Peor que cualquier otro que hayamos sentido hasta ahora. Me costaba mucho imaginarlo. Tampoco adivinaba la causa, pero en las pocas horas transcurridas desde la llegada de la otra cápsula, algo se había apoderado de la serena superficie de Vandell para convertirla en una ruina despedazada y enloquecida.
Haciendo caso omiso a mis instintos, acepté correr más riesgos, trepar por rocas más amenazadoras y transitar por cornisas que en cualquier momento podían ceder bajo nuestro peso. Creo que este tramo fue peor para Mac y para mí que para Sven y Jan. Ellos podían caminar a ciegas y fiarse de nosotros; pero Mac y yo teníamos que mantener los ojos muy abiertos y detectar todos los peligros que nos cercaban. Quería bombardear a preguntas a McAndrew, pero no me atrevía a desviar su atención hacia ninguna otra cosa que no fuera lo más inmediato.
En veinte minutos estuvimos a cien metros de la cápsula. El resto del camino parecía una senda llana. Entonces, escuché un gruñido y una maldición por la radio del traje, y al volverme pude ver a Mac deslizándose de lado por una larga pendiente de cascajos. En el momento último consiguió dejar a salvo a Sven cuando la tierra comenzó a quebrarse. Al caer trataba de asirse a la tierra, pero no podía aferrarse a nada firme. En pocos segundos se perdió de vista detrás de un revoltijo negro de peñascos.
—¡Mac! —Me alegré de que Jan no pudiese oír mi voz rota por el pánico.
—Estoy aquí, Jeanie. Estoy bien. —Parecía la voz de quien está en un merienda en el campo. Ha sido culpa mía. Me di cuenta de que la tierra comenzaba a quebrarse mientras Sven avanzaba. En lugar de seguirla como una oveja, hubiera debido tomar otro camino.
—¿Puedes volver?
Se hizo un silencio, probablemente de treinta segundos. En mi inquietud, me pareció una hora. Escuché por radio la respiración cada vez más agitada de Mac.
—No estoy seguro —dijo por fin—. Esto es un lío. La pendiente es demasiado escarpada para poder treparla. Me he deslizado por las piedras sueltas. Me llevará bastante tiempo. Será mejor que los tres sigáis adelante. Ya os alcanzaré. No tenéis tiempo para quedaros esperando.
—Olvídalo. Quédate. Ya iré a buscarte. —Me incliné para que mi casco quedara contra el dejan.— Jan, ¿me oyes?
—Sí, pero habla más fuerte. —Su voz sonaba débil, como si estuviera a muchos metros de mí.
—Quiero que tú y Sven os quedéis aquí y que no os mováis lo más mínimo. Mac se ha caído por una pendiente y tengo que ir a ayudarlo. Regresaré dentro de unos minutos.
Lo había dicho para tranquilizarlos, pero entonces me pregunté qué sucedería si pecaba de optimista con respecto al tiempo de mi regreso.
—Esperadnos veinte minutos. Si no regresamos para entonces, tendréis que ir hasta la cápsula por vuestros propios medios. Está a cien metros de vosotros, en línea recta tal como estáis ahora. Si seguís sin desviaros cincuenta pasos y luego os limpiáis los visores, podréis verla.
Sabía que Jan tenía muchas preguntas que hacerme, pero no había tiempo para respondérselas. El tono de Mac sugería que sería completamente fatal estar en la superficie de Vandell, desprotegidos, cuando nos sacudiera el próximo seísmo.
Sabía exactamente dónde se encontraba Mac, pero me costó muchísimo verlo. El deslizamiento había arrastrado fragmentos pequeños y grandes, desde cascajos y guijarros hasta considerables moles de piedra. Sus esfuerzos por ascender la ladera sólo habían logrado enterrarlo más entre los restos. Tenía tres cuartas partes del traje bajo las rocas. Y al parecer sus movimientos también lo habían deslizado hacia atrás. Con una pendiente de treinta grados por delante, creo que nunca hubiese podido salir solo. Y más abajo de la ladera se abría una ancha fisura de profundidad indefinida.
Miraba en mi dirección; me había visto.
—Jeanie, no te acerques más. Resbalarás hasta aquí, como yo. Después de la cornisa en la que estás no hay superficie firme.
