– Vaya -dijo entre dientes-. Ese soy yo.
Sacudió la cabeza con incredulidad y se alborotó el cabello.
– Ese soy yo de veras. Sobreviví a eso.
¿Quécae pero no se rompe?¿Quérompe pero no se cae? Llamará de nuevo. Lo sabes, ¿no?
Kevin apagó el televisor. Un experto en sicología barata le dijo una vez que su mente era extraña. Lo examinó con un test de inteligencia y dio un cociente intelectual en el máximo percentil… no había problemas con eso. Es más, si había un problema -y el Dr. Swanlist, el experto en sico-bla-bla sin duda no creyó que hubiera ningún problema en absoluto- era que su mente aún procesaba la información a un ritmo que en otros normalmente pertenecía a los años formativos. La edad por lo general reduce la sinapsis, lo cual explica por qué la gente vieja se puede asustar detrás del volante. Kevin tendía a ver el mundo a través de los ojos de un adulto con la inocencia de un niño. Lo cual era en realidad sicología barata sin ningún valor práctico, a pesar de lo emocionado que estuviera el Dr. Swanlist.
Miró las escaleras. ¿Y si Slater hubiera ido arriba?
Kevin caminó hacia las escaleras y las subió de dos en dos. A la izquierda un dormitorio principal, a su derecha uno de huéspedes que usaba como oficina, y un baño entre los dos. Se dirigió al dormitorio de huéspedes, tiró del interruptor de la luz y asomó la cabeza. Un escritorio con una computadora, una silla y varios estantes, uno con una docena de textos y los demás repletos con más de doscientas novelas. Había descubierto los milagros de los relatos en los inicios de su adolescencia, y últimamente lo habían liberado. No había mejor manera de entender la vida que vivirla… si no a través de su propia vida, entonces a través de la de otros. Había una vez un hombre que tenía un campo. Brillante, brillante, brillante. No leer es dar la espalda a las mentes más sabias.
Kevin examinó los títulos de ficción. Koontz, King, Shakespeare, Card, Stevenson, Powers… una colección selecta. Había leído ansiosamente los libros en su reciente despertar. Decir que tía Balinda no aprobaba las novelas era como decir que el océano es húmedo. Ella no se sentía mejor acerca de los libros de texto de filosofía y teología de él.
Los pósteres de viajes en este cuarto mostraban bellezas de Etiopía, Egipto, Sudáfrica y Marruecos. Marrón, marrón, verde, marrón. Eso era todo.
Kevin cerró la puerta y entró al baño. Nada. El hombre en el espejo tenía cabello castaño y ojos azules. Grises con mala luz. De algún modo atractivo si tuviera algún criterio, pero generalmente de aspecto promedio. Noera la clase de persona acechada por un sicópata. Lanzó un gruñido y corrió hacia su cuarto.
La cama estaba tendida, los vestidores cerrados, la persiana abierta. Todo en orden. Ves,has estado oyendo fantasmas.
Kevin suspiró y se quitó la camisa de etiqueta y los pantalones. Treinta segundos más tarde se había puesto una camiseta azul pálida y jeans. Aquí debía recobrar un semblante de normalidad. Lanzó la camisa de etiqueta a la canasta de ropa sucia, colgó los pantalones y se dirigió a la puerta.
Un destello de color en la mesita de noche le llamó la atención. Rosada. Una cinta rosada sobresalía por detrás de la lámpara.
El corazón de Kevin reaccionó antes que su mente, latiendo a toda prisa. Fue hacia delante y miró fijamente la cinta de cabello rosada. La había visto antes. Podía jurar que había visto esa cinta. Mucho tiempo atrás. Una vez Samantha le dio una cinta exactamente igual a esa, y se le perdió años atrás.
Se puso a dar vueltas. ¿Oyó Sam acerca del incidente y se vino manejando desde Sacramento? Recientemente había llamado por teléfono pero no mencionó que vendría a visitarlo. La última vez que él había visto a su amiga de la infancia fue cuando ella se fue a la universidad a los dieciocho años de edad, diez años atrás. Ella había pasado los últimos años en Nueva York trabajando con las fuerzas de la ley, y poco tiempo atrás se mudó a Sacramento para emplearse con la Oficina Californiana de Investigaciones.
