Charles Sheffield - Las crónicas de McAndrew

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Como Newton en el siglo XVII o Eintein en el XX, McAndrew es el genio indiscutido de la física del siglo XXII. Los
, minúsculos agujeros negros cargados y en rotación, no tienen secretos para quien ha descubierto la forma de usarlos como fuente de energía. Su dominio de la ciencia y un sin par sentido práctico le llevan a inventar los más sorprendentes artilugios como la primera nave interestelar sin efectos de inercia. La pilota su compañera, la capitana Jeanie Roker y juntos explorarán a fondo el sistema solar interior, el Halo de cometas que le rodea y llegarán a viajar a Alfa Centauro, en medio de las más sorprendentes situaciones.
Seguir a McAndrew en sus aventuras es adentrarse con gran amenidad en un mundo de brillante especulación y saborear las delicias de la inteligencia.

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—No.

«Comunicación concluida». Mientras el ordenador emitía una copia de la transmisión por escrito al Instituto, hice mis cálculos.

—Mac, hay un pequeño problema. La ceremonia de aceptación de Jan coincidirá con la visita de Tallboy.

—Desde luego. —Pareció sorprendido de que no hubiera caído en la cuenta hasta entonces—. Podremos arreglarlo. Que ella venga aquí. Querrá visitar el… No ha estado en el Instituto desde que Wicklund se marchó a la estación Tritón.

—Pero estarás muy ocupado con Tallboy y no podrás pasar mucho tiempo con ella. ¡Qué mala suerte!

McAndrew se encogió de hombros, y eso bastó para que se lanzara a hablar.

—Cuando una serie de acontecimientos independientes suceden al azar en el tiempo y el espacio, se observa que se produce una aglomeración de acontecimientos. Es inevitable. Eso explica las coincidencias. Si uno supone que los momentos de aparición de los acontecimientos siguen una distribución de Poisson, y calcula la probabilidad de que un número dado ocurra en breves intervalos de tiempo, verá que…

—¡Sáquelo de aquí! —dije a Limperis.

Palmeó a McAndrew en el hombro.

—Vamos. Coincidencia o no, es un día para celebrar. Ahora será padre, y gracias a Jeanie, Tallboy vendrá a ver nuestra obra. —Me guiñó un ojo—. Aunque tal vez Jan cambie de idea cuando oiga hablar a Mac durante horas, ¿eh, Jeanie? ¡Pobre niña! No está acostumbrada como usted.

McAndrew se limitó a sonreír. Estaba demasiado exultante para dejarse intimidar por una sutil reconvención.

—Si hay que compadecer a la pobre criatura —dijo— será por esa filistea madre espacial que le tocará desde hoy. Si quisiese hablar ajan de distribuciones de probabilidad, probablemente querría escucharme.

Probablemente sí. Había visto sus notas en matemáticas.

Limperis se disponía a cortar la comunicación, pero McAndrew aún no había terminado.

—Como sabrás, las leyes de probabilidad no sólo permiten las coincidencias —dijo—, sino que…

Antes de que terminara, la pantalla quedó en blanco.

No tenía más asuntos oficiales que atender en la Tierra, pero no regresé inmediatamente. Limperis tenía razón. Era una ocasión digna de celebrarse. Fui al restaurante Asgard, en la cúspide del Kilómetro de Altura, y ordené el menú completo panorámico. En cierto sentido malgasté el dinero, pues apenas reparé en los platos que me fueron sirviendo los sensorios. Me pasé el tiempo rememorando los últimos diecisiete años, desde quejan había nacido. Era tan pequeña entonces que su puño cabía en el viejo guardacabo de plata que los amigos de McAndrew le regalaron como obsequio de nacimiento.

Pocos años más tarde comprendí que teníamos algo excepcional en nuestras manos. Jan había pasado con asombrosa facilidad todas las pruebas que le habían aplicado. Me sentí como si pudiera presenciar el pasado de McAndrew: estaba segura de que él había sido igual treinta años atrás. Los obligados años de separación no habían sido tan difíciles, porque McAndrew y yo pasábamos casi todo el tiempo en largos viajes espaciales, donde los años terrestres transcurrían en meses de tiempo-nave, pero me alegré mucho de que por fin hubiesen terminado. Dentro de pocos días, McAndrew, Jan y yo estaríamos oficial y permanentemente unidos por vínculos de parentesco.

Cuando terminé la comida, probablemente lucía la misma expresión idiota que había visto en la cara de Mac antes de que Limperis desconectara el vídeo. Ninguno de los dos podíamos imaginar que, tras la inminente ceremonia, nos aguardaba un sombrío futuro.

