Anthony Hyde - China Lake

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Jack Tannis es un veterano de la Guerra Fría, quien formó parte de una campaña para salvaguardar la tecnología militar de los Estados Unidos de aquellos que pretendían hacérsela llegar a sus enemigos, la Unión Soviética. David Harper, por otra parte, fue una vez identificado como el miembro vital de una tendenciosa conspiración que ambicionaba poner en aprietos a los Estados Unidos y a sus aliados. Aunque Tannis no estaba convencido de la culpabilidad de Harper, las pruebas eran difíciles de rebatir, por lo que Tannis mantuvo sus dudas para sí, y David Harper fue declarado traidor.
Décadas más tarde, Tannis se verá obligado a recordar el incidente cuando una misteriosa llamada, en nombre de Harper, le encamina hacia el Centro Naval de Armas en China Lake, donde descubrirá el cadáver de un refugiado político de la Alemania del Este, lo que le llevará a reabrir el caso Harper. Mientras tanto, David Harper, que anda forjándose una carrera como fotógrafo de la naturaleza, también tendrá que recordar el pasado de forma macabra, por lo que empezará a reconsiderar aquellas circunstancias que le llevaron a la desgracia.

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– Pero Vogel halló este lugar y fue a pedirte ayuda. Y tú viste tu oportunidad. Lo mataste…

– Bueno…

– Pero quedaron cabos sueltos, Rudy.

– No sabía que tenía una hija. Pero eso no representa un problema, te lo aseguro…

– Pero, Rudy, todavía hay cabos sueltos. Su casa. ¿Por qué no pensaste en eso? Aún está a su nombre. Lo descubrirán. Son lentos, pero al final atarán cabos.

– Quizá sí, Jack, pero ése es el tipo de cosas que tú sabes cómo arreglar. ¿No es cierto? Tú podrías hacerlo, Jack. Creo que tú podrías.

– Si quisiera.

– Jack…

– Se ha terminado. Todo. Todo ha concluido. -Sí, qué venía ahora, ésa era la cuestión.

– No. Tengo mucho dinero, de aquí. Más del que podrías soñar.

Dinero. Si eso era lo que quería…

– Has tenido mucho tiempo para disfrutarlo.

– Jack, escucha… -Eso era, hacerle suplicar. Ahora lo había perdido todo. Apenas podía sostener la pistola en la mano. «Te necesita y lo sabe. Bueno, estos tipos siempre te necesitan. Alguien con quien compartir sus secretos. No tienen la fortaleza suficiente.» Podía acercarse sencillamente y arrebatarle la pistola. ¿Pero qué venía después? Esa era la cuestión. Y Stern prosiguió-. Podríamos hacerlo. Todo saldría bien. No habría ningún problema, excepto… -No, Stern no era ningún problema. Stern ya era hombre muerto. Podía matarlo y no quedaría nada por hacer excepto… Harper. ¿Qué otra cosa podía haber querido decir Stern? Excepto Harper. Aunque Harper nunca había sido un problema. Difícilmente podía serlo, excepto… Fue justo entonces cuando Harper hizo su movimiento. Incluso Tannis lo vio. Bueno, ambos lo vieron: un cambio de postura, un movimiento que levantó su pierna; estaba sentado, reclinado a medias, así que, si lo que quería era subirse los calcetines, no tenía más que extender las manos. Los ojos de Stern parpadearon incluso. Por primera vez apartó los ojos de Tannis, pero sólo para echar un vistazo al rifle que relucía en la oscuridad a cuatro metros y medio de distancia. Sin embargo su pistola no se movió. Seguía apuntando a Tannis. Quien, por su parte, sólo comprendió lo que ocurría en el mismo instante en que sucedía. Pero entonces ya era demasiado tarde. Nunca hubiera pensado que David llevara otra arma, que supiera nada de armas. Aunque era posible. Al fin y al cabo era de esperar que un hombre que había hecho películas sobre serpientes, sobre animales agresivos en zonas salvajes del mundo supiera distinguir el cañón de un arma de la culata, e incluso saber cómo llevar un arma pequeña con desenvoltura, si tenía que estar metido en un escondrijo o subido a un árbol. En cualquier caso, Tannis sólo vio en el último segundo lo que Harper llevaba atado a la pierna: el barato y pequeño revólver Charter Arms que Marianne le había dado. Tannis llegó a moverse, para detenerlo, pero estaba demasiado lejos y aunque hubiera estado mucho más cerca no habría supuesto diferencia alguna. Porque Stern había movido los ojos; lo había perdido durante ese instante crucial en que Harper había alzado el revólver y el dedo de Stern había apretado el gatillo. Los disparos cayeron uno detrás de otro, el de Stern y el de Harper. Sonaron con estrépito y Tannis lanzó un grito de agonía, oyendo su propio grito en la distancia, mientras notaba que le volaba la rodilla y contemplaba a Stern doblarse por el estómago. Cayó y rodó. Stern se había agachado en la penumbra que había bajo el andamio. Tumbado, temblando, con una conmoción («eso es, deja que pase»), Tannis jadeó buscando aire y un momento después vio a Stern dirigiéndose hacia el túnel. Y luego debió de perder el conocimiento («eso es, recupéralo, aguántalo, sigue»), porque entonces vio a Harper, agachado, cauteloso, caminando en pos de Stern. «Hijo, quizá no sea una buena idea.» Luego sonó un disparo, y otro. Después un último y horripilante grito, qué sonido, pero ahí estaba. ¿No era absolutamente auténtico? Un grito, palabras no, ni risas, ni ninguna de las diversas posibilidades que distinguen realmente a los hombres de los animales. No era un grito de agonía, sino de la certeza de saber que uno va a morir. Sí, a eso se reducía todo. Aquel gran cerebro lleno de ecuaciones, hechos, puntos de fusión y números atómicos, coeficientes de expansión, espectros, longitudes de onda, problemas, métodos, definiciones, en realidad era lo mismo que sangre roja y sangre amarilla coagulada, juntas en tus manos, nada más, todo junto, exactamente la misma mierda. «¡Sí! ¡Grita cuanto quieras! Todo es jodidamente igual…» ¿O era Tannis, mordiéndose el brazo, tratando de no gritar por su propia agonía? Porque estaba sudándola. Se ocultaba en sus ojos. Yació allí, escuchando, oyendo el terrible silencio, pero pensando aún. «Puedes ganar, aunque no ha acabado.» Oh, sí. Eso estaba claro. Pero entonces la tierra tembló y hubo un tremendo estallido, una conmoción tan potente que hizo rodar a Tannis. Al parecer Stern no se estaba echando un farol.

