¿Pero fue real la amenaza? ¿Quién haría saltar un auto por los aires en medio de una calle repleta de autos a causa de una adivinanza? Alguien intentaba hacerlo orinarse de miedo por alguna maníaca razón. O algún desequilibrado lo había escogido al azar como su próxima víctima, alguien que odiaba a estudiantes de seminario en vez de prostitutas, y que realmente pretendía matarlo.
Sus pensamientos le daban vueltas sin cesar. ¿Qué pecado? El había cometido sus pecados, por supuesto, pero ninguno que se destacara de inmediato. ¿Quése cae pero no se rompe?
El pulso le retumbaba en los oídos. Quizás debería salir de la carretera. ¡Claro que se saldría! Aunque solo hubiera una remota posibilidad de que Slater quisiera cumplir su amenaza…
Por primera vez Kevin se imaginó el auto explotando. Una onda de pánico le bajó por la columna vertebral. ¡Tenía que salir! ¡Tenía que llamar a la policía!
No ahora. Ahora debía salir. ¡Fuera!
Kevin levantó el pie del acelerador y lo lanzó bruscamente sobre el freno. Las llantas del Sable chirriaron. Una bocina chilló. El Mercedes.
Kevin giró la cabeza y miró por el vidrio de atrás. Demasiados autos. Debía encontrar un espacio vacío, donde la metralla que volara hiciera el menor daño. Aceleró el motor y se lanzó hacia delante. 12:05. ¿Pero cuántos segundos? Debía suponer que tres minutos terminarían a las 12:06.
Una docena de pensamientos le abarrotaron la mente: pensamientos de una repentina explosión, pensamientos de la voz en el teléfono, pensamientos de cómo los autos a su alrededor reaccionarían al salir disparado el Sable por el bulevar. ¿Quése cae pero no se rompe?¿Quése rompe pero no se cae?¿Quése cae pero no se rompe?¿Quése rompe pero no se cae? Miró alrededor frenéticamente. Debía desviar el auto sin dañar el vecindario. Esto no va a estallar,Kevin. Tranquilízate y piensa. Se pasó los dedos varias veces por el cabello en rápida sucesión.
Giró hacia el carril derecho, haciendo caso omiso de otro bocinazo. Una estación Texaco surgió a su derecha… no era una buena decisión. Más allá de la estación de gasolina, Cocina China del Dr. Won… apenas un poco mejor. No había parques a lo largo de esta sección de la avenida; las calles laterales estaban llenas de casas. Adelante multitudes llenaban afanosamente McDonald’s y Taco Bell. El reloj aún mostraba las 12:05. Llevaba mucho tiempo con las 12:05.
Ahora un verdadero pánico le confundía el pensamiento. ¿Y si estalla de veras? Estallará,¿no es así? Dios,¡ayúdame!¡Tengo que salir de aquí! Agarró la hebilla del cinturón de seguridad con mano temblorosa. Soltó la correa del hombro. Volvió a poner las dos manos en el volante.
Había un Wal-Mart a unos treinta metros de la calle a su izquierda. El enorme estacionamiento estaba solo medio lleno. Una amplia zona verde se extendía por el centro, como una cuneta natural, rodeando todo el estacionamiento. Tomó una decisión crítica: Wal-Mart o nada.
Kevin se apoyó en la bocina y recortó hacia el carril central con una rápida mirada a su retrovisor. Un chirrido metálico lo hizo volver… había golpeado a un auto. Ahora estaba en un lío.
– ¡Salgan de mi camino! ¡Fuera!
Se movió frenéticamente con su mano izquierda, golpeándose los nudillos contra la ventanilla. Gruñó y viró hacia el carril izquierdo. Con tremendo golpazo dio contra la separación de quince centímetros de alto y luego entró al tráfico que venía en dirección contraria. Se le ocurrió que ser embestido de frente tal vez no era mejor que explotar por los aires, pero ya estaba en la vía de una docena de autos que venían hacia él.
