– Por eso. ¿Lo comprendes?
– Tranquilízate ahora.
¿Por qué no huía? ¿No comprendía lo que había ocurrido luego? Era casi como si imaginara que no tenía que comprenderlo, que aquél era el final y que no importaba. Ahora. Este momento y el siguiente. Pero eso era ahora. Ahí estaba. Aunque, al fin, ¿qué venía después? Oh, podía hacerlo. Lo había conseguido. Tenía derecho a matarlo. ¿Pero qué venía después? Ése era el problema; siempre sería el problema. Y lo que era peor, al mirar a Harper ahora en aquella espantosa penumbra comprendió que Harper lo sabía.
– ¿Lo comprendes?
– Sí, lo comprendo, lo de las mariposas…
Las mariposas. ¿Le había contado eso?
– Tú querías saber por qué lo había hecho. Bueno, porque podía. Puedo hacerlo todo. Cualquier cosa.
– Pero tómatelo con calma.
No obstante, ahora, al final, su mente siguió trabajando. Trataba de pasar el tiempo. Pensó en todo lo que alcanzaba a recordar. Pensó en el tiempo en que había tenido un sueño de tres yucas arbóreas señalando desde una colina, un sueño tan vivido que cuando despertó estaba seguro de que debía ser real y se había pasado días enteros conduciendo por el desierto intentando encontrarlas. Pensó en eso y luego no pensó más en eso. Pensó en otras cosas. Trató de recordarlo todo a un tiempo. ¿Por qué no se podía recordar todo a un tiempo? Recordó… El sendero de la memoria. Silbando Dixie [55]por el sendero de la memoria… Se perdió en un largo ensueño, del que despertó para preguntar:
– ¿Por qué no intentas quitarme la pistola, Harper?
– ¿De qué serviría?
– Haz un intento. ¿No es eso lo que decís vosotros los británicos? Haz un intento, colega. Salta sobre mí. Tendrías una oportunidad. Tienes mi palabra de honor de que sólo hay una bala en la pistola. Así que podrás decir que fallé.
Una vez se había tirado a una chica en lo que los británicos llaman una playa, guijarros, toda una cantera de grava. Y cuando él le había dado la vuelta unas pequeñas piedras se habían quedado pegadas en su blando y blanco muslo, y con un solo movimiento de su mano, él se las había quitado… El cielo azul tiza, como tejanos desteñidos y ajustados al culo de una chica…
– No me serviría de nada.
– ¿Qué quieres decir?
– Eres indestructible. No podría matarte ni con cien pistolas.
Tannis esbozó una mueca. Bueno, mierda. Así que lo sabía después de todo. ¿Le había estado siguiendo el juego? ¿Lo había sabido siempre? Era un genio despistado, así que quizá fuera posible. De todas formas, no se le podía quitar el mérito. Lo había averiguado todo empezando por él y retrocediendo en el tiempo.
– Aquellas mariposas, ¿lo comprendes? ¿Lo que significaban? El poder de una mujer, ¿lo has cogido bien?
– Comprendo.
– Yo tenía ese poder. Tengo el poder. Yo decido.
– Comprendo.
– Tú, hijoputa. Tú, Harper, hijo de la gran puta.
Y Tannis apuntó con su viejo Colt a la cabeza de David Harper. Pero luego pensó: «¡Qué demonios! Este momento o el siguiente. ¿Qué viene después? Hijo de puta. Bueno, ¿no lo somos todos?» Así que le dio la vuelta al arma y se encontró mirando el cañón, como el alemán en 1945. «Y no te he contado ni la mitad. Hay un millón de cosas que nunca sabrás. Como…»
Tannis tuvo que usar el pulgar, pero apretó el gatillo, suave y fácilmente, exactamente del modo en que se supone que debe hacerse, y no oyó nunca el rugido que lo lanzó a kilómetros y kilómetros.
