Tampoco ella, sin embargo, podía dejarlo ir del todo. Se dio media vuelta girando sobre los pies fijos en el suelo.
– ¿Por allí?
– Puedo enseñárselo.
– Pero no podías -oyó decir a Harper-. ¿No es cierto? ¿Habías estado antes allí?
– Ya te lo he dicho, era la primera vez que veía esta parte del país. Lo que importa es que ella me creyó. Eso fue lo primero. Nunca lo comprendí en realidad. ¿Pretendía gastarle una broma a aquel hombre, fastidiarle, o qué? Cualquier cosa. Nunca lo supe. Ocurrió muy deprisa. Ella dio media vuelta y cogió la cámara, y yo cogí el trípode. -Dios, pensó, le pesaba tanto sobre los hombros, se le clavaba como la hoja de un cuchillo, pero por supuesto no podía demostrarlo. Así que echaron a andar por el desierto, con la chica por delante. Tannis escuchaba los latidos de su corazón como los de un pájaro. Se dirigía a ninguna parte. No tenía ni idea de adónde podía ir. Diez pasos y ya estaba desesperado. Se dijo que si no encontraba algo para que ella hiciera una fotografía se moriría allí mismo, y luego se dio cuenta de que no se iba a morir de verdad (era un chico juicioso), pero sí que sufriría algo peor: una herida, un golpe que se curaría al final, pero que le dejaría deforme para siempre. Así que estaba realmente desesperado, motivo sin duda por el que fue capaz de transportar aquel trípode como lo hizo. En diez minutos estaba sudando, tropezaba. Diez minutos más tarde, cuando echó una rápida mirada hacia atrás, apenas se veía ya la camioneta. En cuanto a la chica, caminaba con dificultad por delante, cada paso de sus botas militares dejaba una nítida huella sobre la arena que él iba siguiendo, y sólo se volvió para mirar una vez. Su mano se movió entonces hacia la mejilla para echarse el pelo por detrás del hombro y sus labios esbozaron una sonrisa para animarlo a continuar. Finalmente llegaron a un barranco que se extendía en un amplio estuario de arena que se fundía con el desierto. Ambos estaban exhaustos y se desplomaron sobre unas rocas al unísono, como si les hubieran dado una señal. La chica inclinó el torso, con la cabeza a la altura de las rodillas y los brazos colgando a los costados. Entonces, furtivamente, Tannis la contempló. El modo en que pequeñas guedejas de oro salían en rizos desde la raya del pelo. El modo en que su bronceada piel se arrugaba alrededor de los diminutos huesos de sus largas muñecas dobladas. El modo en que brillaba el sudor en sus sienes. Nunca había visto el cuerpo de una mujer de aquella manera. Durante unos instantes, como una gota de lluvia temblando sobre el cristal de una ventana antes de resbalar, la sintió y luego la amó. Y cuando ella alzó la vista y le miró a los ojos, él no los apartó.
La mujer sonrió.
– ¿Estás bien?
Tannis asintió.
– Intercambiemos los pesos.
– Estoy bien.
– Lo sé. Pero debe dolerte el hombro y a mí me da la impresión de que se me va a caer el brazo.