Los días siguientes fueron demasiado ajetreados para que me entregara a la introspección. El Instituto Penrose había estado en órbita libre, a casi un millón de kilómetros, pero para facilitar la visita de Tallboy, Limperis hizo que regresáramos a la anterior posición L-4. En una reunión general de planificación, decidimos lo que íbamos a enseñar, y cuánto tiempo dedicaríamos a cada actividad de investigación. Jamás había escuchado semejantes disparates. La concentración de poder intelectual que había en el Instituto significaba que una docena de descubrimientos importantísimos se disputarían el tiempo de Tallboy. Limperis fue tan imparcial y diplomático como siempre, pero no halló modo de tranquilizar a Macedo cuando ésta supo que sólo tendría diez minutos para exponer tres años de esfuerzos con los sistemas de acoplamiento electromagnético. Y Wenig aún se lo tomó peor: quería estar en todas las demostraciones, y además tener tiempo para defender su propio trabajo sobre la materia ultradensa.

Por su parte, McAndrew tenía problemas de otro tipo con Sven Wicklund. El joven físico seguía en la estación Tritón, adonde había ido en busca de paz y tranquilidad. Se quejaba de que el Sistema Interior era un sitio demasiado atestado y enloquecedor.

—¿Qué demonios está haciendo allí? —gruñía McAndrew—. Necesito saberlo para informar a Tallboy, pero un mensaje a Neptuno tarda cuatro horas, sólo en la ida, y además se niega a hablar. Estoy seguro de que anda metido en algo importante y nuevo. ¡Maldita sea! ¿Qué voy a poder decir?

No me sentí muy solidaria. Me parecía de lo más justo. McAndrew siempre se había negado a hablar de sus ideas mientras estaban en elaboración —«a medio cocinar», cómo él decía—. Según parece, Sven Wicklund hacía lo mismo y McAndrew se lo tenía bien merecido.

Pero el Instituto Penrose necesitaba todo el material que pudiera impactar a Tallboy, así que continuó enviando largos y vanos mensajes, azuzando a Sven Wicklund para que soltara algo sobre su trabajo, aunque no fuese más que una sola idea. Pero todo fue inútil.

—Y lo peor es que es el más brillante de todos nosotros. —Este comentario, viniendo de McAndrew, era un verdadero cumplido. Pero sus colegas no estaban tan convencidos.

—No, no creo —dijo Wenig cuando se lo pregunté—. De todas formas, es una pregunta sin sentido. Los dos son muy distintos, imagine que Newton y Einstein hubiesen vivido en la misma época. McAndrew es como Newton: está en su salsa tanto en la teoría como en la experimentación. Y Wicklund es todo teoría; necesita ayuda hasta para cambiarse de pantalones. Pero así y todo, es una pregunta sin sentido. ¿Qué es mejor, la comida o la bebida? Es lo mismo. Lo importante es que son contemporáneos, y que pueden conversar de lo que cada uno descubre.

Pero Wicklund se negaba a hacerlo, al menos durante esa etapa de su trabajo. Finalmente, McAndrew renunció a todo intento de arrancarle nada, y se concentró en asuntos más inmediatos.

Mi parte en el espectáculo que daríamos a Tallboy era insignificante. Así debía serlo. Mis estudios sobre Ingeniería Gravitacional y Eléctrica no me permitirían ni siquiera entrar como vigilante en el Instituto Penrose. Mi labor se centraba en el Hoatzin. Hasta que (si había presupuesto) comenzáramos a trabajar en otro modelo, esta nave contenía la versión más avanzada de la Impulsión de McAndrew. Podía mantener una aceleración de cien g durante meses, y de ciento diez siempre que la tripulación postergara el uso del baño y la cocina.

Oficialmente, la Oficina de Asuntos Exteriores era titular del Hoatzin, y lo utilizaba el Instituto, aunque para mis adentros lo consideraba una posesión personal. Ninguna otra persona lo había pilotado nunca.

Tenía pocas esperanzas de que Tallboy quisiera hacer un vuelo de prueba, tal vez un corto recorrido hasta Saturno. Podíamos ir y volver en un par de días. La nave estaba preparada. Para eso y para mucho más: si él lo aprobaba, estábamos listos para partir rumbo a la sonda de Alpha Centauri (cuarenta y cuatro días de tiempo-nave. No mucho si tenemos en cuenta que la primera nave tripulada a Marte había tardado más de nueve meses). En una semana o dos podíamos comenzar nuestro periplo interestelar.

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