Aquel lugar tenía trampas explosivas. Tannis se cubrió la cabeza cuando llovieron las piedras a su alrededor y luego se ahogó en medio de la terrible polvareda. A través de la cual, un momento después, apareció el rostro de Harper, desencajado, fantasmal, pero finalmente visible, cercano, junto al suyo. Y una cosa más. Sus manos estaban vacías. El horror del túnel había sido demasiado para él. No llevaba arma.

19

El polvo era terrible.

Tannis lo vio arremolinarse, impelido por la explosión, en una gran oleada que se extendió por toda la caverna y se levantó luego en un encumbrado penacho irritante.

En un momento, tumbado de espaldas, mirando hacia arriba, apenas pudo ver. La arenilla lo cegó y lo ahogó; una bocanada y ya jadeaba buscando aire. Giró la cabeza hacia el costado, pero allí el polvo se hizo más denso. Parecía surgir de todas partes. Además, se habían apagado todas las luces, de modo que el polvo era una especie de humo, como si la caverna se hubiera convertido en una caldera o en una chimenea.

Sin embargo, en medio de todo aquello, Tannis supo que lo había conseguido; ahora estaba libre. Y el hecho de que Harper lo hubiera hecho por él era el perfecto punto final. Pobre Harper. Era el paso final. Y entonces todo habría concluido, todo. El polvo se arremolinó en torno a él. Cerró los ojos para protegerlos. Sus dedos apretaron la pistola; sí, a pesar del dolor la había encontrado en la oscuridad. Reflexionó. Era el tipo de cosas de las que uno debía estar seguro. No quería quedar como un idiota. Había disparado al farol del fondo de la cueva. Uno. Luego había disparado al aire, sin motivo. Eso hacía dos. Luego había alentado a Harper con tres, cuatro, cinco. ¿O había habido otro? Pongamos seis. De todos modos resultaba perfecto. Casi

poético; sólo una bala, la única que necesitaba, el séptimo tiro, limpio y cómodo, de su pistola automática calibre 45 de reglamento.

Todo concluido…

Ése era el problema. Claro está que ya lo sabía. ¿Acaso no lo había sabido desde el principio? Era su misma finalidad, el círculo cerrándose de manera perfecta, lo que le hacía pensar a uno: «¿Y qué viene después?»

¿Por qué no?

¿Por qué no ahora, después de todo?

Pero la respuesta se le escapó, llevándose la pregunta con ella, por el momento. («¿Olvidas algo en realidad?, ¿no está tan sólo esperando el momento de reaparecer?»)

