Estaba solo. Apretó los dientes. En realidad no pensaba, sencillamente había un vacío allí, y él lo llenaba. Pero la lógica era evidente. El hombre había cometido un error. Quizá por un exceso de cautela, el miedo a que se cerrara una trampa en torno a él, había creado exactamente esa posibilidad, montar una trampa que podría caer sobre él. Tannis, casi acuclillado, salió corriendo, montando el arma al tiempo que corría, y se adentró en el desierto con sus botas deslizándose sobre la arena. Veinte metros hacia la derecha de su camioneta se alzaba un montículo creado por la creosota; en el momento en que se agachó detrás fue invisible.
¿Lo haría? ¿Mataría a aquel hombre? No estaba claro. Pero quizá lo haría, eso sí estaba claro. Le latía el corazón con violencia. Conteniendo la respiración le quitó el seguro a la pistola y volvió a mirar en dirección a la carretera donde la camioneta resplandecía como una sombra nacarada a la luz de las estrellas, como el cebo de una trampa, donde él estaba emboscado. El peculiar silencio del desierto se cernía a su alrededor, un silencio que susurraba sin pausa, como si el viento transmitiera mensajes de una estrella a otra. Y mientras escudriñaba a través de la noche, recordó al alemán, cómo se había acercado a él, junto al jeep (igual que la camioneta), cómo había sorprendido a aquella figura surgida de der Totentanz , con el uniforme hecho jirones y que, sin embargo, había permanecido firme al final, cuando vio la pistola y finalmente comprendió… Al observar fijamente de aquella manera, a Tannis le pareció que la oscuridad se disolvía bajo la misma fuerza de su mirada. Su mano, arrastrándose junto a él, escarbó en el duro terreno -caliche-, el presente se desmenuzó en la palma de su mano y se encontró repitiendo una de las lecciones de su padre, nombrando cada piedra, planta o animal que pudiera ver: creosota, encelia, viburno y corniera. Bajo las variaciones del sonido del viento oyó un pequeño chirrido y supo que era un grillo mormón. Y cuando sus dedos extrajeron un puñado grumoso de la arena, se lo llevó a los labios y notó el sabor de la sal, sabiendo que probablemente era halita. Luego, por encima de su cabeza, advirtió el movimiento de un murciélago, lo cual significaba que había una mina en las cercanías. Pero había cientos de ellas y, claro está, él las conocía todas. Al este: Ophit, Redhill, Virginia Ann, la Gold Bottom, Stockwell, Standard. Y dentro de la misma base (se suponía que la Marina las había cerrado, pero nadie se lo creía del todo): la Mariposa, El Conejo, Mohawk, Ruth, la Sterling Queen… Los nombres, los recuerdos, parpadeaban como brillantes luces, tan reales en aquel instante como el tic de un vaso capilar en el ojo. En el silencio de aquella espera todo aquello cobraba existencia de golpe, su padre, el alemán muerto, el zumbido del radar giratorio. Entonces el viento volvió a levantarse. Una brisa le acarició la nuca, se retiró, le rozó la mejilla. Un remolino se alzó y dio vueltas en lo alto hasta desaparecer, y luego una gran ráfaga de viento suave bajó ondulante desde el enorme cielo y avanzó junto a él, obligando a la tierra a inclinarse a su paso. Un viento que su piel caliente sintió como hielo. Durante aquellos momentos, con la pistola apretada contra sí, Tannis formaba parte de todo aquello, y cada ráfaga de aquel viento parecía individual y vivida, como espíritus separados que se movieran a su alrededor, respirando sobre él, llamándolo… ¿diciendo qué? ¿Y cuánto tiempo transcurrió? No lo sabía a ciencia cierta. Cinco minutos seguro. O diez. Pero de repente tenía la boca seca. Olfateó, tan imperiosa era su necesidad de algún olor. La sangre se le agolpaba en las sienes. Forzó la vista… Sabía que algo estaba a punto de suceder. Su dedo apretó… Y entonces ocurrió, una explosión tan cercana a él que casi sintió su fuego, tan violenta que le pareció la compresión última del universo, o de su propio corazón. O al menos eso le pareció por hallarse él mismo al borde de la violencia, aunque su mente identificó al instante aquel ruido con una simple (pero real) descarga de un fusil de alta potencia.
