Anthony Hyde - China Lake

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Jack Tannis es un veterano de la Guerra Fría, quien formó parte de una campaña para salvaguardar la tecnología militar de los Estados Unidos de aquellos que pretendían hacérsela llegar a sus enemigos, la Unión Soviética. David Harper, por otra parte, fue una vez identificado como el miembro vital de una tendenciosa conspiración que ambicionaba poner en aprietos a los Estados Unidos y a sus aliados. Aunque Tannis no estaba convencido de la culpabilidad de Harper, las pruebas eran difíciles de rebatir, por lo que Tannis mantuvo sus dudas para sí, y David Harper fue declarado traidor.
Décadas más tarde, Tannis se verá obligado a recordar el incidente cuando una misteriosa llamada, en nombre de Harper, le encamina hacia el Centro Naval de Armas en China Lake, donde descubrirá el cadáver de un refugiado político de la Alemania del Este, lo que le llevará a reabrir el caso Harper. Mientras tanto, David Harper, que anda forjándose una carrera como fotógrafo de la naturaleza, también tendrá que recordar el pasado de forma macabra, por lo que empezará a reconsiderar aquellas circunstancias que le llevaron a la desgracia.

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Con destreza profesional, Tannis lo cogió en brazos. El hombre no era muy alto, uno setenta o uno setenta y cinco. Sesenta y cinco kilos. Finos cabellos blancos. Era sin duda un hombre mayor, al menos tan viejo como el mismo Tannis, con rasgos duros y huesudos, mejillas hundidas, nariz aguileña y ojos metidos en profundas cuencas huesudas. Tenía los ojos abiertos y conservaba la expresión de la cara, fruncida en una mueca de dolor o de concentración. Tannis pensó de nuevo en un túnel y en un hombre tratando de hallar la luz al otro extremo. ¿Un minero? Pero por entonces ya nadie trabajaba las minas en aquella zona. Sin embargo, era un trabajador, o al menos esa impresión daba. Tenía las manos grandes y bastas. Y llevaba una chaqueta de la Marina de gruesa tela, y también gruesos eran los pantalones, de una especie de sarga. En los pies llevaba unos pesados zapatos negros de cordones. Un trabajador… pero quizás era un trabajador vestido para hacer una visita, ya que, bajo la sangre, había una camisa y una corbata. En cualquier caso, probablemente era forastero. Al reptar hasta allí en su agonía final, una de las perneras de sus pantalones se había desgarrado por encima de la espinilla, revelando unos baratos calcetines de fibra y un trozo de pálido tobillo. Piel de invierno, piel de ciudad. Para hacer juego con el sombrero, un hombre de ciudad, temeroso del sol del desierto. O al menos era una posible conclusión. Para confirmarla, Tannis utilizó de nuevo la pistola para hacer que el cuerpo rodara sobre un lado. Los miembros del hombre se movieron libremente dentro de la ropa, ya incoherentes. Arrodillándose junto a él, palpó el bolsillo del pantalón, notó una cartera, tiró de ella para sacarla, y luego buscó con dificultad en el interior de la chaqueta, de la que sacó un puñado de papeles. Se alejó unos pasos, de espaldas al viento, extendió sus hallazgos sobre un pañuelo y encendió el Zippo. En la oscuridad, la llama anaranjada se inclinaba y vacilaba con un leve sonido cortante, revelando una tarjeta de embarque para un vuelo de la Pan Am de Berlín a Frankfurt, y un pasaporte alemán, emitido en Bonn dos semanas antes. Lo hojeó rápidamente. En vida, en la fotografía en blanco y negro, el hombre había sido algo diferente a como era en la muerte. Pero aparentemente tenía los ojos azules y el pelo cano. Estatura: 168,3 cm., peso: 71 kg. Su nombre era Buhler, Walter Joseph, nacido en Leipzig, 1920. Pasando las páginas del visado halló que había un único sello, estampado en Nueva York nueve días atrás. Un alemán… un viejo trabajador alemán… Esto constituía sin duda una sorpresa, pero nada comparado con la que descubrió cuando abrió la cartera. Estaba confeccionada con piel marrón, vieja y suave por el uso, y contenía una buena cantidad de dinero, billetes de veinte dólares y algunos deutsche marks , así como un talonario del Berliner Bank, una factura de un motel en Lone Pine… y un carnet de identidad a nombre de Walter Joseph Buhler, emitido por la Volkspolizei en Karl-Marx-Stadt, República Democrática Alemana, la DDR. Es decir, el pasaporte era de Alemania Occidental, pero Joseph Buhler procedía de Alemania Oriental.

