Anthony Hyde - China Lake

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Jack Tannis es un veterano de la Guerra Fría, quien formó parte de una campaña para salvaguardar la tecnología militar de los Estados Unidos de aquellos que pretendían hacérsela llegar a sus enemigos, la Unión Soviética. David Harper, por otra parte, fue una vez identificado como el miembro vital de una tendenciosa conspiración que ambicionaba poner en aprietos a los Estados Unidos y a sus aliados. Aunque Tannis no estaba convencido de la culpabilidad de Harper, las pruebas eran difíciles de rebatir, por lo que Tannis mantuvo sus dudas para sí, y David Harper fue declarado traidor.
Décadas más tarde, Tannis se verá obligado a recordar el incidente cuando una misteriosa llamada, en nombre de Harper, le encamina hacia el Centro Naval de Armas en China Lake, donde descubrirá el cadáver de un refugiado político de la Alemania del Este, lo que le llevará a reabrir el caso Harper. Mientras tanto, David Harper, que anda forjándose una carrera como fotógrafo de la naturaleza, también tendrá que recordar el pasado de forma macabra, por lo que empezará a reconsiderar aquellas circunstancias que le llevaron a la desgracia.

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Tannis se detuvo unos segundos preocupado por el caballo, pero éste apenas se movió. Satisfecho, estudió la entrada desde más cerca. Se percató de que en realidad era la entrada natural de una cueva. Tenía alrededor de dos metros de ancho, pero era bastante baja. Tendría que agacharse para traspasarla. Vaciló; era hombre muerto si había alguien esperándole dentro, pero ya no tenía elección, así que se agachó tanto como pudo y entró.

De inmediato la oscuridad, la total, completa, última oscuridad, lo envolvió. Era una negrura tan intensa que podría haber sido galáctica. Era una ausencia de luz tan absoluta que tenía una fuerza peculiar que le era propia. Se quedó paralizado. Durante unos instantes sencillamente no se pudo mover. Y luego, con una muda maldición contra sí mismo, se dejó caer de rodillas. Esperó. Sin duda sus ojos acabarían por adaptarse. Pero no lo hicieron. Estaba ciego. Era un moribundo. Sus ojos se habían cerrado y todo lo que le quedaba eran los sonidos de su cuerpo, el roce del aire sobre su mejilla. Uno a uno, también ellos se desvanecerían. «Joder.» Llevaba consigo una pequeña linterna pero no quería usarla. Con ella sólo conseguiría descubrirse. Así que empezó a gatear hacia delante sobre manos y rodillas, tentando el camino cuidadosamente. ¿Habría utilizado Harper una luz? Con independencia de lo que representara aquel oscuro agujero, lo había atravesado con cierta rapidez. ¿Le habría dicho la mujer que no corría peligro llevando una luz? Quizá sí, quizá sí, pero estaba condenado si se demostraba que su fe en esa posibilidad era excesiva, de modo que siguió adelante, estirando primero la mano antes de deslizar todo el cuerpo, prudencia que se vio recompensada cuando su brazo se agitó en el vacío. No había nada por delante de él. Estaba en un saliente. Su mano, arrastrándose hacia él, topó con un borde de piedra. Se asió a él. Colocó también la otra mano. Y moviéndose arbitrariamente hacia la derecha, fue siguiendo el reborde hasta que se golpeó la rodilla con algo duro. Se detuvo en seco. Pero la mano derecha descubrió un trozo de cable. Lo recorrió; estaba unido al ajuste metálico con el que había tropezado, y un poco más allá, descubrió la misma unión a medio metro. Se dio cuenta de que era una escala que se adentraba en el negro vacío que tenía ante sí.

Tenía que seguir.

Lo sabía, pero no le gustaba. «Hijo de puta. Hijo de puta. Bueno, todos lo somos, ¿no…?» Sacó su viejo Zippo y lo encendió. La mecha prendió con una llama amarilla y un olor a gasolina tan acre que pareció devolverlo al mundo. Su luz le mostró un poco del lugar donde se hallaba: un saliente de piedra, al cual se fijaban los dos pesados escudetes de hierro. El cable estaba sujeto a ellos mediante tensores. Pero eso no bastaba. ¿Qué era aquel lugar? ¿Qué demonios había allá abajo? ¿Y qué profundidad había hasta allí? Así que al final sacó la linterna y apuntó con ella hacia la entrada (la vio fugazmente) y luego, con cautela, hacia el techo de la cueva, el vestíbulo y el camino que acababa de recorrer. Emergieron formas. Una especie de torre perforadora. Poleas y cables que en apariencia llegaban hasta un motor… Era el equipo que debía esperarse, teniendo en cuenta lo que había en la otra cueva de fundición. De algún modo se izaba el mineral hasta allí para cargarlo en los burros. Apagó la luz. Se inclinó hacia delante. La cuestión era si debía bajar.

