– Tengo algunas fibras más, como las otras, cuerda de algodón, supongo. Un poco de polvo y tierra. Pero eso es todo.
– Me gustaría poder ver el lugar -dijo, y se quedó en silencio.
– ¿Rhyme?
– Me lo estoy imaginando -susurró. Otra pausa. Luego-: ¿Qué hay sobre la superficie del escritorio?
– No hay nada. Ya te he dicho…
– No me refiero a si hay objetos encima. Quiero decir: ¿está manchado de tinta? ¿Garabatos? ¿Muescas hechas con un cuchillo? ¿Marcas de tazas de café? -Y añadió con mordacidad-: Cuando los criminales no son lo suficientemente zoquetes como para dejar ahí encima la factura de la luz, cogemos lo que podemos.
Ajá, el buen humor estaba oficialmente muerto.
Sachs examinó la tabla de madera.
– Sí, está manchada. Tiene raspones y marcas.
– ¿Es de madera?
– Sí.
– Coge algunas muestras. Usa un cuchillo y raspa la superficie.
Sachs encontró un bisturí entre las herramientas. Al igual que los utilizados en cirugía, estaba esterilizado y sellado con papel y plástico. Raspó cuidadosamente la superficie y colocó los resultados en pequeñas bolsas de plástico.
Al mirar hacia abajo para tomar las muestras, notó un resplandor luminoso en el borde de la mesa. Se acercó a mirarlo.
– Rhyme, he encontrado unas gotas. Un líquido transparente.
– Antes de que tomes las muestras, aplícale Mirage a una. Con el spray n.° 2. A este tipo le gustan demasiado los juguetes mortales.
Mirage Technologies fabrica un práctico sistema de detección de explosivos. El spray n.° 2 detecta los explosivos del grupo B, que incluyen los altamente inestables, como la nitroglicerina líquida transparente, de la cual una sola gota sería suficiente para destrozar una mano.
Sachs probó la muestra. Si la sustancia hubiera sido un explosivo, su color habría cambiado al rosa. No hubo ningún cambio. Le aplicó el spray n.° 3 a la muestra, sólo para cerciorarse: éste revelaría la presencia de cualquier nitrato, el elemento clave en la mayor parte de los explosivos, no sólo la nitroglicerina.
– Negativo, Rhyme. -Recogió una segunda gota de líquido y transfirió la muestra a un tubo de vidrio, y luego lo selló.
– Creo que eso es todo, Rhyme.
– Tráelo todo aquí, Sachs. Necesitamos dar un salto y ponernos un paso por delante de ese tipo. Si puede escaparse de un equipo de la USU tan fácilmente, significa que puede acercarse a Geneva con la misma rapidez.
Lo había hecho de maravilla.
A la perfección.
Veinticuatro preguntas tipo test: todas correctas, Geneva Settle lo sabía. Y había escrito una respuesta de siete páginas para un ejercicio de redacción en sólo una hora.
Dabuti …
Estaba charlando con el detective Bell sobre cómo le había ido y él asentía con la cabeza -con lo que ella se dio cuenta de que no la estaba escuchando, sino que estaba vigilando los pasillos-, pero al menos él conservó una sonrisa en el rostro, así que la joven simuló creer que él la escuchaba. Y, esto era extraño, se sentía bien hablando y yéndose por las ramas. Hablándole sin más de lo chungo que se lo había puesto la profesora con la redacción, del modo en que Lynette Tompkins había susurrado «Dios, sálvame» cuando se dio cuenta de que había estudiado para otra asignatura. A nadie, salvo a Keesh, le interesaría escuchar su charla, dale que te dale, sin parar.
Ahora tenía que hacer frente al examen de matemáticas. No disfrutaba mucho con el cálculo, pero conocía el tema, había estudiado, tenía las ecuaciones grabadas en la cabeza.
– ¡Amiga! -Lakeesha se puso a caminar a su lado-. Demonios, ¿todavía estás aquí? -Tenía los ojos abiertos de par en par-. Casi te matan esta mañana, y tú, como si nada. Estás chiflada, chica.
– El chicle. Suena como si estuvieras haciendo restallar un látigo.
Keesh siguió con el chasquido, tal como Geneva sabía que haría.