Chirriaron llantas y sonaron bocinas. El Sable solo recibió un golpe en su guardabarros trasero derecho antes de salir como un bólido hacia el otro lado de la calzada. Algo de su auto se arrastraba sobre el asfalto. Cortó a una camioneta que estaba tratando de salir del estacionamiento.
– ¡Cuidado! ¡Fuera de mi camino!
Kevin entró rugiendo al estacionamiento del Wal-Mart y miró el reloj. En alguna parte antes había cambiado. 12:06.
A su derecha el tráfico en el Bulevar Long Beach se había detenido ruidosamente. No todos los días un auto arremetía contra el tráfico en sentido contrario como si fuera una bolera.
Kevin pasó a toda velocidad varios clientes boquiabiertos y apuntó directamente a la zona verde. Solo vio la zanja cuando ya estuvo en lo alto. Al llegar a ella se reventó una llanta del Sable; esta vez la cabeza de Kevin golpeó el techo. Un dolor sordo le bajó por la nuca.
¡Fuera,fuera,fuera!
El auto voló dentro de la zanja y Kevin empujó el pedal del freno hasta el piso. Por un fugaz momento pensó que se iba a volcar. Pero el auto se deslizó hasta detenerse sacudiéndose, con el morro plantado firmemente en la ladera opuesta.
Agarró la manija de la puerta, la abrió de un empujón, y se lanzó al césped, rodando al caer. Se levantó y subió la ladera hacia el estacionamiento. Al menos una docena de espectadores se dirigían hacia él desde la multitud de autos estacionados.
– ¡Atrás! ¡Regresen! -gritó Kevin agitando las manos hacia ellos-. Hay una bomba en el auto. ¡Regresen!
Ellos lo miraron por un instante con horror. Luego todos menos tres se volvieron y salieron corriendo, repitiendo a gritos la advertencia de Kevin.
– Regresen, ¡idiotas! -les gritó Kevin furiosamente a los otros agitando las manos-. ¡Hay una bomba!
Salieron corriendo. Una sirena ululó en el aire. Alguien ya había llamado a la policía.
Kevin debió correr unos buenos cincuenta pasos desde la zona verde antes de ocurrírsele que la bomba no había estallado. ¿Y si después de todo no había bomba? Se detuvo y se volvió, jadeando y temblando. Estaba claro que los tres minutos habían pasado.
Nada.
¿Después de todo fue una broma? Quienquiera que hubiera llamado había hecho casi tanto daño con la sola amenaza como si hubiera hecho detonar una verdadera bomba.
Kevin miró alrededor. Una multitud boquiabierta se había reunido en la calle a una distancia segura. El tráfico se había detenido y estaba retrocediendo hasta donde él lograba ver. Salía silbando vapor de un Honda azul… probablemente del que le golpeó el guardabarros trasero derecho. Allí debía de haber unos cuantos centenares de personas mirando al chiflado que había lanzado su auto dentro de la zanja. Excepto por el creciente ulular de sirenas, la escena se había vuelto fantasmagóricamente silenciosa. Retrocedió un paso hacia el auto.
Al menos no había bomba. Unos cuantos motoristas enojados y algunos guardabarros torcidos, ¿y qué? Había hecho lo único que podía hacer. Y en realidad allí aún podría haber una bomba. Dejaría eso para la policía una vez que explicara su historia. Sin duda ellos le creerían. Kevin se detuvo. El auto estaba inclinado en tierra con su llanta trasera izquierda en el aire. Desde allí todo parecía una burla.
– ¿Dijo usted bomba? -gritó alguien.
Kevin se volteó a mirar a un hombre de edad madura con cabello blanco y una gorra de béisbol de los Cardinals.
– ¿Dijo usted que había una bomba? -le preguntó el hombre mirándolo a los ojos.
Kevin volvió a mirar el auto, sintiéndose repentinamente ridículo.
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