Nada ocurrió en respuesta a su movimiento, pero se acurrucó bajo las piedras. Con la cabeza gacha recuperó el aliento. Cuando se sintió seguro miró alrededor. La pila de piedras le daba protección por la parte de delante, y a su derecha las piedras se esparcían también, como un dique, cubriéndolo por ese lado. Sólo su izquierda quedaba expuesta, pero cuando giró el cuerpo hacia ese lado rodando sobre la espalda y apuntando con la pistola a la penumbra, se dio cuenta de que también estaba a salvo por aquel lado, pues no vio nada más que la desnuda pared de la caverna que se elevaba (la siguió con los ojos) hasta alcanzar una asombrosa vastedad. Era inmensa. Ni siquiera la otra caverna le había preparado para aquello. Ésta tenía el tamaño de una antigua estación de ferrocarriles. Ni podía percibir, y mucho menos ver, el techo con aquella luz. Sin embargo fue la luz, por encima de todo, lo que le llenó de asombro. Era una luz oscura, hermosa, suave. Penetraba allí desde algún lugar distante, como la luz que ilumina un frondoso bosque o las profundidades del mar. Y era dorada, porque aquella era verdaderamente la mina de Vogel, un hallazgo, una concesión minera más allá de toda concesión, el sueño de las vetas madre, el tesoro de los paiutes. En ese momento a Tannis le vino a la mente la antigua leyenda del Panamint; la cueva secreta guardada por una roca en equilibrio (¿los cazadores falsos?), pues a pesar de que era antropológicamente imposible, era un tesoro legendario. Mirándolo, Tannis sintió en la mente un eco de las presiones que lo habían formado: el magma brotando, explotando entre silbidos, y finalmente manando de la tierra, tan puro como oro fluyendo de un caldero de colada. Aquella caverna había quedado atrás, el oro había crecido a través de la piedra en forma de ramas y hojas, cubriéndola como escamas de un enorme pez, salpicándola de cristales, octaedros y cubos, envolviéndola en zarcillos e hilos, surgiendo de ella en copos tan perfectos como la nieve. Y a lo largo y ancho del brillante fraguado del oro, cadenas y cadenas de cristales, tenues, resplandecientes, de blanco argentino. Algo en el fondo de su mente le decía que era pirita arsenical, pero eso era pensar, ¿y cómo podía pensar él? Durante unos instantes lo olvidó todo. La pistola que tenía en la mano. Vogel, Stern, Harper. Se olvidó de sí mismo incluso. Sintió que se le iba la respiración y luego le invadió un horrible, espantoso deseo, como el de un moribundo, por la vida. ¡Qué tesoro! Temblaba… Pero finalmente, cuando se recobró, la conmoción que acababa de sufrir dejó tras de sí una auténtica satisfacción. Bueno, ahí estaba. Ésa era la razón de todo. No era necesario preguntar por qué.
– ¡Harper! -gritó con toda la potencia de sus pulmones-. ¡Harper! ¿Dónde demonios estás?
Le llegó el eco de su voz en la vasta oquedad. Se extinguió. Y luego oyó la respuesta, con sorprendente calma:
– ¿Tannis?
– Sí.
– Empezaba a preguntarme si vendrías.
– ¿Dónde demonios estás?
– Aquí arriba.
La voz de Harper había llegado desde su izquierda y delante de él, pero ahora explotaron dos disparos a su derecha. Estaba mirando hacia el otro lado y no vio los destellos y, decepcionado, disparó su propia pistola al aire. «Hijo de puta. Bueno, todos lo somos, ¿no? Sí señor.» Pero sus disparos no tuvieron respuesta (no había nada que ver en la penumbra) y sólo cuando la voz de Harper dijo «Cuidado» supo dónde se hallaba Harper.
Al pie de la pared izquierda de la caverna (ahora empezaba a captar los detalles) había una especie de andamio improvisado e inseguro. Presumiblemente le había permitido a Harper alcanzar un sedimento especialmente rico (aunque, ¿cómo lo había elegido?), y debajo había un montón de escombros en varias pilas del mismo tipo que lo ocultaban a él. De ahí era de donde había surgido la voz de Harper, aunque no podía verlo. Sus ojos se movieron. La luz era mágica, pero no había demasiada, tan sólo unos pocos faroles que se balanceaban en el andamio o colgados en ganchos clavados en la piedra iluminaban la escena. Pero se dio cuenta de que había muchos montones de escombros en el suelo, y luego vio que el suelo mismo estaba lleno de agujeros. Dondequiera que Stern clavara el pico hallaba oro. Al fondo de la caverna, iluminada por otro farol, había una zona de oscuridad, una cavidad o un túnel.
– ¿Está allí? -exclamó-. ¿Al fondo? -Y antes de que le llegara la respuesta había apuntado ya al farol. Era un tiro muy largo, pero él tenía una excelente puntería, «ojalá te diera en el ojo!», ¡boom! El farol explotó-. ¡Allí!
– No -contestó Harper-. Allí está la habitación donde vive. La niña está dentro.
«¿Qué niña?»
– ¿Dónde demonios está, entonces?
– Justo al otro lado de donde yo estoy. Hay dos túneles separados unos doce metros entre sí. Se adentran directamente en la roca. Y luego un túnel transversal los une. Forman casi una H.
– ¿Estás seguro?
– Tengo un mapa.
