—Bueno, Jeanie —dijo. Pero cuando cambiábamos de asiento vi que sonreía casi para sus adentros.
Los cálculos eran elementales; yo misma podría haberlos hecho. El Merganser llegaría al planeta errante en unos sesenta días de tiempo-nave, si durante todo el trayecto Jan y Sven mantenían la aceleración al máximo. Nosotros podríamos estar allí en treinta y cinco días de tiempo-nave, pero así ganaríamos sólo diez días de tiempo inercial. Llegaríamos a Vandell un par de días después que ellos. Para mí, dos días significaban demasiado tiempo.
La estela de nuestra impulsión dejó una huella de ionización a través de todo el Sistema Solar. Mac se aseguró de que no hubiera naves directamente detrás de nosotros que pudiesen ser quemadas por el escape y, mientras lo hacía, a mí se me ocurrió una idea: envié un mensaje a Asuntos Exteriores diciendo que íbamos a efectuar un breve ensayo de alta aceleración con el Hoatzin antes de que fuera confiscado. Con suerte, la gente de Tallboy supondría que habíamos sido víctimas de un lamentable accidente, y que al descomponerse cierto elemento de control de la unidad de impulsión habíamos salido disparados a través del Sistema Solar en dirección al exterior. Limperis y sus amigos del Instituto, por supuesto, no lo creerían. Al menos cuando vieran las coordenadas de destino, pero no manifestarían sus sospechas a Tallboy. Tal vez hasta obtuvieran algún provecho de nuestra desaparición, si indicaban la necesidad de que les adjudicaran más fondos para mejorar los sistemas de seguridad y mantenimiento de las naves. Limperis podría hacer una jugada de este tipo con los ojos cerrados.
Si por suerte todo salía bien hasta que McAndrew y yo volviésemos… Pero entonces nada nos salvaría de perder el pellejo.
Aunque, a decir verdad, a ninguno de los dos nos preocupaba mucho esa posibilidad. Teníamos otra cosa en la cabeza. Mientras rastreábamos el centelleo invisible de la impulsión del Merganser, Mac recurría al banco de datos para obtener información sobre el planeta errante Vandell. No consiguió mucho. Teníamos coordenadas relativas al Sol, y componentes de velocidad, pero sólo servían para poder encontrar una ruta hacia el planeta. Wicklund se las había ingeniado para determinar un límite superior a su diámetro valiéndose de la interferometría lineal de larga base. Creía que estábamos ante un cuerpo no mayor que la Tierra. Pero nos faltaban las variables físicas: masa, estructura interna, temperatura, campo magnético y composición física. Ni siquiera teníamos un cálculo aproximado de la rotación. Mac echaba chispas, pero al menos tendría mucha más información para darle cuando nos acercáramos. La semana anterior a nuestra partida del Instituto, había cargado en el Hoatzin todos los instrumentos que aún no habían sido embalados y que podían darnos información útil sobre Vandell sin tener que poner el pie sobre su superficie.
A cien g de aceleración, uno sale disparado por el Sistema Solar en una trayectoria que se acerca mucho a la línea recta. Las aceleraciones gravitacionales producidas por el Sol y los planetas resultan comparativamente insignificantes, incluso en el Sistema Interior. Nos dirigíamos en línea recta hacia un determinado punto de la constelación Lupus, el Lobo, donde al parecer estaba Vendell, cerca de un antiguo fragmento de supernova. Su explosión había iluminado los cielos de la Tierra hacía más de mil años, en el año 1006 de nuestra era. La supernova era un objeto interesante, pero no recorreríamos ni la milésima parte de la distancia que nos separaba de ella. Wicklund tenía razón. Desde el punto de vista del espacio interestelar, el planeta errante Vandell se encontraba justamente en el patio trasero del Sol.
No me preocupaba ningún problema de la trayectoria sino algo totalmente distinto. Cuando los impulsores estaban conectados, el Merganser y el Hoatzin no podían recibir ni transmitir mensajes. Por tanto sólo tendríamos oportunidad de comunicarnos con Jan y Sven Wicklund cuando hubiesen cortado la impulsión, es decir, mientras flotaban a la deriva para inspeccionar un poco, o estudiar el paisaje estelar desde un punto ligeramente distinto. Aunque no esperaran recibir mensajes con la impulsión interrumpida, el ordenador los detectaría y les comunicaría cualquier cosa de importancia.