Tumbándose de bruces asomó la cabeza por el reborde. No vio absolutamente nada. Cada nueva zona de oscuridad era más impenetrable que la anterior. Sin embargo captaba un cambio en la atmósfera, un indicio de aire moviéndose, una corriente fría. Pero ni un solo sonido. Se dijo a sí mismo: «No hay nadie ahí.» Y no había oído nada. Si Stern estaba esperando, tendría que haberse desembarazado primero de Harper y sin duda él lo habría oído… Tenía sentido, ¿pero era suficiente para sacar el culo por el borde? Sí. Giró en redondo, se apoyó sobre el estómago, pasó las piernas por el borde, se agarró a aquellas dos gruesas barras de metal con fuerza y tanteó el vacío con los pies… Halló el primer peldaño. El segundo. El cable osciló un poco y crujió. Si alguien enfocaba una luz en dirección a él era hombre muerto. Su cabeza estaba por debajo del nivel del saliente. Siguió y siguió, pero dejó de contar a los treinta peldaños. Al menos había cincuenta. Sus pies tocaron suelo por fin y estiró la mano en medio de la oscuridad más intensa que había conocido nunca.

No podía dar un solo paso. Acercó la mano a la nariz y no se vio los dedos. Y cuando volvió a encender el Zippo, sus pupilas estaban tan dilatadas que la llama lo deslumbró, hiriente. Pero no le proporcionó luz alguna. Extendió el brazo hacia delante y al moverse en círculo todo lo que vio fue la llama amarilla y vacilante moviéndose con él. Su pequeña luz se burlaba de él no desvelando nada en absoluto. Finalmente, una vez más tuvo que encender la linterna. Halló la escalera bajo el haz de luz. Al recorrer el suelo halló a unos diez metros de donde él estaba unos raíles metálicos. Un cable discurría por un costado de los mismos. Supuso que el cable debía de estar atado a un torno a un extremo, y a una especie de vagoneta, que discurriría por los raíles, por el otro. Así era como Stern transportaba el mineral. Enfocó el cable con la luz de la linterna y lo siguió hasta que lo vio atravesar una pequeña abertura por donde se salía de la caverna en que se hallaba. Fue entonces, justo mientras su mente encajaba las piezas de aquel rompecabezas de industriosidad, cuando oyó el primer disparo.

Al instante Tannis apagó la linterna.

Se produjo el eco del sonido, reverberó. Se extinguió. Pero sin duda había sido un disparo. Aunque a distancia considerable. Escuchó y le llegaron dos nuevos disparos en rápida sucesión; los sonidos y sus ecos se superpusieron en ondas. Un rifle. Y una pistola. Eso le pareció, al menos. Y muy lejos. Siguió un profundo silencio. No oía nada. El silencio, tras el súbito estallido de los disparos, llevaba a sus oídos el sonido de su sangre, del latido de su corazón, de la ráfaga de aire en sus pulmones. Esperó un rato. Luego, cuando siguió sin oír nada, extendió los brazos hacia delante y caminó hacia la abertura que la linterna había iluminado. Era evidente que los diparos debían de proceder de alguna caverna más profunda a la que que aquella abertura conducía. Tanteó los bordes de la misma con los dedos. Tendría que agacharse. Se metió dentro con la mano extendida por delante y encontró una pared curvada de metal. Encorvado, caminó arrastrando los pies y sólo después de haber recorrido unos doscientos metros comprendió que la estructura en la que se hallaba, aunque muy parecida a una alcantarilla, estaba en realidad fabricada con los paneles del fuselaje de un avión. No estaban completos (había tocado un hueco de piedra desnudo), pero desde luego tenía sentido; si uno se dedicaba a buscar por aquel desierto, podía encontrar muchos paneles de antiguos aviones usados como objetivo. Rezumaba agua y caía en gotas. La mano que extendía ante él se cubrió de arenisca. Vislumbró una pequeña luz. No era el final del túnel, sino una curva, y un pequeño destello de luz, que debía proceder verdaderamente del final del túnel, llegaba hasta allí.

Se acercó cautelosamente a la curva. Luego, acuclillado, miró fijamente la luz para comprobar si se perfilaba alguna sombra contra ella. Sólo cuando estuvo seguro de que no había nadie siguió adelante. Vio entonces el final del túnel, un truncado disco de luz tenue y dorada, y avanzó más deprisa. Por fin se detuvo y volvió a acuclillarse a un metro más o menos del final. En aquel punto veía el exterior, pero permanecía oculto.

Sin embargo, no había gran cosa que ver. Obviamente estaba mirando el interior de una caverna mucho más grande que la anterior, iluminada en apariencia por algún medio, puesto que sobre la húmeda piedra relucían largas lenguas de luz. Tan sólo desveló un detalle. A unos tres metros de la abertura del túnel había un pequeño montículo de piedras quebradas. Esperó de nuevo. Seguía sin oír nada. Salió corriendo muy agachado en dirección al montículo.

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