—No temas, no pienso avanzar. —Retrocedí un paso y me aproximé a una inmensa roca que debía pesar muchas toneladas. Volví la cabeza para que el pecho del traje de Mac apuntara al centro exacto de mi visor—. Ahora no muevas un solo músculo. Voy a emplear el Walton, y no tenemos tiempo para un segundo intento.
Levanté los hilos del retículo óptico ligeramente para compensar el efecto de la gravedad, y luego sintonicé la secuencia que liberaba el Walton. Se encendió el solenoide de expulsión, y el delgado filamento que terminaba en un electroimán salió disparado del panel torácico de mi traje en dirección al de McAndrew. El láser del extremo midió la distancia del objetivo, y el imán le siguió una fracción de segundo antes del contacto. Mac y yo quedamos unidos por un filamento del espesor de un cabello. Me abracé a la inmensa roca por detrás.
—¿Listo? Voy a tirar de ti.
—Listo. ¿Pero cómo no se me ocurrió emplear el Walton? ¡Maldita sea! No habría hecho falta que regresaras. Podría haberlo hecho solo.
Comencé a bobinar el filamento lentamente, para que Mac pudiera liberarse de las piedras y los cascotes. El Izaak Walton venía usándose desde hacía bastante tiempo, desde que las primeras grandes obras de construcción espacial pusieron en evidencia la necesidad de hallar una forma de moverse en el vacío sin desperdiciar masa de reacción de los trajes. Si lo único que se quiere es un pequeño momento lineal —se dijo—, ¿por qué no cogerlo de las inmensas estructuras que uno tiene alrededor? Eso es todo lo que hacen los Waltons. Los había utilizado cientos de veces en caída libre: disparaba el filamento a la viga hasta la que quería llegar, me conectaba, y luego me iba acercando hasta allí. Lo mismo había hecho Mac, y por eso se hallaba tan disgustado consigo mismo. Pero yo pensaba que era la primera vez que un Walton se empleaba sobre la superficie de un planeta.
—No creo que hubieses podido hacerlo, Mac —lo consolé—. Esta gran roca es el único cuerpo sólido que puedes ver desde aquí, y no parece tener un elevado contenido de metal. No habrías tenido dónde sujetar el imán aquí arriba.
—Tal vez —rezongó—. Pero al menos podría haber tenido la sensatez de intentarlo. Soy un idiota sin remedio.
¿Qué sería yo, entonces?, me atreví a pensar. Proseguí rebobinando el filamento hasta que Mac logró trepar y ponerse de pie a mi lado. Entonces desconecté el campo. El filamento y el imán volvieron automáticamente al carrete de almacenamiento que yo llevaba en el pecho. Nos volvimos con cuidado y fuimos al encuentro de Jan y Sven.
Estaban donde los había dejado, uno al lado del otro, con los cascos unidos, como un adorno gélido y abandonado sobre el paisaje perverso de Vandell. Habían pasado más de quince minutos desde que me había ido en busca de Mac; imaginaba su inquietud. Apoyé mi casco sobre los de ellos.
—Sanos y salvos. En marcha.
Jan me estrujó el brazo con desesperación. Hicimos de nuevo nuestra cadena humana y fuimos hasta la cápsula como una familia de cangrejos. No fue tan fácil como había creído, o como había sugerido ajan, pero en menos de quince minutos nos encontramos abriendo la portezuela exterior y zambullendo a los jóvenes dentro.
La compuerta era pequeña. Sólo cabían dos a la vez. Cuando entramos McAndrew y yo, ellos ya se habían quitado los trajes. Jan estaba pálida y temblorosa. Parecía diez años mayor. Sven Wicklund era el mismo tipo rubio y soñador de siempre. Su aspecto era increíblemente juvenil. Como sucedía con McAndrew, sus cavilaciones interiores lo mantenían parcialmente resguardado de las duras realidades. Incluso en ese momento blandía ante nosotros un papel cubierto de jeroglíficos. Pero Jan y Sven habían sabido resistir y mantener la compostura incluso en los momentos en que la muerte parecía segura. Se me ocurrió entonces que si había que encontrar un rito de iniciación que marcara el ingreso en la edad adulta, no podría hallarse ninguno tan duro como el que Jan acababa de afrontar.
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