– Tienes una mente brillante, Kevin -elogió el decano, mirando fijamente al exterior-. He visto muchas personas ir y venir, pero pocas con tu misma tenacidad por la verdad. Pero créeme, las cuestiones más profundas pueden enloquecer a un hombre; el asunto de la maldad es uno de ellos. Serías prudente en exponerlo sin prisa.
Kevin miró directamente a los ojos grisáceos del hombre y por un momento ninguno de los dos habló. El decano hizo un guiño y le ofreció a Kevin una ligera sonrisa. Kevin quería a este hombre como a un padre.
– Es usted un hombre sabio, Dr. Francis. Gracias. Lo veré en clase la semana entrante.
– No olvides tu artículo.
– No.
El decano hizo una reverencia.
Kevin bajó un peldaño hacia el rellano de concreto y se volvió.
– Solo una última idea. En términos absolutos, el chisme no es muy diferente del asesinato, ¿verdad?
– Esencialmente no.
– Entonces el obispo es esencialmente capaz de matar, ¿no es así?
– Eso es exagerar un poco -contestó el decano arqueando la ceja derecha.
– No, en realidad -objetó Kevin sonriendo-. Tampoco es más malo.
– Hiciste una buena observación, Kevin. Me aseguraré de advertir al obispo contra cualquier urgencia repentina de matar a sus conciudadanos.
Kevin rió. Dio la vuelta y bajó la escalinata. La puerta se cerró detrás de él con un golpe suave. Se volvió. Ya no había nadie en los peldaños.
Se encontraba solo. Un extraño en un mundo extraño. ¿Cuántos hombres adultos mirarían un tramo de peldaños recién desalojados por un profesor de filosofía y se sentirían totalmente solos? Se rascó la cabeza y despeinó su cabello.
Kevin se dirigió al estacionamiento. La sensación de soledad le desapareció antes de llegar a su auto. Eso era bueno. Estaba cambiando, ¿verdad que sí? La esperanza de cambio era la razón de haber decidido llegar a ser sacerdote. Había escapado a los demonios de su pasado y comenzado una nueva vida como nueva criatura. Había depositado su viejo yo en la tumba y, a pesar de los persistentes recuerdos, estaba volviendo a vivir, como un álamo en primavera.
Mucho cambio en muy poco tiempo. Dios mediante, el pasado seguiría sepultado.
Sacó su Sable beige del estacionamiento y se perdió entre el continuo flujo de tráfico en el Bulevar Long Beach. Maldad. El problema de la maldad. Como el tráfico… nunca se acaba.
Por otra parte, la gracia y el amor no estaban precisamente huyendo asustados, ¿verdad? El tenía mucho más de qué estar agradecido de lo que alguna vez imaginó. Gracia, para empezar. Un buen instituto con buenos profesores. Su propia casa. Quizás no tenía montones de amigos a quienes llamar cuando se le antojara, pero sí tenía algunos. Uno al menos. Le caía bien al Dr. John Francis.
Se encorvó. Bueno, así que tenía un camino adonde ir en el frente social. Samantha lo había llamado. En las últimas dos semanas habían hablado un par de veces. Y Sam no se quedaba atrás. Ahora era una amiga. Quizás más que una…
Su teléfono celular sonó fuertemente en el estuche. Había comprado el aparato una semana atrás y solo lo usó una vez llamando a su casa para ver si funcionaba. Funcionó, pero solo después de haber activado el correo de voz, para lo cual debió llamar al vendedor.
El celular volvió a sonar y Kevin lo agarró. El aparatito era tan pequeño como para tragárselo si se tiene mucha hambre. Pulsó el botón rojo y al instante supo que ese no era el que debía pulsar. Pasó por alto el «enviar» sobre el botón verde. Verde es para continuar y rojo para detenerse, le había dicho el vendedor.
Kevin se llevó el teléfono al oído, no oyó nada y lo lanzó al asiento del pasajero, sintiéndose ridículo. Probablemente era el vendedor que llamaba para preguntar si estaba disfrutando su nuevo teléfono. Sin embargo, ¿por qué se molestaría un vendedor en dar seguimiento a una compra de diecinueve dólares?