Así que Tannis estaba muerto y en medio del polvo y la penumbra de la mina de Stern se transformó, casi de forma instantánea, en un fantasma. Resultaba difícil de creer, tan poderosa había sido su presencia, aunque David había estado convencido de que estaba acabado tan pronto como le había puesto la vista encima. La bala de Stern le había dado de pleno en el pecho y ni siquiera en un hospital hubieran podido hacer nada. En realidad había sido extraordinario que hubiera conseguido levantarse, apoyándose en aquella pala. Por alguna razón que David no comprendía, se había ido arrastrando, como si hubiera estado herido en la pierna. Parecía querer engañarse a sí mismo. Y luego había hablado, o al menos había divagado. ¿Qué había querido decir? ¿Qué pretendía decir? ¿Había querido decir tanto? David distaba mucho de estar seguro, aunque las mariposas y la hermosa chica (no estaba seguro, pero podía verlo) tenían cierto sentido. Y aunque eso no estuviera totalmente claro, el Colt había sido definitivo. Cubierto por su propia sangre de arriba a abajo, Tannis había tenido la fuerza necesaria para apretar el gatillo; de eso no cabía duda. ¿Quién de los dos iba a morir? Finalmente había sido «su» decisión. ¿No era ése el significado que había tras todos los demás? En cualquier caso, lo había conseguido, y había añadido una simbólica fioritura; al caer, había golpeado el farol, de modo que ahora David estaba en la más completa oscuridad.
No tenía miedo. Cuando niño, no había hallado consuelo especial en la oscuridad, pero tampoco lo atemorizaba. Más que miedo, sentía ahora una curiosa reticencia, la contención de un sentimiento en su garganta, en las ventanas de la nariz, una reticencia a respirar demasiado hondo. Una especie de repugnancia, o de aversión. Tannis, muerto, yacía a unos pocos metros en aquella absoluta oscuridad. Pronto olería su sangre, su putrefacción. Y en el túnel estaba Stern, tumbado sobre el charco de su propia sangre vil, que debía de estar rezumando por el suelo, buscando su equilibrio en aquel horrible lugar, inundándolo. Sintió horror. Pero no pánico. Sencillamente, quería salir. Aquello era el final. Sin duda la extinción de todo lo viviente era aquel lugar fantasmagórico.
Allí, de un modo u otro, estaba lo que todo aquello significaba: el horror peculiar de la historia que había estado a punto de destruirle.
Tenía que salir de allí. Quedaba ese último paso por dar. Pero sabía que ya nada podía detenerlo, que todo lo que tenía que hacer era mantener la calma. No veía nada. No se veía ni a sí mismo. Pero estaba allí, entero, podía confiar en eso; sí, podía… ver, tan pronto como se inclinó hacia el suelo y lo tanteó, encontró algo. Metal. Un encendedor. Un viejo Zippo. Mientras charlaba, Tannis había encendido un cigarrillo con él. Cuando David lo prendió, su vacilante llama no sólo le mostró el farol, sino también que el aire se movía. O parecía moverse. Avanzó hacia él. Y lo llevó justo a donde quería ir, al fondo de la caverna, donde estaba la niña. El suelo era traicionero, tan agujereado como la superficie de la luna, pero el farol, alimentado por una bombona de gas, funcionaba bastante bien. Pudo moverse con mayor rapidez. Su sombra se balanceaba por delante de él. Apenas se fijó en las grandes paredes doradas de la caverna, la riqueza. Tan sólo quería ver el camino de salida y lo vio, siguiendo la pared del fondo de la caverna hasta tocar la abertura que Marianne Vogel había señalado en su mapa. Se adentró en ella en pos del brillante arco de luz del farol. Pensó: «Eres la luz al final del túnel.» Pero no, no lo era. Ese honor le correspondía sin duda a Anne. Pero allí pudo ver, por fin pudo realmente ver. El túnel tenía un metro ochenta de alto aproximadamente (sólo tuvo que agachar un poco la cabeza) y estaba apuntalado con troncos. Parte de su trazado tenía un techo de paneles metálicos. Se apresuró hacia delante. A unos seis metros halló otra puerta, a la izquierda. Había luz a su alrededor. Ésa era la habitación, el cuarto de Stern donde debía de estar la niña. Pero no se detuvo porque ahora sentía una brisa, olía aire fresco. Nueve metros más allá descubrió el porqué: un extremo del túnel se había derrumbado completamente. Y si ésa era una segunda entrada, de la que Stern no había hablado nunca a Marianne, o era la explosión la que la había provocado en realidad, bueno, no le importaba. Dejó la lámpara en el suelo y movió una de las piedras más grandes. Se escurrió entonces por el hueco y se halló en el fondo de una chimenea, una grieta en un único y enorme bloque de roca, una roca fantástica. Debía de haber veinticinco, veintiocho, treinta metros hasta la superficie, pero era todo una roca. Y por encima descubrió el cielo iluminado por unas pocas y débiles estrellas.
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