La mujer le habría dado el mapa. «Bien pensado, hijo.» Por eso había llegado tan rápidamente hasta allí, con tanta seguridad. Conocimiento local del terreno. Tannis miró hacia delante intentando distinguir las aberturas. Estaban más allá, en el lado derecho de la cueva: dos oscuros agujeros en forma de cono, fácilmente apreciables cuando se sabía dónde mirar.
– Quiero intentar hacerle salir.
«Por supuesto.» Pero quizá no era muy buena idea. Stern hablaría. Trataría de hacer un trato. O quizá lo haría, en última instancia. Tannis se preguntó cuánto sabría Harper. Tenía que saber mucho para haber llegado tan lejos. Realmente asombroso. «Bien hecho, muchacho. ¡Estos jodidos británicos!» Por otro lado, ¿qué importaba? Al final, quería decir. Salvo que podía haber complicaciones. Después de todo Harper tenía un arma. O presumiblemente tenía un arma.
– ¡Harper! ¿Vas armado?
– Sí. Tengo un rifle.
– Entonces, oblígale a salir, si quieres.
– Tannis, dile algo. Te conoce. De hecho me ha confundido contigo. Creo que por eso le ha entrado el pánico.
– Bueno, no se le va a pasar por oír mi voz… Pero de acuerdo… ¡Stern! ¡Soy Tannis! ¡Stern! Somos dos. ¡No tienes elección! ¡Sal! -Eso sonaba muy bien, pensó. Esperó un momento mientras el eco de su voz se extinguía. No ocurrió nada-. Adivina. No va a salir.
– Tannis, cuidado. Dice que la entrada tiene una trampa explosiva. Creo que tiene una especie de transmisor.
– Si crees eso, te lo creerás todo.
– Tannis…
– Calla y escúchame. Apunta con tu rifle al más alejado de los túneles, al que tienes a tu izquierda. Cuenta hasta cinco y luego empieza a disparar; es muy fácil.
Silencio. Una vacilación. ¿Qué iba a hacer Harper? Probablemente había puesto a prueba sus redaños durante veinte minutos y no iba a hacerlo. No es que fuera culpa suya. Después de todo se dedicaba a hacer películas sobre ardillas. Se follaba a educadas damas. Seguro que nunca se había follado a una tía con las botas puestas, eso sí que era comodidad, follarlas con tanta facilidad como mear. Así pues sus planes estaban cumpliéndose. «¿Qué viene después? Esto viene después.» Contar tres, cuatro, cinco. Hasta que la caverna rugió y estalló cuando Harper empezó a disparar, manteniendo a Stern apartado del túnel más alejado, con un poco de suerte obligándole incluso a adentrarse más en él. E incluso Tannis, levantándose y echando a correr como una vieja liebre americana [54], echó toda la carne en el asador, boom, boom, boom, al tiempo que zigzagueaba al descubierto, el cuerpo completamente agachado, y se tiraba luego al suelo para rodar hasta un montón de rocas esparcidas. Pero rodaba hacia su izquierda. Lejos de los túneles. Ése era el truco. Y Stern, bendito fuera, le ayudó incluso con un par de tiros, una pistola, pero grande, no mucho más pequeña que su propio trabuco. De modo que se produjo ruido y polvo suficiente y resonó el metal lo bastante para mantener gachas todas las cabezas, pero no la de Jack. No señor, él se deslizaba, se retorcía, su gran estómago se arañaba contra las rocas, medio ahogado por el polvo. Moviéndose muy deprisa; los hombres corpulentos a menudo se mueven mucho más deprisa de lo que se supone. Así que, para cuando el humo se aclaró, nadie tenía la menor idea de dónde demonios estaba. Sin duda Harper no sabía que ahora Tannis estaba detrás de él. «Admítelo, hijo, no estás hecho para este tipo de cosas. Realmente, no; tú limítate a seguir mirando hacia ese lado, justo delante de ti.» Trepó unos metros más. «Eso es, dame un minuto más para encontrarte.» Pero por el momento no lo conseguía. Había dado un rodeo hacia la izquierda. Al fondo de la caverna ahora distinguía claramente los túneles (casi estaba a su nivel), pero no veía a Harper; estaba demasiado oscuro. No obstante, Tannis sabía más o menos dónde estaba. El andamio, que se alzaba en la oscuridad como una grúa, señalaba el sitio, aunque la luz de los faroles colgantes, más que desvelar a Harper lo ocultaban en un laberinto de sombras. Probablemente estaba allí, justo delante de él. Si se moviera o… Tannis traspasó la oscuridad con su mente tratando de sentir la de Harper, de incitarle: «¡Haz un intento! ¡Haz un intento!» ¿No era eso lo que se decía a un británico? Por supuesto que sí. Y funcionó. «Bien hecho, muchacho.» Porque entonces Harper disparó dos veces, dos fogonazos borrosos que iluminaron la escena, aunque sólo fuera por un instante, como la luz del día. Allí estaba. Tannis vio su pierna, su espalda, su forma encorvada bajo unas rocas, concentrada en el extremo más alejado de la cueva. Mientras el eco de los disparos de Harper volvía una y dos veces, trepó para acercarse más aún. Pero justo antes de que se hubiera acercado lo suficiente, dos disparos más estallaron junto a él. La pistola de Stern. Uno de los faroles se balanceaba locamente, poof, se apagó, y un segundo explotó en una bola de fuego naranja.
Читать дальше