¡Pero esta cinta era de ella!
– ¿Samantha? -su voz resonó suavemente en el cuarto.
Silencio. Por supuesto… él ya había revisado el lugar. A menos que…
Arrancó la cinta, corrió por las escaleras, y las bajó de tres en tres.
– ¡Samantha!
Le llevó a Kevin exactamente veinte segundos examinar la casa y descartar la posibilidad de que su amiga, a quien había perdido de vista mucho tiempo atrás, hubiera pasado a visitarlo y estuviera escondida como hacían cuando eran niños. A menos que hubiera llegado, hubiera dejado la cinta y luego se hubiera marchado, con la intención de llamar después. ¿Haría eso ella? Bajo cualquier otra circunstancia habría sido una maravillosa sorpresa.
Kevin se quedó en la cocina, perplejo. Si ella hubiera dejado la cinta habría dejado también un mensaje, una nota, haría una llamada telefónica, algo.
Pero no había nota. Su teléfono VTech negro reposaba sobre el poyo de la cocina. Número de mensajes: un gran «0» rojo.
¿Y si la cinta la hubiera dejado Slater? Debería llamar a Milton. Kevin se pasó una mano por el cabello. Milton querría saber de la cinta, lo cual significaba hablarle de Samantha, lo cual quería decir abrir el pasado. No podía abrir el pasado, no después de haber huido de él tanto tiempo.
El silencio casi se podía tocar.
Kevin miró la cinta rosada que temblaba ligeramente en su mano y se sentó sin prisa en el comedor. El pasado. Hacía mucho tiempo. Cerró los ojos.
***
Kevin tenía diez años cuando vio por primera vez a la hermosa chica que vivía calle abajo. Eso fue un año antes de conocer al muchacho que quería matarlos.
Conocer a Sam dos días después de su cumpleaños fue su mejor regalo. Siempre. Su hermano, Bob, quien en realidad era su primo, le había regalado un yoyo, que también le gustaba, pero no tanto como conocer a Samantha. Por supuesto que nunca le diría eso a Bob. Es más, no estaba para nada seguro de hablarle algún día a Bob acerca de Samantha. Era su secreto. Bob podría tener ocho años más que Kevin, pero era un poco lento… nunca comprendería.
Esa noche era luna llena, y Kevin ya estaba acostado a las siete en punto. Siempre se acostaba temprano. A veces antes de la merienda. Pero esta noche le pareció llevar una hora bajo las cobijas sin poder dormir. Creyó que quizás por la persiana blanca entraba demasiado brillo de la luz de la luna. Le gustaba la oscuridad para dormir. Como boca de lobo, que ni siquiera pudiera verse la mano al ponerla a dos centímetros de la nariz.
Tal vez si ponía algunos periódicos o su cobija sobre la ventana tendría suficiente oscuridad.
Se bajó de la cama, quitó la manta gris de lana y la levantó hasta engancharla en la varilla. Vaya, allá afuera estaba brillante de veras. Se volvió para mirar la puerta de su dormitorio. Madre estaba en su cama.
La persiana colgaba en lo alto de un rodillo con resortes, una cortina corrediza de lona que casi todo el tiempo cubría la pequeña ventana. No había nada que mirar más que el patio trasero. Kevin bajó la manta y levantó el borde inferior de la persiana.
Se apreciaba un resplandor opaco sobre las cenizas en el patio trasero. Se podía ver la caseta del perro a la izquierda, como si fuera de día. Hasta se veía cada tabla de la antigua cerca que rodeaba la casa. Kevin levantó los ojos al cielo. Una luna brillante que resplandecía como una bombilla le sonrió y él le devolvió la sonrisa. ¡Vaya!
Empezaba a bajar la persiana cuando algo más le llamó la atención. Un bulto sobre una de las tablas de la cerca. Parpadeó y observó. No, no era un bulto. Una…
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