Tannis estaba atónito. Le asombraba que ellos dos, justo allí, no se hubieran desvanecido en un chorro de humo. Entonces, al captar el movimiento en sus ojos, se dio la vuelta y vio al hombro de pie junto a la camioneta. Se irguieron de inmediato y cuando reemprendieron la marcha a paso vivo notó los ojos del hombre quemándole la espalda. Delante de ellos, el barranco se estrechaba hasta convertirse en una pista compacta de arena y rocas, con un lado profundamente cortado en su base que estaba bordeado de ralos tamarugos. Durante un cuarto de hora más avanzaron penosamente hasta que por fin llegaron a un cañón. Que no tenía nada que lo distinguiera de otro centenar: la caja de un cañón arrancado a aquel grupo de montañas, con paredes alzándose unos sesenta metros impresionantes, pero no espectaculares. Sin embargo, tan pronto como estuvieron en él, Tannis tuvo una sensación de espacio, envolviéndole, convirtiéndose en suyo. Y entonces lo vio, exactamente lo que había deseado, y se detuvo en seco, su corazón se detuvo en seco y gritó a la chica: «¡Espere!», una orden pronunciada con tanta convicción que ella la obedeció de inmediato. Sin embargo, lo que había visto no era tampoco nada fuera de lo corriente. La pared del fondo del cañón, en el punto donde empezaba a formar el ángulo de la caja, se había desmoronado, derramando una gran rampa de rocas sobre el suelo del cañón y formando una estructura que los geólogos llaman talud. Lo único que aquél tenía de peculiar era la calidad de la roca misma, porque las piedras eran de un color gris oscuro uniforme, el color de la roca volcánica llamada andesita. ¿Lo sabía Tannis? ¿Lo había visto antes? ¿Se lo había mostrado su padre? Era posible, aunque no importaba. El hecho era que Tannis se abalanzó en aquella dirección de inmediato, saliendo a trompicones del barranco y arrastrando la gran cámara peligrosamente tras de sí. La chica lo siguió, y desde la parte superior del terraplén, a través de un hueco en el tamarugo, vio al hombre caminando pesadamente por el desierto. Corrió en pos de Jack y un momento después ambos estaban junto a la primera de las grandes y oscuras piedras. Tannis se oyó decir:
– ¿A qué distancia tiene que estar?
– ¿De aquí, quieres decir? ¿De esas rocas?
– Ya lo verá.
– ¿Qué?
– Póngala ahí, por encima de las rocas. Prepárela.
Mientras ella se afanaba con la cámara y el trípode, Jack buscó en derredor y empezó a coger pequeñas piedras hasta que tuvo la mano llena. Lo hizo casi con lentitud, con confianza, como si tuviera todo el tiempo del mundo, como si aquél fuera el único sitio del mundo donde quisiera estar. Luego se irguió de nuevo y contempló a la mujer, con suficiencia casi. Porque ahora ya sabía. No iba a perder. No iba a morir. Viviría para siempre. Transmitió algo de su convicción a la mujer, porque ella trabajó con rapidez, sin preguntas, y cuando hubo terminado asintió con la cabeza en una pequeña y silenciosa señal. Tannis miró hacia las rocas. Eran tan oscuras que retenían el calor del día y el rocío de la noche del desierto se condensaba sobre ellas formando pequeños estanques en las grietas. Entonces extendió el brazo y los guijarros volaron, como el que mató a Goliat, y cuando aterrizaron, las rocas explotaron en una enorme y bulliciosa nube blanca. Mil, diez mil mariposas de alas de perlado mármol, que se quedaron suspendidas en el aire, relucientes, como una tormenta de nieve en el desierto. Y aunque no percibió el click del obturador, oyó a la chica aspirando el aire asombrada. «Jack…»
Su rostro resplandecía, más hermoso que cualquier otra cosa que él hubiera visto hasta entonces. «Dios mío.»
Aún seguían aleteando en el aire.
– Jack…
– Ya se lo había dicho. Ya se lo había dicho. -Se sentía débil y sin aliento. Todo su cuerpo temblaba.
– Sí… Pero ¿se posarán de nuevo?, ¿volverán? ¿Podrías volver a hacerlo? Debería cambiar la velocidad. Dios mío, son muy hermosas.
– Claro, claro. Espere un momento.
No podía mirarla, así que se dio la vuelta y miró hacia atrás, hacia el desierto, contempló al hombre que se acercaba hasta que le distinguió el rostro. Pero no le importaba. Esperó. Quería que él lo viera. Lentamente fue recogiendo otro puñado de piedras, y cuando el hombre estaba a punto de llegar, echó el brazo hacia atrás… pero justo antes de lanzarlas, miró a la chica y susurró:
– ¿Está enamorada de él?
Su voz tenía un tono tan bajo, habló tan para sus adentros, que probablemente ella no lo oyó. Era una cosa más que nunca sabría. Sin embargo, durante un instante fugaz, ella alzó la vista y lo miró y podría haber estado a punto de hablar, pero él no le dio tiempo de romper su corazón o de robárselo. Su brazo salió impulsado hacia delante, las piedras brillaron en el aire y el milagro se produjo de nuevo.
Читать дальше