– Tú ya tienes un sobresaliente. ¿Para qué tienes que hacer esos exámenes?
– Si no hago esos exámenes, no tendré un sobresaliente.
La chica gordita miró al detective Bell frunciendo el ceño.
– En mi opinión, usted debería andar ahí afuera buscando al capullo que ha atacado a mi amiga.
– Ya hay un montón de gente que lo está haciendo.
– ¿Cuánta? ¿Y dónde está?
– ¡Keesh! -susurró Geneva.
Pero el señor Bell esbozó una ligera sonrisa.
– Montones.
Paf, paf .
– Bueno, ¿cómo te fue en el examen de civilizaciones del mundo? -preguntó Geneva a su amiga.
– El mundo no está civilizado. El mundo está jodido.
– ¿Pero no te lo saltaste?
– Te dije que iría. Lo hice dabuti , chica. Puse todo de mi parte. Estoy casi segura de que sacaré un aprobado. Por lo menos eso. Puede que hasta un notable.
– Vaya.
Llegaron a un cruce de pasillos y Lakeesha giró a la izquierda.
– Hasta luego, chica. Llámame esta tarde.
– Hecho.
Geneva se rio para sí misma al ver a su amiga corriendo por los pasillos. Keesh era como cualquier otra chavala de barrio, vestida a su aire, con ropa de colores chillones, muy ceñida, uñas de película de miedo, trenzas tirantes y bisutería barata. Bailando entusiasmada al ritmo de L. L. Cool J, Twista y Beyoncé. Dispuesta a meterse en peleas, incluso a hacerles frente a las pandilleras (a veces llevaba un cúter o una navaja). De vez en cuando hacía de pinchadiscos, con el nombre de Def Mistress K, Señorita K Molona , haciendo girar el vinilo en los bailes escolares, y también en los clubes en los que los gorilas de la puerta decidían que sí tenía veintiún años.
Pero la chica no era tan del gueto como fingía. Usaba esa imagen del mismo modo que se ponía esas uñas estrafalarias y las extensiones de tres dólares. Las claves eran obvias para Gen: si se la escuchaba detenidamente, cualquiera se daba cuenta de que su primera lengua era el inglés estándar. Era como esos cómicos negros que tratan de usar el lenguaje de la calle, pero que lo hacen de manera poco convincente. Puede que la chica usara los tiempos verbales en «ebónico» -la nueva expresión políticamente correcta era «inglés afroamericano»-, pero cometía todo tipo de errores por querer exagerar la nota. Sólo alguien que escuchara sin prestar atención podía creer que la chica se había criado en el gueto.
Había otras cosas: muchas de las chicas de las viviendas de protección oficial presumían de birlar cosas en las tiendas. Pero, como mucho, Keesh se llevaba un frasco de esmalte de uñas o un paquete de trenzas. Ni siquiera compraba bisutería o joyas en la calle a alguien que pudiera habérselas robado a algún turista, y enseguida echaba mano del móvil para llamar al 911 cuando por los vestíbulos de los edificios de apartamentos veía a chavales merodeando durante la «temporada de caza»: los días del mes en que el paro y los cheques de las ayudas sociales empezaban a llenar los buzones.
Keesh se costeaba ella misma los estudios. Tenía dos trabajos: hacía extensiones y trenzas por su cuenta, y atendía la barra de un restaurante cuatro días a la semana (el lugar estaba en Manhattan, varios kilómetros al sur de Harlem, para asegurarse de que no se toparía con gente del barrio, lo que haría añicos su tapadera de diva bling-bling pinchadiscos de la calle 124). Gastaba el dinero con moderación y guardaba lo que ganaba para ayudar a su familia.
Había además otro aspecto de Keesh que la separaba de muchas chicas de Harlem. Ella y Geneva pertenecían a lo que a veces recibía el nombre de «hermandad de las chicas de la nada». Lo que quería decir: nada de sexo. (Bueno, tontear por ahí se aceptaba, pero, como decía una de las amigas de Geneva: «A mí no me mete su cosa fea ningún chico, palabra»). Las chicas habían hecho un pacto de virginidad en la escuela primaria, y lo respetaban. Esto las convertía en una rareza. Un gran porcentaje de las chicas de Langston Hughes llevaban varios años acostándose con chicos.
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