Un día antes del encuentro, redujimos la impulsión. Todavía no estábamos en condiciones de ver al Merganser ni a Vandell, pero los ordenadores de la nave ya podían comenzar a comunicarse. Les llevó apenas unos segundos reunir la información que yo necesitaba y escupir el resumen en la pantalla:
No se registra presencia humana a bordo en este momento. Cápsula de transbordo en uso para trayectoria planetaria descendente. No se registran señales procedentes de la cápsula.
Tecleé la única pregunta que importaba: ¿Descenso cuándo?
Siete horas tiempo-nave.
Habíamos llegado demasiado tarde. Jan y Sven Wicklund estarían en la superficie de Vandell. Entonces tomé conciencia de otra parte del mensaje. No se registran señales procedentes de la cápsula.
—¡Mac! —dije—. No llegan señales de la cápsula.
Asintió con gesto adusto. También él lo había notado. Aunque estuviesen en la superficie, la cápsula debería enviar una señal para fijar la posición de la unidad y permitir la compensación del efecto Doppler en la frecuencia de comunicaciones.
—No hay señales procedentes de la cápsula —repetí—. Eso significa que están…
—Bueno —su voz sonó ronca, como si no le quedara aire en los pulmones—, no te precipites en sacar conclusiones, Jeanie. Todo lo que sabemos es que…
Pero no concluyó la frase. La antena de la cápsula era sólida. Sólo algo muy serio (como el impacto contra una superficie compacta a cientos de metros por segundo) podría descomponerla. No sabía de ningún caso en que la central de comunicaciones de una cápsula hubiese muerto y su tripulación subsistido.
Permanecimos inmóviles, en un silencio vacío y helado, mientras el Hoatzin nos acercaba al planeta errante. Pronto pudimos verlo por nuestros potentes telescopios de altísima resolución. Sin tomar ninguna decisión a un nivel consciente, introduje automáticamente una secuencia de instrucciones para liberar nuestro propio transbordador tan pronto la impulsión se detuviera por completo. Luego me limité a contemplar el planeta que tenía delante.
Durante gran parte del viaje había tratado de visualizar el aspecto de un planeta que no hubiese conocido el calor del Sol durante millones o miles de millones de años. ¿Cuánto tiempo llevaría flotando solo? No lo sabíamos. Tal vez desde que nuestra especie había descendido de las copas de los árboles, o desde que la vida había aparecido sobre la Tierra. Durante todo ese tiempo, el planeta se había desplazado por el vacío silencioso, respondiendo sólo a la atracción persistente y sutil de la gravedad galáctica y el efecto de los campos magnéticos, vagando por regiones donde las estrellas apenas eran distantes puntos de luz contra el manto negro del cielo. Sin luz solar que infundiera vida en su superficie, Vandell sería frío y carecería de aire: el confín más íntimo y helado del infierno. Me estremecí sólo de pensarlo.
El planeta creció gradualmente en las pantallas que teníamos delante. A medida que mejoró la definición de los visores, comencé a notar que la imagen no coincidía con el cuadro que me había trazado mentalmente. Vandell era visible, en longitudes de onda ópticas. Estaba allí, en el centro de la pantalla: era una pequeña esfera que emitía un fulgor suave y rosado, vivo, contra el fondo estelar. La superficie parecía estremecerse, en un dibujo evanescente de finas líneas que la atravesaban.
McAndrew también lo había captado. Lanzó un gruñido de sorpresa, se cogió el mentón entre las manos y se inclinó hacia adelante. Al cabo de dos minutos de silencio, se abalanzó hacia el terminal y tecleó una breve secuencia.
—¿Qué haces? —le pregunté, cuando vi que pasaban otros dos minutos y seguía en silencio.
—Quiero ver qué hay en la memoria del Merganser. Debe haber algunas imágenes del momento en que se aproximaron por primera vez. —Gruñó y movió la cabeza—. Observa esa pantalla. No es posible que Vandell tenga ese aspecto.
—Me sorprendió verlo en longitudes ópticas. Pero no sé bien por qué.