Pero yo me encontraba con un problema: para enviarles un mensaje, debíamos desconectar nuestra impulsión, y cada vez que lo hiciéramos nuestra llegada se retrasaría un poco más. Nuestra señal tardaría días o semanas en llegar, y para recibirla, el Merganser debía desconectar sus impulsores exactamente en el momento adecuado. Lo único que quería decirles era no aterricéis. Pero no sabía cuándo cortar nuestra impulsión y enviar el mensaje urgente justo en el momento exacto en que la impulsión de ellos no funcionara.
Le di vueltas en la cabeza al problema hasta que me salió humo de las orejas. Por fin desistí y le cargué el muerto a McAndrew. Mac comentó que sabíamos en qué ocasiones habían desconectado la impulsión, a juzgar por las brechas que aparecían en la estela del Merganser. Hacer una predicción era un sencillo problema de optimización estocástica. Lo resolvió antes de que lleváramos una semana de vuelo. Pero la solución predecía una probabilidad tan baja de contacto con éxito que ni siquiera lo intenté. Sería mejor mantener la impulsión al máximo y tratar de ganarles la delantera.
Como los escudos nos protegían de la lluvia de partículas y radiación a la que daba lugar nuestra velocidad cercana a la de la luz, no nos sentíamos mover. Pero ya lo creo que nos movíamos.
Si no lo he dicho antes, lo diré ahora: la impulsión equilibrada de cien g será muy bonita, pero es de lo más hija de puta. Uno viaja un año luz en sólo un mes de tiempo-nave. En dos meses, uno recorre cincuenta años luz. En cuatro meses-nave uno está fuera de la Galaxia, rumbo a Andrómeda.
Calculé que en doscientos días uno estaría en el límite del Universo, a 18 mil millones de años luz. Desde luego, cuando uno hubiese llegado hasta allí, el Universo se habría expandido 18 mil millones de años luz más, de modo que uno no estaría en el nuevo límite. De hecho, puesto que el «límite» se define como el sitio donde la velocidad de recesión de las galaxias se equipara a la velocidad de la luz, uno seguiría estando a 18 mil millones de años luz del límite, y esto siempre seguiría siendo así, por mucho que uno viajara. Lo peor del caso era que si uno efectuara una trayectoria que lo pusiera en situación de reposo en relación con la Tierra, al desconectar la impulsión las galaxias cercanas se alejarían casi a la velocidad de la luz.
Al cabo de una hora o dos de cavilar, en este tenor, sentí una nueva simpatía hacia el pobre Aquiles capturado en la paradoja de Zenón, que intentaba atrapar a la tortuga sin poder lograrlo nunca.
Según McAndrew, si uno viajaba durante un año comenzaría a tener efecto sobre la estructura a gran escala del espacio-tiempo. La energía del punto cero del vacío que capta la impulsión no es inextinguible. Con respecto a lo que realmente sucedería si uno siguiera viajando…
Desde luego es una cuestión puramente teórica, como señaló McAndrew. Porque mucho antes de eso, el plato de masa resultaría inadecuado para proteger la impulsión, y toda la estructura se desintegraría a causa de la colisión contra los gases y el polvo intergaláctico. Muy tranquilizador; pero el tono de intriga y especulación de Mac al analizar la posibilidad bastó para que se me pusiera la carne de gallina.
Durante los últimos tres días de vuelo, nuestro ordenador se encargó de fijar las posiciones necesarias para ajustar la situación y velocidad originales de Wicklund en su encuentro con Vandell. Las observaciones y cálculos se efectuaron en fracciones de microsegundo, mientras la impulsión estaba desconectada. Al mismo tiempo enviamos mensajes en modalidad de ráfagas, preparados y resumidos por anticipado, hacia la posición proyectada del Merganser. Les pedimos que transmitieran una señal de retorno; pero no llegó ningún mensaje. Lo único que obtuvimos fue el «señal recibida» automático, emitido por el ordenador de su nave.
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