Un alemán oriental muerto, allí.

Un alemán oriental muerto de un disparo a menos de quince kilómetros del Centro de Armamento Naval de Estados Unidos, China Lake. Tannis se quedó muy quieto y oyó las preguntas que empezaban de nuevo.

– ¿Qué pensó en aquel momento, al mirar el cadáver de Buhler? Juguemos a psiquiatras. ¿Cuál fue la primera cosa que le vino a la mente?

– Alguien delató a Harper. Nos dieron el soplo. Ésa era la relación. Eso fue lo que me vino a la mente. Era el mismo hombre que nos había dado el soplo sobre Harper.

No comprendo. ¿Me está diciendo que Buhler era un delator?

No , todo lo contrario. Estaba pensando en el hombre que me había llamado por teléfono. Esa era la conexión, ¿comprende? De repente me di cuenta de que no existía relación real con Harper en absoluto, aquello no tenía nada que ver con el caso original, excepto que el hombre que me había llamado nos había dado el soplo entonces. ¿Lo entiende? Ahora, de algún modo, había descubierto a Buhler, ese alemán oriental, y todavía tenía mi nombre, por eso había acudido a mí, para darme otro soplo. En realidad Harper no tenía nada que ver.

– ¿Recibió usted un soplo anterior sobre Harper?

– Sí.

– ¿En qué consistió?

– Está en los archivos. Una vez a la semana Harper iba al desierto, a una carretera en particular. Supuestamente, dejaba algo allí. Una hora más tarde, un coche se acercaba y lo recogía.

– ¿Una entrega de material secreto?

– Sí.

– ¿Pero usted no estaba seguro?

– Sonaba demasiado bien para ser verdad.

– ¿Y qué opina esta vez con Buhler?

No estoy seguro de que no pensara lo mismo. Excepto…

– ¿Excepto qué?

– Quizás esta vez era yo el tipo al que le tendían la trampa.

