Anthony Hyde - China Lake

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Jack Tannis es un veterano de la Guerra Fría, quien formó parte de una campaña para salvaguardar la tecnología militar de los Estados Unidos de aquellos que pretendían hacérsela llegar a sus enemigos, la Unión Soviética. David Harper, por otra parte, fue una vez identificado como el miembro vital de una tendenciosa conspiración que ambicionaba poner en aprietos a los Estados Unidos y a sus aliados. Aunque Tannis no estaba convencido de la culpabilidad de Harper, las pruebas eran difíciles de rebatir, por lo que Tannis mantuvo sus dudas para sí, y David Harper fue declarado traidor.
Décadas más tarde, Tannis se verá obligado a recordar el incidente cuando una misteriosa llamada, en nombre de Harper, le encamina hacia el Centro Naval de Armas en China Lake, donde descubrirá el cadáver de un refugiado político de la Alemania del Este, lo que le llevará a reabrir el caso Harper. Mientras tanto, David Harper, que anda forjándose una carrera como fotógrafo de la naturaleza, también tendrá que recordar el pasado de forma macabra, por lo que empezará a reconsiderar aquellas circunstancias que le llevaron a la desgracia.

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No sabía qué significaba aquello. El miércoles por la noche estaba tan confundido como todos. Pero había participado en suficientes investigaciones como para saber que siempre se cerraban en círculo, lo cual implicaba que volverían a él. Así pues, aprovechó el tiempo para fisgonear y actuar un poco. Llamó a Howard Angell a Newport Beach para comprobar si el FBI se había puesto en contacto con él, cosa que no había ocurrido, y una tarde volvió a Lone Pine, donde conocía a un hombre que alquilaba caballos. Alquiló uno (hacía años que no montaba) y luego charló acerca de veterinarios y de dónde se podía comprar la comida, y de si había jinetes por el Panamint. No, que él supiera… No podía haber nada concreto sobre aquel punto. Algo ocurriría, o tal vez no.

Y entonces ocurrió. Bill Matheson, el director de seguridad de China Lake, es decir, el hombre que detentaba el cargo que Tannis había ocupado durante tantos años, le llamó y le pidió que fuera a verlo a la mañana siguiente.

– Han decidido que tienen que saber lo de Harper. Por supuesto, es evidente que tú eres la persona a quien hay que preguntar.

– ¿Es oficial?

– Digamos que apreciaríamos tu cooperación. Pero lo haremos aquí, en la base. El NIS ha enviado un equipo desde Washington. Quieren que todo quede en casa.

Una petición y no una orden, formulada por Matheson y no por el FBI directamente, que se realizaría en la base en lugar de en una oficina del FBI. Tannis sacó la conclusión obvia: la investigación estaba en un atolladero, necesitaban favores y lo animaban a unirse a sus filas. Lo que probablemente Tannis subestimaba, sin embargo, era el efecto de su reputación: estaban siendo delicados con sus susceptibilidades. A lo largo de los años había inculcado el temor del Señor a unas cuantas personas y hasta el último momento había mantenido la reputación de solitario recalcitrante. Además, según recordaba, podía hacer valer su rango sobre todos ellos. En todo lo que después siguió, aquello lo colocó en una situación ventajosa y, más sutilmente, de un modo que él no percibió, también le confirió otra ventaja: sólo un anacronismo andante podía haber comprendido lo que estaba pasando, y únicamente Tannis vivía tanto en el pasado como en el presente.

El jueves por la mañana, cuando se hubo levantado, afeitado y vestido, fue como si hubiera recuperado su antiguo trabajo. Su mente retrocedió hacia aquellos años. Condujo el coche a través del desierto bajo un cielo tan blanco como mahón [15]bien lavado; lo mismo podía haber sido veinte años atrás. Había un cambio sutil en su percepción, como si por un retroceso de la tecnología una película a color se hubiera convertido en blanco y negro. Estaba en una máquina del tiempo que lo devolvería a un mundo de férreas máquinas, tubos de vacío, baquelita y cigarrillos con filtro de corcho.