El teléfono volvió a chirriar. Detrás de él sonó una bocina. Un Mercedes azul lo hostigaba por detrás. Kevin aceleró y agarró el teléfono. Luces rojas de frenos ocupaban los tres carriles adelante. Disminuyó la velocidad… el Mercedes tendría que tranquilizarse. Presionó el botón verde.
– Aló.
– Hola, Kevin.
Voz de hombre. Baja y resonante. Estirada para acentuar cada sílaba.
– ¿Aló?
– ¿Cómo te va, mi viejo amigo? Bastante bien por lo que puedo deducir. Qué bueno.
El mundo alrededor de Kevin se desvaneció; detuvo el auto detrás de la multitud de luces traseras rojas, sintió la presión de los frenos como una distracción distante. Su mente se centró en esta voz al teléfono.
– Lo… lo siento. No creo que…
– No importa si no me conoces -contestó la voz e hizo una pausa-. Yo te conozco. Es más, si crees de veras que estás hecho para esta tontería de seminario debo decirte que te conozco mejor que tú mismo.
– No sé quién se cree usted, pero no tengo idea de qué está hablan…
– ¡No seas estúpido! -chilló la voz en su oído.
El hombre respiró profunda y ásperamente.
– Perdóname -volvió a hablar con calma-, en realidad no quise gritarte, pero no me estás escuchando. Es hora de dejar de fingir, Kevin. Crees que has engañado a todo el mundo, pero a mí no me has convencido. Es hora de levantar la liebre. Y te voy a ayudar a hacerlo.
Kevin apenas podía comprender lo que estaba oyendo. ¿Se trataba de algo real? Debía ser una broma. ¿Peter? ¿Lo conocía Peter, de la clase de introducción a la psicología, tanto como para gastarle una broma tan pesada como esta?
– ¿Qui… quién habla?
– Te gustan los juegos, ¿no es así, Kevin?
No había manera de que Peter pudiera actuar con ese tono.
– Está bien -expresó Kevin-. Basta. No sé qué…
– ¿Basta? ¿Basta? No, no lo creo. El juego apenas empieza. Solo que este no es de los que juegas con todos los demás, Kevin. Este es de veras. ¿Podría dar la cara el verdadero Kevin Parson, por favor? Pensé en matarte, pero decidí que esto sería mucho mejor -dijo el hombre haciendo una pausa y lanzando un suave sonido que parecía un gemido-. Esto… esto te destruirá.
Kevin miró adelante, anonadado.
– Puedes llamarme Richard Slater -continuó el individuo-. ¿Te suena? En realidad prefiero Slater. Y he aquí el juego que a Slater le gustaría jugar. Te daré exactamente tres minutos para llamar al periódico y confesar tu pecado, o haré saltar por los aires ese ridículo Sable que según tú llega a las nubes.
– ¿Pecado? ¿De qué está usted hablando?
– Esa es la pregunta, ¿verdad? Yo sabía que lo ibas a olvidar, estúpido impertinente.
Otra pausa.
– ¿Te gustan las adivinanzas? He aquí una para refrescarte la mente: ¿Quése cae pero no se rompe?¿Quése rompe pero no se cae?
– ¿Qué? ¿Qué es…?
– Tres minutos, Kevin. Empezando… ya. Comencemos los juegos.
La llamada se cortó.
Kevin miró adelante por un instante, con el teléfono aún en el oído.
Sonó un bocinazo.
Los autos de adelante se estaban moviendo. El Mercedes estaba otra vez impaciente. Kevin presionó el acelerador, y el Sable se impulsó hacia delante. Puso el teléfono sobre el asiento del pasajero y tragó saliva, con la garganta seca. Miró el reloj, 12:03.
Estábien,circula. Mantente tranquilo y marcha.¿Sucedióesto de veras?¡Por supuesto que sucedió! Algún demente que dice llamarse Slater acaba de llamar a mi celular y amenazócon volar mi auto. Kevin agarró el teléfono celular y miró la pantalla: «Desconectado, 00:39».
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