Charles Sheffield - Las crónicas de McAndrew

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Como Newton en el siglo XVII o Eintein en el XX, McAndrew es el genio indiscutido de la física del siglo XXII. Los
, minúsculos agujeros negros cargados y en rotación, no tienen secretos para quien ha descubierto la forma de usarlos como fuente de energía. Su dominio de la ciencia y un sin par sentido práctico le llevan a inventar los más sorprendentes artilugios como la primera nave interestelar sin efectos de inercia. La pilota su compañera, la capitana Jeanie Roker y juntos explorarán a fondo el sistema solar interior, el Halo de cometas que le rodea y llegarán a viajar a Alfa Centauro, en medio de las más sorprendentes situaciones.
Seguir a McAndrew en sus aventuras es adentrarse con gran amenidad en un mundo de brillante especulación y saborear las delicias de la inteligencia.

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—¿Así que parece estar interesado? —pregunté.

—Mucho. —Respiró profundamente y se sentó. Todavía seguía excitada después de la entrevista—. Creo que todo ha salido estupendamente. Ha escuchado con atención y ha hecho preguntas. Estaba previsto que la entrevista durara diez minutos pero ha durado casi veinte. Toquemos madera.

Lo hice, mientras uno por uno fueron entrando los demás. Al salir, casi todos se mostraron igualmente optimistas. Siclaro fue la única voz discordante. Había descrito su sistema para la extracción de energía de los kernels, y Tallboy le había brindado la misma atención e idénticos gestos de asentimiento que a los demás.

—Me preguntó qué entendía por «acelerar» un kernel —me dijo Siclaro cuando estuvimos solos, fuera del auditorio principal.

—Era de esperar. No vas a pretender que sea especialista en la materia.

—Ya lo sé. —Movió la cabeza con preocupación—. Pero me lo preguntó al final de la exposición. Todo el rato, mientras yo hablaba, asentía como si lo comprendiera todo. Y eso que exponía ideas mucho más avanzadas que la simple aceleración o desaceleración de un agujero negro de Kerr. Pero si no comprendió lo que estaba diciendo al final, es imposible que entendiera lo demás.

Antes de que pudiera responderle, me llegó el turno. Era la última, y aunque me había preparado con tanto esmero como los demás, no sería la actuación principal del espectáculo. Si Tallboy tenía que marcharse antes, me acortarían el tiempo. Si podía quedarse, debía enseñarle el Hoaztin y darle a entender claramente que la nave estaba lista para emprender un largo viaje tan pronto su oficina concediera la autorización.

Sorprendía su vitalidad. Seguía mostrándose cordial y entusiasta después de ocho horas y media de exposiciones, con un breve descanso para comer. Los dos nos embarcamos en una cápsula de transbordo y fuimos hasta el Hoatzin. Hicimos un recorrido de diez minutos, durante el cual le mostré cómo la cápsula-habitáculo se aproximaba al plato de masa a medida que aumentaba la aceleración, para que la tripulación tuviera un medio de un g. Formuló numerosas preguntas de cortesía: ¿Cuántas personas podía albergar la nave? ¿Qué antigüedad tenía? ¿Por qué se le decía impulsión sin inercia? La última me fastidió un poco, pues McAndrew había pasado gran parte de su vida explicando impacientemente a todo el que le quería escuchar que, maldita sea, no era una impulsión sin inercia, y que lo único que hacía era equilibrar las aceleraciones inerciales y gravitacionales. Pero me dispuse a explicarlo una vez más para satisfacer la curiosidad de Tallboy.

Escuchó atentamente, asintió con el ceño profundo y observó con interés mientras yo trasladaba la cápsula hasta el disco para que la aceleración que sentíamos aumentase de un g a un g y medio.

—Una última pregunta antes de volver al Instituto —me dijo entonces—. Usted habla de aceleraciones, y de que las aceleraciones se equilibran. ¿Qué tiene eso que ver con nosotros, con el peso que sentimos sobre nosotros?

Lo miré atónita. ¿Estaba bromeando? No, su hermoso rostro permanecía tan serio como siempre. Esperó dignamente mi respuesta, mientras yo sentía que el mundo se hundía bajo mis pies. No recuerdo bien qué le contesté, ni de qué conversamos durante el trayecto de regreso al Instituto. Lo dejé en manos de McAndrew para que le mostrara rápidamente el Centro de Control, mientras corría en busca de Limperis. Estaba en su despacho, contemplando la pared con mirada ausente.

—Lo sé, Jeanie —dijo—. No me cuente nada. He estado presente en cada una de las exposiciones menos en la suya.

—Ese hombre es un idiota —estallé—. Creo que tiene buenas intenciones, pero es un perfecto retrasado mental. El mono mascota de Wenig tiene más idea que Tallboy de lo que sucede dentro del Instituto Penrose.

