Sam le gustaba… lo podía asegurar. Era la primera vez que Kevin había sentido esa clase de amistad por alguien.
Como a las ocho de la noche Samantha le dijo que debía estar en casa o sus padres se preocuparían. Se volvieron a escabullir por la cerca y ella lo ayudó a trepar otra vez por su ventana.
– Este será nuestro secreto, ¿de acuerdo? Nadie lo sabrá. Si me oyes dar golpecitos en tu ventana como a las siete sabrás que puedo jugar si tú quieres. ¿Trato hecho?
– ¿Quieres decir que podemos volver a hacer esto?
– ¿Por qué no? Mientras no te atrapen, ¿no?
– ¿Atraparme?
Kevin miró su ventana, luchando repentinamente con una urgencia de vomitar. No estaba seguro de por qué sintió náuseas; lo único que sabía era que si Madre lo averiguaba no se pondría feliz. Las cosas eran graves cuando Madre no se sentía feliz. ¿Cómo pudo él haber hecho esto? No hacía nada sin pedir permiso. Nunca.
– No te asustes, Kevin -lo consoló Sam poniéndole la mano en el hombro-. Nadie lo sabrá. Me gustas y quiero ser tu amiga. ¿Te gustaría?
– Sí.
Sam rió y le brillaron sus ojos azules.
– Quiero darte algo -manifestó ella mientras se quitaba una de las cintas rosadas de su cabello y se la entregaba-. No permitas que tu mamá la encuentre.
– ¿Es para mí?
– Para que no me olvides.
Por nada del mundo. De ningún modo.
– Hasta la próxima vez, compañero -se despidió ella extendiéndole la mano-. Chócala.
Él la miró, confundido.
– Mi papá lo dice. Es jerga callejera. Algo así -explicó ella, le agarró la mano y deslizó su palma en la de él-. Adiós. No olvides volver a atornillar tu ventana.
Entonces Sam desapareció.
Dos noches después regresó. Con más mariposas en el estómago y agudas campanillas de advertencia que le resonaban en la mente, Kevin se deslizó por su ventana.
Madre se daría cuenta. Sam lo tomó de la mano y eso hizo que él se animara, pero Madre lo averiguaría. El tintineo en su cabeza no se detendría.
***
Kevin se salió de los recuerdos. Un agudo timbre resonó. El se estremeció ante el sonido. Tardó un momento en hacer la transición desde el pasado.
El teléfono negro sobre el poyo sonaba. Era un aparato moderno con una campanilla de estilo antiguo que sonaba como un teléfono viejo de escritorio. Kevin lo miró, de pronto no estaba seguro de querer contestar. Casi nunca recibía llamadas telefónicas; pocas personas tenían motivos para llamarlo. La mayoría eran ventas por teléfono.
Había fijado el contestador para seis timbradas. ¿Y si fuera Samantha? ¿O el detective Milton?
El teléfono volvió a sonar. Contéstalo,Kevin. Por supuesto. Contéstalo.
Aceleró el paso hacia el poyo y agarró el auricular de la horquilla.
– ¿Aló?
– Hola, Kevin. ¿Encontraste mi regalito?
Kevin se quedó rígido. Slater.
– Tomaré eso como un sí. Hemos tenido un día lleno de incidentes, ¿no es verdad? Primero una llamadita telefónica, luego una bombita y ahora un regalito. Y todo en el espacio de cuatro horas. Hace que valga la pena toda la espera, ¿no lo crees?
– ¿Quién es usted? -demandó Kevin-. ¿Cómo es que me conoce?
– ¿Quién soy? Soy tu peor pesadilla. Te prometo que pronto estarás muy de acuerdo. ¿Cómo te conozco? Ta, ta, ta. El hecho de que aún tengas que preguntar justifica todo lo que tengo en mente.
¡Tenía que ser el muchacho! Santo Dios,¡sálvame! Kevin se desplomó lentamente al suelo. Esto no podía estar sucediendo.
– Oh, Dios…
– Dios no, Kevin. Definitivamente Dios no. Bueno, quiero que escuches con mucho cuidado, porque te voy a dar mucha información en poco tiempo. Cada simple dato es crítico si quieres sobrevivir a este juego nuestro. ¿Entiendes?
