lesiones en la espina dorsal. Era él quien había desarrollado el régimen terapéutico de Rhyme, la rutina de bicicleta y de locomoción, así como la hidroterapia y los ejercicios tradicionales de rehabilitación que Rhyme hacía con Thom.

El médico y Sachs se saludaron, y luego él echó una ojeada al laboratorio, fijándose en lo ajetreada que era la actividad. Desde un punto de vista terapéutico, le parecía muy bien que Rhyme tuviera un trabajo. Estar comprometido en una actividad, solía decir, mejoraba enormemente la voluntad y el deseo de superación (aunque exhortaba mordazmente a Rhyme a que evitara situaciones en las que se expusiera a, digamos, sobrecargas mortales, lo que casi había sucedido en un caso reciente).

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