Kevin bajó la persiana. Alguien estaba allá afuera, ¡mirándolo!
Se levantó de la cama y retrocedió hasta la pared. ¿Quién podría estar mirándolo en medio de la noche? ¿Quién estaría mirándolo? Era un muchacho, ¿o no? Uno de los chicos o chicas del vecindario.
Quizás solo creyó ver a alguien. Esperó algunos minutos, lo suficiente para que siguiera su camino quienquiera que fuese, y entonces reunió valor para echar solo una mirada más.
Esta vez apenas levantó la persiana para lograr ver solo sobre el alféizar. ¡Ella aún estaba allí! Kevin creyó que el miedo le haría estallar el pecho, pero siguió mirando. Ahora ella no podía verlo; la persiana estaba demasiado baja. Era una muchacha; podía verla. Una jovencita, tal vez de su misma edad, con cabello rubio largo y un rostro que debía de ser hermoso, pensó, aunque en realidad no lograba verle ningún detalle.
Y entonces ella salió de su vista y desapareció.
Kevin apenas logró dormir. La noche siguiente no pudo resistir mirar, pero la chica había desaparecido. Desapareció para bien.
Eso creyó.
Tres días después se encontraba otra vez en cama, y esta vez supo que había estado despierto al menos durante una hora sin poder dormir. Esa tarde Madre le había hecho tomar una siesta muy, pero muy, larga y simplemente no estaba cansado. La luna no brillaba tanto esta noche pero de todos modos él había cubierto la ventana para hacerla más oscura. Después de mucho tiempo decidió que quizás sería mejor un poco más de luz. Tal vez lograría dormir si le hacía creer a su mente que ya era la mañana siguiente y que estaba muy cansado después de desvelarse toda la noche.
Se levantó, quitó la frazada de lana y con un giro de la muñeca hizo que la persiana se levantara rápidamente.
Un rostro pequeño y redondo tenía su nariz contra la ventana. Kevin saltó hacia atrás y rodó en la cama, aterrado. Se puso de pie. ¡Allí estaba ella! ¡Aquí! ¡En su ventana! La chica de la otra noche estaba aquí, espiándolo.
Kevin casi grita. La muchacha sonreía; levantó la mano y la agitó como si lo reconociera y solo se hubiera detenido para saludar.
El miró hacia la puerta. Ojalá madre no hubiera oído nada. Se volvió nacía la chica en la ventana. Ahora ella le articulaba algo, haciéndole señas de que hiciera algo.
El solo atinó a quedarse allí y mirar, paralizado.
¡Ella le hacía señas de que levantara la ventana! ¡De ninguna manera! Y de todos modos no podía hacerlo; estaba atornillada.
Ella en realidad no parecía asustada. Es más, parecía de veras muy amigable Su rostro era hermoso y su cabello era largo. ¿Por qué asustarse de ella? Quizás no debería. Su rostro era muy… agradable.
Kevin miró otra vez la puerta y se volvió a deslizar al extremo de la cama. Ella agitó de nuevo la mano, y esta vez él le correspondió. Ella señaló el alféizar de la ventana, haciéndole otros gestos. Él siguió la mano de ella y de pronto entendió. ¡Le estaba diciendo que desatornillara la ventana! Miró el único tornillo que sujetaba el marco y por primera vez comprendió que podía sacarlo. Lo único que debía hacer era buscar algo con que sacar el tornillo. Algo como una moneda de un centavo. Él tenía algunas.
De pronto, fortalecido por la idea, agarró uno de los centavos de una vieja lata que tenía en el piso y lo colocó en el tornillo. Se aflojó. Lo desatornilló hasta que salió. La niña daba saltos y le señalaba que levantara la ventana. Kevin echó una última mirada a la puerta de su dormitorio y luego tiró de la ventana. La levantó silenciosamente. Él se arrodilló en su cama, frente a frente con la muchacha.
– Hola -susurró ella, sonriendo de oreja a oreja.
– Ho… hola -contestó él.
– ¿Quieres salir a jugar?
¿Jugar? El temor reemplazó a la emoción. Detrás de él la casa estaba en silencio.
– No puedo salir.
– Claro que puedes. Simplemente te dejas caer por la ventana. Es fácil.
– No creo que deba hacerlo. Yo…
– No te preocupes, tu madre ni siquiera lo sabrá. Sencillamente después trepas y atornillas la ventana otra vez. Todos estarán durmiendo de todos modos, ¿de acuerdo?