De hecho, eso fue lo que pensó, ésa fue la primera cosa que se le ocurrió. Pero mientras contemplaba el cadáver de Buhler no estaba seguro de creerlo. Resultaba difícil imaginar que aquel viejo, con un cómico sombrero de paja, pudiera ser un agente comunista. Sin embargo, sabía que era eso lo que debía suponer, porque todo el mundo lo supondría. Pero ¿quién demonios era en realidad? ¿Y qué tenía que ver Buhler con él? Yaciendo allí de aquel modo, con hormigas en columnas marchando ya hacia la sangre, el cuerpo parecía curvado en un signo de interrogación que resumía la situación perfectamente. El viento suspiró y Tannis dejó vagar su mente con entera libertad, escuchando su sonido al escarbar en la creosota y la arena. Quería marcharse, sólo marcharse. ¿Y quién iba a enterarse? ¿Acaso oiría alguien una campana en el desierto? Pero sabía que no podía… no podía marcharse como si tal cosa. Supo enseguida que tenía que contárselo a ellos, e imaginó rápidamente lo que iba a suceder. Los coches patrulla del sheriff en la carretera con sus luces intermitentes… la zona acordonada alrededor del lugar donde yacía Buhler… los ayudantes trabajando codo con codo en la «búsqueda de huellas» alrededor del cadáver… El FBI, los agentes de seguridad de China Lake. Todos estarían allí… Lo imaginó claramente, con la vista baja, fija en el oscuro y confuso montón que era el cadáver. Luego levantó la cabeza y miró a lo lejos, en la noche. No distinguió nada. La oscuridad era tan profunda como una sima, y los arbustos parecían ir a la deriva por entre las sombras, y la arena alzarse y caer en oleadas. Pero sabía también que nadie lo descubriría a él en aquella oscuridad. Estaba solo, totalmente solo en la noche, y sintió una precisa resolución peculiar en él, como si los elementos en una lente alcanzaran una convergencia perfecta; dejó escapar lentamente el aire, luego llenó fácilmente sus pulmones. Estaba al borde de una deducción, de una revelación. Pero todavía no del todo. Aún le faltaba recorrer cierta distancia, la distancia, exactamente, entre él mismo y el alemán muerto. Justo entonces, casi sin darse cuenta, volvió a mirar el cuerpo de Buhler. Bien, bien, ¿qué tenemos aquí? Se acercó a él. Se paseó a su alrededor. Se quedó de pie junto al cadáver, mirando hacia abajo. Era como escudriñar un profundo y negro agujero. Le acometió una gran repugnancia, pues las hormigas, formando una delgada línea negra, trepaban en ese momento por la mejilla del muerto, bajaban por sus labios, dudaban, y luego se introducían en su boca. Aquel alemán muerto… «Esos hijos de puta alemanes»… La frase, escupida por tantos rostros terrosos, le pasó por la cabeza, como el recuerdo de un aroma familiar, pero exótico. Falaise. Ardennes. Remagen. ¿No serían acaso los nombres de perfumes en alguna lengua medio olvidada? No obstante, la recordaba. La guerra. El principio. Ahora volvía. Todos aquellos pobres mamones alemanes muertos. Tan sólo hombres que matar… y recordó entonces al alemán muerto, junto al jeep, al que las hormigas se habían comido hacía siglos. Así. Los soldados de grandes y antiguos ejércitos. Las contemplaba ahora. Picoteaban la oreja del pobre Buhler. Trazaban la línea de su floja mandíbula. Se metían en su boca, se afanaban entre sus dientes… Este alemán, aquel primer alemán muerto. «¿Por qué lo he hecho?» ¿Por qué había hecho todo aquello…? Pero era otra pregunta que por fin hallaba respuesta. La distancia se acortó, su mente hizo algo nuevo, la pequeña deducción llegaba ahora, después de haberse evadido antes. Las aletas de su nariz se estremecieron. Sí. Él era, después de todo, el único testigo. Era el único hombre que había conocido la experiencia de aquella noche, que se había ocultado en aquella oscuridad y sentido el auge y el declinar del viento del desierto. Y por lo tanto, sería quizás el único hombre en formular la pregunta. «¿Cómo había llegado el asesino y se había marchado luego?» Sí, él sería el único en preguntarlo porque la respuesta parecería evidente, había usado un coche o camioneta que Tannis sencillamente no había visto. Pero no había habido ningún vehículo; sobre ciertos asuntos Tannis sabía que era infalible. Así pues, ¿cómo lo había hecho el asesino? La pregunta era tan curiosa que encendió un Lucky y reflexionó sobre ella, se quedó allí de pie, con una pierna a cada lado del cadáver de Buhler, y la resolvió. Luego, moviéndose con rapidez, volvió a la camioneta. Encontró una linterna en la guantera. Miró hacia atrás en dirección al cuerpo, para recordar su posición, luego cruzó el pequeño círculo de asfalto en la dirección opuesta. Después de dar tres pasos echó a correr, con la pistola en la mano derecha oscilando junto a su costado y la linterna en la mano izquierda, aunque apagada, de modo que corría en la oscuridad. Corrió más rápido. Luego más rápido aún. Corría como un espíritu escapado de Ballarat, el pueblo fantasma que se hallaba carretera adelante, o un poseso, o un loco , o un indio, como un paiute loco, pues es una locura correr por el desierto en la oscuridad; ése es justo el momento en que tu pie tropezará con una serpiente. Pero siguió corriendo de todas formas a zancadas regulares y respirando con extraña facilidad, como si el viento soplara a través de él; finalmente dio la vuelta, trazando un enorme círculo de regreso hacia Buhler, para que así nadie descubriera nunca sus huellas o supiera lo que había hecho. Y entonces estuvo a punto de caer en lo que sabía que debía encontrar.

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