—Lo sé, lo sé. —De pronto, Limperis dejó traslucir su edad avanzada, y por primera vez pensé que no tardaría en solicitar la jubilación—. Al principio imaginé que se trataba sólo de mi paranoia —comentó—. Me pregunté si no estaría viendo cosas inexistentes. Los demás parecían tan impresionados…

—¿Pero cómo es posible? Si Tallboy no tenía idea de lo que le estábamos explicando…

—Es su apariencia, su aspecto sagaz. Parece inteligente, y por eso suponemos que lo es. Pero piense en los que trabajan aquí, en el Instituto. Wenig parece uno de la funeraria. Gowers podría pasar por una puta barata, y Siclaro me recuerda a un gorila. Y cada uno de ellos es un cerebro único entre un millón. Esto lo aceptamos fácilmente, pero no a la inversa.

Se puso lentamente de pie.

—Aquí somos como niños, Jeanie. Cada uno de nosotros con sus propios juguetes. Si alguien parece interesarse en nuestro trabajo y asiente de vez en cuando, suponemos que comprende. En el Instituto, cuando uno no sigue un razonamiento, interrumpe. Pero el Gobierno no actúa de ese modo. Asentir, sonreír, y no balancear demasiado la barca. Ése es el juego, y si uno sigue las reglas puede llegar lejos. Ya ve qué buen resultado le ha dado al doctor Tallboy.

—Pero si no comprende una palabra, ¿qué pondrá en su informe? El futuro del Instituto depende de ello…

—Así es. Y Dios sabe qué sucederá. Por la forma en que asentía una y otra vez, pensé que debía ser doctor en física o ingeniería. ¿Sabía usted que es doctor en sociología, y que no tiene ninguna preparación en Ciencias Exactas? Ni en cálculo, ni estadística, ni variables complejas, ni dinámica. Estoy seguro de que la auténtica calidad de nuestro trabajo no variará en lo más mínimo su decisión. Hemos desperdiciado una semana. — suspiró—. ¡Mierda, salgamos de aquí! Tallboy se va a marchar dentro de unos minutos. Debemos seguir el juego hasta el final y confiar en que se largue con una impresión positiva.

McAndrew irrumpió en la sala cuando Limperis y yo nos dirigíamos hacia la puerta.

—Me estaba preguntando dónde os habríais metido —dijo—. Tallboy está a punto de despegar. ¡Qué espectáculo!, ¿eh? Lo hemos dejado pasmado. Incluso sin el trabajo de Wicklund, hoy le hemos enseñado más adelantos científicos de los que debe haber visto en los últimos diez años. Vamos, quiere agradecernos nuestros esfuerzos antes de marcharse.

Echó a andar por el pasillo, rebosante de entusiasmo, sin haber reparado en la atmósfera lúgubre de la oficina de Limperis. Lo seguimos lentamente. Por alguna razón inexplicable, ambos sonreíamos.

—No lo desengañe —dijo Limperis—. Si Mac fuese un hombre político, no podría ser tan buen científico. No es la persona adecuada para presentar una solicitud de presupuesto, pero ¿sabe qué escribió Einstein a Bohr antes de morir?; «Ganarse la vida no debería tener nada que ver con la búsqueda de conocimientos.» —Dígaselo a Mac.

—Fue él quien me lo dijo a mí.

No parecía tener mucho sentido darnos prisa para despedir a Tallboy. Había visto lo mejor que le podíamos ofrecer. ¡Quién iba a decirlo! Tal vez el entusiasmo de McAndrew fuese más persuasivo que mil horas de exposiciones incomprensibles.

No sé si los molinos de la burocracia muelen fino o no, pero puedo asegurar que lo hacen lento. Mucho antes de que tuviéramos un informe oficial del despacho de Tallboy, quedó zanjado el asunto de la visita de Jan a Tritón.

Había perdido. Jan iba rumbo a Neptuno tras conseguir, apelando a sus mañas, que la llevase una nave de carga de aceleración media. En cualquier momento tendríamos noticias de su llegada. Y McAndrew no podía esperar: Wicklund se obstinaba en un silencio frustrante con respecto a su nuevo trabajo.

Por una segunda coincidencia de esas que según McAndrew eran inevitables, el pronunciamiento de Tallboy sobre el futuro del Instituto Penrose llegó al Centro de Comunicaciones al mismo tiempo que el primer mensaje de Jan desde la estación Tritón. De su espaciograma no supe hasta más tarde, pero Limperis envió el mensaje de Tallboy a todos los miembros del Instituto. En ese momento me encontraba fuera, trabajando cerca del Hoatzin, y la noticia me llegó sin imagen, por la radio de mi traje.

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