• Concurría a reuniones en el barrio neoyorquino de Gallows Heights:
• ¿Involucrado en algunas actividades arriesgadas?
• Trabajó con Frederick Douglass y otros para lograr que se ratificara la Decimocuarta Enmienda de la Constitución.
• El crimen, de acuerdo a lo informado en el Coloreds' Weekly lllustrated :
• Charles arrestado por el detective William Simms por robo de gran suma del Fondo para los Libertos en NY. Se introdujo en el tesoro del Fondo, testigo le vio irse poco después. Herramientas suyas halladas en las proximidades. La mayoría del dinero fue recuperado. Fue sentenciado a cinco años de cárcel. Sin información referida a él después de la sentencia. Se creyó que había utilizado su relación con los líderes del incipiente movimiento por los derechos civiles para lograr tener acceso al Fondo.
• Correspondencia de Charles:
• Carta 1, a esposa: disturbios en 1863, gran enardecimiento contra los negros por todo el Estado de NY, linchamientos, incendios provocados. Propiedades de los negros, en riesgo.
• Carta 2, a esposa: Charles en la batalla de Appomattox al final de la guerra civil.
• Carta 3, a esposa: involucrado en el movimiento por los derechos civiles. Amenazado por este trabajo. Atribulado por su secreto.
Andando por una calle de Queens, llevando la bolsa con sus compras y su maletín, Thompson Boyd se detuvo repentinamente. Simuló mirar un periódico en una máquina expendedora y, ladeando la cabeza preocupado por las noticias del mundo, echó una mirada hacia atrás.
Nadie le seguía, nadie prestaba atención al ciudadano medio.
No es que creyera que realmente hubiera una posibilidad de que alguien le estuviera pisando los talones. Pero Thompson siempre minimizaba los riesgos. Uno nunca podía ser descuidado cuando su profesión era la muerte, y él estaba particularmente alerta después de haberse salvado por los pelos en la calle Elizabeth, con la mujer de blanco.
Te liquidarían con un beso mortífero …
Ahora volvió sobre sus pasos, hacia la esquina. No vio a nadie escabulléndose dentro de algún edificio o dándose la vuelta a toda prisa.
Satisfecho, Thompson siguió su camino en la dirección en la que venía andando originalmente.
Miró su reloj. Era la hora acordada. Caminó hasta una cabina telefónica y realizó una llamada a otra cabina que estaba en el centro de Manhattan. Después de sólo un tono de llamada, oyó:
– ¿Hola?
– Soy yo. -Thompson y el otro intercambiaron unas palabras sobre un espectáculo de variedades, medidas de seguridad, como los espías, para cerciorarse de que ambos sabían quién estaba al otro lado de la línea. Thompson disimulaba todo lo que podía su acento, y su cliente también cambiaba la voz. No engañarían a un analizador de huellas vocales, por supuesto. Pero uno hace lo que puede.
El hombre ya sabría que el primer intento había fracasado, ya que los medios locales habían dado la noticia. Su cliente preguntó:
– ¿Está muy mal la cosa? ¿Tenemos problemas?
El asesino inclinó la cabeza hacia atrás y se puso gotas Murine en los ojos. Parpadeando mientras la molestia iba cediendo, Thompson respondió con una voz tan entumecida como su alma:
– Bueno, tiene que entender lo que estamos haciendo aquí. Es como todo en la vida. Las cosas nunca van al cien por cien como la seda. Nada termina saliendo tal como nos hubiera gustado. La chica fue más lista que yo.
– ¿Una chica de instituto?