La sorpresa fue extraordinaria, como ese momento al límite mismo del sueño en que te despiertas sobresaltado. Y por un instante pensó que su propio dedo había apretado el gatillo, y al siguiente que le habían dado. Pero, incluso mientras se le aceleraba la sangre, se dio cuenta de que el áurea sangrienta que veía por el rabillo del ojo era el reflejo del estallido en la boca del cañón. Lo cual significaba que el disparo procedía de la zona por detrás suyo y a su derecha. Se giró hacia ese lado. La oscuridad brilló trémula. Quizá había oído un grito, pero no estaba seguro. Y casi simultáneamente el silencio descendió, como si dos manos se hubieran cerrado sobre sus orejas. Luego la brisa volvió a levantarse y escuchó el ruido de la arena deslizándose por el duro terreno y el sordo zumbido del transformador del radar. No se movió, o se movieron sólo sus ojos. Pero no había nada que ver, o nada definido, sólo formas que se perfilaban en la oscuridad y sombras que se abrían a otras sombras.
Durante cinco minutos se quedó paralizado. Estaba absolutamente inmóvil. Por fin, al sentir el vacío frente a él, se aflojó su tensión. Pero siguió demostrando una gran cautela. Miró carretera arriba y de nuevo la camioneta. Nada. Miró a izquierda y derecha. Nada. Sólo entonces se permitió liberar sus ojos del concentrado esfuerzo y consultó el reloj. Eran las doce y veintisiete minutos, o sea que llevaba allí casi media hora… ¿Qué había ocurrido? Esperó; cinco minutos de reloj. No habiéndose producido ningún ruido, se levantó, manteniéndose en cuclillas, y empezó a moverse hacia la derecha, desplazándose de una zona de sombra a otra en un amplio círculo en torno al área de desierto de donde había procedido el disparo.
Diez minutos más tarde halló el primer signo evidente, grotesco y ridículo: un sombrero, enganchado en el arbusto que había delante de él.
Un sombrero típico del oeste, pero hecho con paja; un sombrero de granjero, un sombrero para protegerse del sol. De paja amarilla. Visto su perfil contra el cielo tenía un aspecto cómico; podría haber sido el sombrero que llevara el gordo compañero del héroe, llamado Andy o Gaby o Slick, el que se cae de culo y queda aplastado, pero resucita siempre y se sacude el polvo. Estuvo contemplando el sombrero durante unos segundos, oscilando ante el fuerte viento, luego corrió hacia el sombrero y lo arrancó del arbusto de un manotazo… era un vulgar sombrero de paja barato, pero con el ala empapada de sangre. Lo aplastó sobre la arena. Mirando a su alrededor no descubrió huellas de su dueño. Pero el viento soplaba desde la izquierda, debía de haber empujado el sombrero hasta allí, y empezó a moverse cautelosamente en aquella dirección. Quizá cinco minutos más tarde estuvo a punto de tropezar con algo, literalmente, levantó el pie sobre un pozo de sombra, luego lo retiró al darse cuenta de lo que era.
Se quedó paralizado y lo miró fijamente.
El cadáver yacía en un hoyo escarbado en la arena. Estaba acurrucado en una postura fetal, con las manos metidas entre las piernas y los hombros encorvados hacia delante, como si hubiera intentado comprimirse, meterse a la fuerza por el último y oscuro túnel. Tenía un disparo en el pecho; probablemente le había atravesado los pulmones; había mucha sangre. Relucía en la oscuridad como aceite, y el rostro del hombre, inclinado sobre el pecho, estaba empapado en ella. Tras unos instantes, Tannis se arrodilló, para verlo mejor, colocó el cañón de su pistola contra el pecho del hombre y le echó la cabeza hacia atrás.
De inmediato Tannis supo que nunca antes había visto a aquel hombre; y que no tenía nada que ver con David Harper.
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