La mente de Kevin recorrió a través de los años, buscando a alguien que se pareciera a este tipo, alguien que tuviera algún motivo para hablarle de este modo. Nadie más que el muchacho.
¡Contéstame, asqueroso! -exclamó Slater.
– Sí.
Sí, ¿qué?
Sí, entiendo.
Sí, ¿entiendes qué?
– Que debo escuchar atentamente -contestó Kevin.
– Bien. Solo hay tres reglas en nuestro juego. Recuérdalas todas ellas. Una, no digas nada a la policía acerca de mis adivinanzas o de mis llamadas telefónicas hasta que haya pasado un tiempo. Entonces podrás decirles todo lo que quieras. Esto es personal… y no sería conveniente tener a toda la ciudad arrasada emocionalmente por una bombita que podría estallar. ¿Está claro?
– Sí.
– Dos, haces exactamente lo que digo, o te prometo que lo pagarás. ¿Bastante claro?
– ¿Por qué está usted haciendo…
– ¡Contéstame!
– ¡Sí!
– Tres, las adivinanzas seguirán llegando hasta que confieses. Desapareceré tan pronto como lo hagas. Así de sencillo. Uno, dos, tres. Haz que lo entienda tu cabezota y no tendremos problema. ¿Entiendes?
– Por favor, si solo me dice qué debo confesar, lo confesaré. ¿Por qué está usando adivinazas? ¿Puedo confesar sin resolver adivinanzas?
– La respuesta a las adivinanzas y la confesión son lo mismo -contestó Slater después de permanecer en silencio por unos instantes-. Esa es la primera y última pista. La próxima vez que trates de sacarme algo entraré allí y te cortaré una oreja, o algo igual de interesante. ¿Qué pasa, Kevin? Eres el brillante seminarista. Eres el inteligente pequeño filósofo. ¿Te asustan unas adivinanzas?
Las adivinanzas y la confesión son lo mismo. Así que quizás no se trata del muchacho.
– Esto no es justo…
– ¿Te pedí que hablaras?
– Usted me hizo una pregunta.
– La cual requiere una respuesta, no una conferencia. Por eso pagarás un pequeño precio extra. He decidido matar para ayudarte a entender.
– Usted… ¿acaba usted de decidir…? -balbuceó Kevin horrorizado.
– Quizás dos asesinatos.
– No, lo siento. No hablaré.
– Mejor. Y solo así nos entenderemos bien; entre todas las personas, tú eres quien tiene menos derecho a hablar de justicia. Podrás engañar a ese viejo tonto en el seminario, podrás hacer que todas las damas de esa iglesia crean que eres un joven tierno, pero yo te conozco, muchacho. Sé cómo funciona tu mente y de qué eres capaz. ¿Sabes qué? Estoy a punto de hacer salir la serpiente de su mazmorra. Antes de que hayamos terminado aquí el mundo sabrá toda la horrible verdad, muchacho. Abre la gaveta que tienes frente a ti.
¿La gaveta? Kevin se puso de pie y miró la gaveta debajo del poyo.
– ¿La gaveta?
– Ábrela y saca el teléfono celular.
Kevin abrió la gaveta. En la bandeja había un teléfono celular pequeño. Lo levantó.
– De ahora en adelante llevarás contigo este teléfono todo el tiempo. Está fijado para que vibre… no es necesario despertar a los vecinos cada vez que llamo. Por desgracia no podré llamarte al teléfono de tu casa porque los policías lo intervienen. ¿Entiendes?
– Sí.
Ya no cabía duda de que Slater había estado en casa de Kevin. ¿Qué más sabía?
– Hay otro asuntito que necesita nuestra atención antes de continuar, Te tengo buenas noticias, Kevin -la voz de Slater se hizo ronca y su respiración se volvió más pesada-. No estás solo en esto. Intento derribar a alguien más contigo. Su nombre es Samantha.
Hizo una pausa.
– Recuerdas a Samantha, ¿no es así? Deberías; ella te llamó hace poco.
– Sí.
– Te gusta, ¿verdad, Kevin?
– Es una amiga.
– No tienes muchos amigos.
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