– La chica es muy despierta, tiene calle, es tan sencillo como eso. Buenos reflejos. Vive en una jungla. -Thompson sintió una ligera punzada de arrepentimiento por haber dicho eso, pensando que el hombre podría creer que él se estaba refiriendo al hecho de que ella era negra, un comentario racista, aunque él sólo quería decir que ella vivía en una parte chunga de la ciudad y que no le quedaba otra que ser espabilada. Thompson Boyd era la persona con menos prejuicios de la tierra. Eso se lo habían enseñado sus padres. El mismo Thompson había conocido personas de todas las razas y ambientes culturales, y lo único en que basaba su predisposición hacia ellas eran sus conductas y actitudes, no su color. Había trabajado para blancos, negros, árabes, asiáticos, latinos, y había matado a personas de esas mismas razas. No veía diferencias entre unos y otros. Las personas que le habían contratado habían evitado mirarle a los ojos y se habían mostrado tensas y llenas de cautela. La gente que había muerto de su mano se había ido al otro mundo mostrando diversos grados de dignidad y miedo, lo que nada tenía que ver con su color o nacionalidad. Prosiguió-: No era lo que usted quería. Ni lo que quería yo , se lo aseguro. Pero lo sucedido era lógicamente posible. Tiene gente que la está cuidando. Ahora lo sabemos. Haremos algún apaño y seguiremos adelante. No tenemos que actuar dejándonos llevar por los nervios. La próxima vez la pillaremos. He encontrado a alguien que conoce muy bien Harlem. Ya hemos averiguado a qué instituto va, nos estamos ocupando de averiguar dónde vive. Confíe en mí, tenemos todo bajo control.
– Más tarde revisaré si tengo mensajes -dijo el hombre. Y colgó abruptamente. No habían hablado más de tres minutos, el límite máximo de Thompson Boyd.
Siguiendo las reglas …
Thompson colgó; no era necesario limpiar las huellas; tenía puestos unos guantes de piel. Siguió andando por la calle. En esa parte había una agradable franja de chalés en la acera del este y de edificios de apartamentos en la del oeste; un barrio antiguo. Andaban por allí unos cuantos niños, que regresaban a casa después del colegio. Thompson podía ver que en las casas titilaban los culebrones y los programas de entrevistas de la tarde, y que las mujeres planchaban y cocinaban. Fuera como fuera la vida en el resto de la ciudad, buena parte de ese vecindario nunca había salido de la década de los cincuenta. Le hizo recordar el cámping de caravanas y la casa de su infancia. Una vida bonita, una vida reconfortante.
Su vida antes de la cárcel, antes de quedarse entumecido como un brazo amputado o una pierna mordida por una serpiente.
En la manzana siguiente Thompson vio a una chica pequeña, rubia, vestida con el uniforme del colegio, que se acercaba a una casa color beige. Su corazón se aceleró un poco -sólo un par de latidos más- al mirarla trepar por los escalones de hormigón, sacar una llave de su mochila escolar, abrir la puerta y meterse dentro.
Siguió hacia esa misma casa, que estaba tan cuidada como las otras, tal vez un poco más, y que tenía algunos cervatillos de cerámica pastando en el cortísimo césped amarillento. Pasó despacio ante la casa, mirando por las ventanas, y luego siguió calle arriba. Una ráfaga de viento sopló en la bolsa de las compras, que describió un arco; las latas hicieron un sordo ruido metálico al chocar entre sí. Eh, ten cuidado con eso, se dijo a sí mismo. Y sujetó la bolsa.
Al final de esa manzana dobló y miró hacia atrás. Un hombre haciendo jogging , una mujer tratando de aparcar, un chico regateando con una pelota de baloncesto en un aparcamiento lleno de hojas. Nadie le prestaba la menor atención.
Thompson Boyd volvió sobre sus pasos hacia la casa.
En el interior de la casa de Queens, Jeanne Starke le dijo a su hija:
– Nada de mochilas en el salón, Brit. Ponla en el estudio.
– Mamá -suspiró la chica de diez años, arreglándoselas para hacer que la palabra tuviera cuatro sílabas. Se echó los cabellos dorados hacia atrás, colgó la chaqueta del uniforme en el perchero y recogió el pesado macuto, gruñendo con exasperación.
– ¿Tienes deberes? -preguntó su madre, una bonita mujer de unos treinta y cinco años. Tenía una mata de cabello moreno rizado, que llevaba sujeto con una cinta entre roja y rosa.
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