Pero no ahora. Ni en ese momento. Cuidadosamente, con cautela, se volvió de lado. El dolor de la pierna no era muy intenso, pero estaba ahí. Bueno, aún podía sentirla. Según decían, si puedes sentirlo aún no está muerto. Y además había una luz. Tumbado de espaldas había estado mirando hacia la nada que había sobre su cabeza, así que no era de extrañar que no pudiera ver. Pero ahora había una luz más allá. Harper había ido a buscarla, recordó, era un farol que colgaba de los restos del andamio a cierta distancia por el otro lado. Brillaba oscuramente en las tinieblas. Sin embargo proporcionaba claridad y a su luz el polvo no era negro en realidad. Las motas de color plata, claro, o de gris claro, danzaban locamente, al azar. Gruñó. Bueno, probablemente era el arsénico. Cerró los ojos. La pierna era puro dolor. Pero no era tan malo Lo peor era el sabor que tenía en la boca. Empezó a escupir tratando de librarse de él. Jesús. Apenas podía respirar. Observó a Harper. Lo veía como a una sombra. La luz estaba bastante alta en el andamio y trataba de bajarla. Luego volvería junto a él. Tannis oprimió la pistola. Un tiro, eso era todo lo que necesitaba. Luego se habría acabado todo. Todo habría concluido. Sí, bueno, lo sabía, pero su mente volvió a desviarse. Recordaba… el recuerdo era muy borroso, aunque sabía exactamente de qué se trataba; la peculiar oscuridad, su malestar, la pistola, todo se combinaba para excitar su memoria: 2 de diciembre de 1943. ¿O era el tres? Nadie lo sabía con exactitud. Ninguno de ellos se había parado a tomar notas sobre sí mismos. Pero fue la noche anterior a la primera prueba en China Lake y siempre que la recordaba se preguntaba por qué había fingido estar dormido. En realidad no era nada, pero siempre se lo preguntaba. Había estado tumbado allí, despierto toda la noche, enroscado en su saco de dormir y les había oído llamándole y él había cerrado los ojos fingiendo. Fingiendo estar dormido. Hacía mucho tiempo. Sin embargo lo recordaba muy bien. Había viajado con los otros en las carretas de CalTech y en unas cuantas camionetas para reunirse con el equipo principal, Emory Ellis, Burnham Davis, Calvin Mathieu. Aquéllos eran los jefes. Los recordaba a todos. Ellis le caía bien. Era un hombre de rostro anguloso con gafas. Un químico. Estaba especializado en bacterias. Bueno, ahí estaba. Era del Medio Oeste, de Illinois, y había trabajado para empresas de alimentación o algo parecido, pero sabía cómo funcionaban las cosas. Por ejemplo, era un excelente conductor en el desierto. Exacto. Sabía cómo se tenían que hacer las cosas, cosas prácticas, que lo convertían en alguien perfecto para China Lake. De hecho, fue él quien salvó el día, porque había llevado pistola. Ese había sido el problema. Al llegar a la base, con cohetes de 3,5 pulgadas, habían descubierto que no había seguridad, ni siquiera un cobertizo con un candado para guardarlos. No había un solo edificio en la base que estuviera terminado. Aunque en realidad, nunca llegó a terminarse nada, al menos durante años; siempre estaban construyendo, la arena y el polvo del cemento eran tan malos como el que ahora padecía. Y aquella noche hacía un frío helador. Se congelaba uno los sesos en el jodido desierto. Habían desplegado sus sacos de dormir en una cabaña prefabricada sin puertas ni ventanas. Alguien colocó un panel de una caja de embalar sobre el hueco de la puerta para intentar evitar que entrase el viento. Y nadie pudo dormir. Tannis no pudo dormir. Tenía demasiado frío. Estaba nervioso. Pero la idea era que se habían turnado para hacer guardia con la pistola de Ellis, la única arma en una base militar que iba a derrotar a los japoneses nada menos, y ahí estaba el quid de la cuestión: cuando llegó su turno, cuando alguien susurró: «Hey, Cracker Jack», fingió estar dormido. Eso fue lo que recordó en ese momento, tumbado en medio del polvo, que se había quedado tendido allí, acurrucado en su saco de dormir (tapada la cabeza, con las manos entre las piernas) intentando calentarse y fingiendo estar dormido. ¿Por qué? ¿Por qué había sido tan importante? No estaba dormido, no había dormido un solo minuto, había estado tumbado escuchando la sosegada charla de los otros, una radio. Recordaba aún el zumbido de aquella radio, un boletín de noticias, entonces estaban luchando en Italia, en el frente invernal («Jesús, no puede hacer más frío que aquí»), pero tan pronto como había oído su nombre había cerrado los ojos, fingiendo. Simulando que dormía. ¿Por qué era eso tan importante? Fingir que dormía. Sabía que estaba despierto, pero ellos no, ¿era eso?

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