– ¿Conoces a mi madre?
– Todo el mundo tiene una madre.
Así que ella no conocía a Madre. Simplemente estaba diciendo que conocía madres a las que no les gustaba que sus hijos salieran a hurtadillas. Como si todas las madres se parecieran a la suya.
– ¿De acuerdo? -preguntó ella.
– De acuerdo.
¿Y si salía? ¿Qué daño iba a hacer? En realidad Madre nunca le dijo que no saliera de noche por la ventana, al menos no con esas palabras.
– No sé. No, de veras no puedo.
– Claro que puedes. Soy una niña y tú un niño. Las niñas y los niños juegan juntos. ¿No sabes eso?
Él no sabía qué decir. Sin duda alguna nunca antes había jugado con una niña.
– Salta.
– ¿Estás… estás segura de que no hay peligro?
Ella estiró una mano.
– Aquí, te ayudaré.
El no estaba seguro de qué lo llevó a hacerlo; su mano pareció estirarse sola hacia la de ella. Sus dedos tocaron los de ella, y los sintió tibios. Nunca antes había tocado la mano de una niña. La extraña sensación lo llenó con un estremecimiento agradable que no había sentido antes. Mariposas.
Diez segundos después Kevin estaba fuera de la ventana temblando bajo una luna brillante al lado de una chica de más o menos su misma estatura.
– Sitúeme -dijo la niña.
Fue hasta la cerca, levantó una tabla suelta, salió y le hizo señas de que la siguiera. Él la siguió, echando una última mirada ansiosa a su ventana.
Kevin pasó la cerca, temblando en la noche, pero esta vez no tanto de miedo sino de emoción.
– Mi nombre es Samantha, pero puedes llamarme Sam. ¿Cómo te llamas?
– Kevin.
Sam extendió la mano. -Me alegra conocerte, Kevin.
El le estrechó la mano, pero ella no la soltó. En vez de eso lo alejó de su casa.
– Nos mudamos aquí desde San Francisco hace más o menos un mes. No sabía que en esta casa viviera ningún niño, pero hace una semana oí hablar a mis padres. Tus padres son personas muy reservadas, ¿eh?
– Sí, creo que sí.
– Mis padres me dejan ir hasta el parque al final de la calle donde viven muchos niños. Está iluminado, ¿sabes? ¿Quieres ir allá?
– ¿Ahora?
– Seguro, ¿por qué no? No hay peligro. Papá es policía… y si no fuera seguro, créeme, él lo sabría.
– No… yo… no puedo. En realidad no quiero.
– Como quieras -dijo ella encogiéndose de hombros-. La otra noche estaba caminando cuando miré sobre tu cerca y te vi. Creo que te estaba espiando. ¿No te importa?
– No.
– Bueno, porque creo que eres guapo.
Kevin no supo qué decir.
– ¿Crees que soy hermosa?
Samantha giró alejándose de él y revoloteó a su alrededor como una bailarina de ballet. Usaba un vestido rosado y cintas del mismo color en el cabello.
– Sí, creo que eres hermosa -contestó él.
Ella dejó de dar vueltas y lo miró directamente a los ojos.
– Ya puedo decir que vamos a ser maravillosos amigos -expresó riendo-. ¿Te gustaría?
– Sí.
Ella dio otro saltito hacia atrás, le agarró la mano y se lo llevó corriendo. Kevin rió. Le gustaba ella. Le gustaba mucho. En realidad más de lo que alguna vez recordaba que le hubiera gustado alguien.
– ¿Adonde vamos?
– No te preocupes, nadie lo sabrá. Nadie nos verá. Lo prometo.
Durante la siguiente hora Sam le habló de su familia y su casa, que era la tercera después de la de él. Ella dijo que asistía a algo que llamó una escuela privada y que no llegaba a casa hasta las seis de la tarde. Su padre no podía pagar la escuela con lo que ganaba, pero su abuela había dejado un fondo de inversión para ella, y la única manera en que podía usar algo del dinero era si iba a una escuela privada. En realidad no le gustaban los niños de la escuela. Tampoco la mayoría de niños del barrio. Cuando creciera iba a ser policía como su padre. Quizás por eso le gustaba andar fisgoneando, porque los policías hacen eso para atrapar a los tipos malos. Le hizo algunas preguntas a Kevin pero se arrepintió al ver que él se avergonzaba.
Читать дальше