Extrañamente, en China Lake, tan modernizada en lo científico, no le resultó difícil mantener la ilusión. Había cambiado muy poco con el paso del tiempo, pues la misma distribución del lugar, planeada tan cuidadosamente como una zona residencial, lo constreñía a los modelos del pasado, un pasado fechado por la misma «modernidad» de sus edificios bajos y de techos planos. Existían diferencias, por supuesto. En los viejos tiempos había existido un control vigilado por marines, con M-1 en posición de tercien, pero aquella mañana hizo cola detrás de vendedores procedentes de Raytheon y Martin Marietta (con trajes de tres piezas y elegantes maletines) y recibió el pase de manos de una sonriente secretaria que trabajaba totalmente desprotegida en una recepción con aire acondicionado. Por otra parte, la carretera principal de la base, Lauritsen Drive, ya no estaba sucia, sino que era del más inmaculado asfalto, tan suave como una cinta de raso… de nuevo, una reciente subdivisión de la carretera le vino a la memoria. Pero estos pequeños toques eran tan sólo amables imposiciones del presente. En todo lo demás persistía el pasado. Por ejemplo, la entrevista se realizó en «la Casa Blanca», como se llamaba a la oficina principal de la base, uno de los edificios de madera originales, inundado de luz y reluciente barniz, como un club náutico o el hotel de una isla tropical. Las oficinas se abrían elegantemente desde el entresuelo y en la sala de juntas, donde el sol penetraba a través de las rendijas de las persianas, se tenía la sensación de que el tiempo estaba suspendido, como si al mirar al exterior a través de las persianas uno pudiera ver una amable escena de palmeras y agua reluciente, con un Mitsubishi Zeke dando vueltas haciendo su ronda. En realidad, como la mayoría de instituciones militares americanas, China Lake le debía mucho a Pearl Harbor, y en aquella habitación el pasado no parecía tan lejano. La sonriente expresión del presidente Reagan simbolizaba claramente esta ambigüedad, una sutil confusión entre el ayer y el hoy.

En cualquier caso, aunque no comprenderían por completo la causa, aquella dislocación del tiempo los afectaba a todos. Cuando Tannis entró, los dos agentes del FBI, e incluso los oficiales del Servicio de Investigación Naval, se apiñaban al fondo de la habitación, con aspecto incómodo y sintiéndose fuera de lugar. Con la punta del zapato uno de los agentes del FBI estaba jugueteando con la tapa de latón reluciente que cubría una toma eléctrica empotrada en el suelo: un anacronismo, acababa de decidir, que probablemente estaba pensado para utilizar otra cosa, quizá un proyector de películas de 16 mm. Asimismo, al mirar a Tannis, los dos hombres de la Marina encontraron algo que no era del todo correcto, aunque ninguno de los dos supo concretarlo: Tannis, de hecho, vestía un viejo uniforme, el de color caqui claro que solía servir de traje de fajina en la Marina antes de que se introdujeran los blancos de verano. Bien es cierto que ninguno de ellos había visto nunca tal uniforme, salvo en fotografías. En conjunto, todo aquello confería a Tannis todas las ventajas. El «sujeto», como el FBI lo había denominado, era quien en realidad llevaba las riendas; el interrogado halló respuestas para todas sus preguntas. El agente especial encargado, un hombre llamado Olin Nickel (venía de Los Ángeles, donde era jefe de un importante equipo de contraespionaje), no halló el modo de darle la vuelta a la tortilla. Más tarde le explicó a su ayudante (el hombre más joven, un agente especial ayudante llamado Colarco; el que había estado jugueteando con la tapa de la toma de electricidad) que aquel resultado era inevitable cuando la autoridad estaba dividida, aunque ambos sabían que en realidad no era ésa la explicación. En cuanto a los oficiales de Marina, lo vieron de un modo algo más positivo. Su postura (como ellos lo llamaban) era en parte defensiva, para proteger tanto su propia posición burocrática como la reputación de la Marina frente a un organismo civil, y así, el hecho de que ocurriera muy poco fue, si no una victoria, al menos no peor que una retirada. Su equipo estaba dirigido por un comandante, un hombre llamado Benson, joven, aunque veterano en las guerras burocráticas de Washington y Norfolk, pero tenía al lado un ayudante, un corpulento y lustroso negro, que estaba ganando peso en la cintura y el estómago, el teniente comandante Rawson, y que era la nota discordante final. En aquella habitación, bajo la tenue luz dorada, su rígido uniforme blanco pedía a gritos una servilleta doblada alrededor del brazo y una expresión muy diferente de su fácil y confiado aplomo. Fumaba un Kool lánguidamente; de vez en cuando miraba su gran reloj Rolex. Cuando se había construido «la Casa Blanca», la Marina de Estados Unidos no aceptaba negros en absoluto. Matheson, el director de seguridad de la base, su anfitrión y presidente, nominalmente quien se hallaba a cargo de todo, estaba más pendiente de sí mismo que de los demás. En realidad no le molestaban los negros, pero nunca había habido demasiados en China Lake y, a pesar suyo, seguía siendo de Arkansas. De modo que se encontraba cohibido y estaba empezando a tener un tic en el ojo. Por lo demás, era menudo y ágil, y estaba ya, a los cincuenta, camino de convertirse en un viejo menudo, correcto y honesto, como un diácono en su iglesia.

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