—Hay energía… —Se encogió de hombros, sin apartar la mirada de la pantalla—. Mira, Jeanie, lo único que puede proporcionar energía a la superficie del planeta es una fuente interna. Pero nunca he conocido nada que pudiera emitir tanta radiación en estas frecuencias y mantenerla durante un período de tiempo tan largo. Y observa el contorno del disco planetario: es menos brillante. ¿Lo ves? Es un limbo atmosférico que tiende a oscurecerse, si es que alguna vez he visto alguno… Es una atmósfera sobre un planeta que debería ser frío como el espacio. No tiene el menor sentido. Ningún sentido.
Observamos juntos en la pantalla la aparición de los datos que nuestro ordenador recogía del Merganser. El visor que teníamos a la izquierda revoloteó en una pirotecnia de colores, y luego quedó totalmente oscuro. McAndrew lo contempló, y lanzó una imprecación.
—A ver cómo te explicas esto, Jeanie. Así se veía Vandell en la parte visible del espectro cuando Jan y Sven hicieron su aproximación final: negro como el infierno, totalmente invisible. Llegamos aquí, un par de días más tarde, y aparece eso. —Agitó el brazo hacia la pantalla central, donde Vandell aumentaba de tamaño cada vez más a medida que nos acercábamos a él—. Mira las lecturas que hizo Wicklund mientras se aproximaban a la órbita de detención. No había emisiones visibles, ni térmicas, ni señal de atmósfera alguna. Ahora mira nuestras lecturas; el planeta es visible, se encuentra por encima del punto de congelación, y cubierto de nubes. Es como si ellos hubiesen descrito un mundo, y nosotros llegáramos a otro totalmente distinto.
Mac suele decirme que no tengo imaginación. Pero mientras él hablaba, por mi mente cruzaron pensamientos alocados que ni siquiera me atreví a mencionar. Un planeta que cambiaba de aspecto cuando los humanos nos acercábamos a él; un mundo que aguardaba pacientemente millones de años, y luego dejaba caer un manto de atmósfera a su alrededor apenas lograba atraer a su superficie a un grupo de personas. ¿Cabría interpretar los cambios de Vandell como el resultado de una intención, de un acto deliberado e inteligente por parte de algo que habitase en el planeta?
Cuando mi mente hervía de ideas extravagantes, la consola de navegación dejó oír un agudo silbido para anunciar que la impulsión se había detenido por completo. Estábamos en posición de encuentro, a doscientos mil kilómetros de Vandell. Antes de que el sonido terminara, me puse de pie y me encaminé a la cápsula transbordadora. Cuando estuve en la portezuela me detuve y me volví, esperando tener a McAndrew en los talones. Pero no se había movido de los controles. Estaba examinando la lista con los parámetros físicos de Vandell: masa, temperatura, diámetro medio, rotación. Contemplaba la pantalla con ojos ciegos. Entonces solicitó nuevamente el índice de rotación de Vandell: era tan pequeño que en los parámetros de los soportes aparecía como cero.
—¡Mac!
Se volvió, sacudió la cabeza como para desalojar su propia versión de las ideas imposibles que acababan de surcar mi mente al ver los cambios de Vandell, y lentamente me siguió hasta la cápsula. Antes de entrar se detuvo por última vez a observar las pantallas.
Ninguno de los dos cuestionó lo del transbordador. No supimos cuándo ni cómo, pero ambos habíamos decidido que debíamos descender a la superficie de Vandell. Fuera como fuese, debíamos recuperar los cuerpos que yacían bajo las nubes titilantes y perladas que cubrían el planeta errante.
En otro tiempo y lugar, la vista que se percibía desde la cápsula habría sido bellísima. Ahora que estábamos más cerca podíamos explicarnos los resplandores rosados. Eran tormentas eléctricas que atravesaban las nubes del cielo de Vandell. Tormentas eléctricas que no debían estar allí, en un planeta muerto. Al girar en órbita cada vez más baja, habíamos vaciado el banco de datos del Merganser, No encontramos nada nuevo, salvo la última serie de lecturas instrumentales que había regresado al ordenador central mientras la otra cápsula transbordadora comenzaba a descender hacia la superficie de Vandell: presión atmosférica: cero; campo magnético: insignificante; temperatura: cuatro grados absolutos; gravedad en la superficie: cuatro décimas de g; índice de rotación planetaria: demasiado pequeño para ser expresado en valores.
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