Charles Sheffield - Las crónicas de McAndrew

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Las crónicas de McAndrew: краткое содержание, описание и аннотация

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Como Newton en el siglo XVII o Eintein en el XX, McAndrew es el genio indiscutido de la física del siglo XXII. Los
, minúsculos agujeros negros cargados y en rotación, no tienen secretos para quien ha descubierto la forma de usarlos como fuente de energía. Su dominio de la ciencia y un sin par sentido práctico le llevan a inventar los más sorprendentes artilugios como la primera nave interestelar sin efectos de inercia. La pilota su compañera, la capitana Jeanie Roker y juntos explorarán a fondo el sistema solar interior, el Halo de cometas que le rodea y llegarán a viajar a Alfa Centauro, en medio de las más sorprendentes situaciones.
Seguir a McAndrew en sus aventuras es adentrarse con gran amenidad en un mundo de brillante especulación y saborear las delicias de la inteligencia.

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Demorarme no facilitaría las cosas. Accioné la palanca que abría la esclusa, me coloqué a un lado de la cámara y oprimí el mecanismo de extensión del túnel.

El líquido irrumpió por la abertura. Luché por resistir la presión para permanecer cerca del control de la esclusa.

Se produjo una marea blanca a mi alrededor. Los copos chocaron contra mi traje y quedaron adheridos a él, cubriendo el visor de mi rostro con una capa opaca. En treinta segundos perdí totalmente la visión; moví con lentitud y torpeza los brazos hasta la palanca de la compuerta.

No había previsto que pudieran dejarme sin visión en tan poco tiempo. ¿Ya habrían entrado Anna y McAndrew en la cámara a través de la esclusa abierta? No tenía forma de saberlo. Esperé todo lo que me fue posible y luego accioné la palanca. Mi brazo se movió pesadamente bajo la masa de copos de nieve que se aferraban a él. Sentí el desplazamiento del control y el rugido ahogado de la bomba. Traté de sacudirme la masa de copos de los brazos para moverlos con libertad, pero fue inútil. Pronto fui incapaz de hacer el menor movimiento. Estaba en la oscuridad. Si los copos toleraban el vacío, McAndrew, Anna y yo correríamos la misma suerte que Lanhoff. Estábamos atrapados en los trajes, sin poder usar las unidades de comunicación, condenados a morir cuando el calor acumulado nos matara.

Fue una interminable espera (sólo diez minutos, según la central de comunicaciones de la nave, pero me parecieron días). De pronto se abrió un claro en la oscuridad que cubría el visor de mi traje. Podía mover los brazos nuevamente. Vi cómo los copos plumosos caían de mi cuerpo y eran succionados por la esclusa.

Giré, atisbando por el único punto despejado de mi visor. En la cámara había otros dos bultos esféricos, que gradualmente comenzaban a adquirir forma humana. En cinco minutos más pude ver algunas partes de sus trajes.

—¡Anna! ¡Mac! Dad la vuelta…

Giraron torpemente para quedar de frente. Los vi detrás de los visores, con los rostros blancos pero inequívocamente vivos.

—Vamos. Salgamos de aquí.

—Espera. —McAndrew sacó una bolsa del costado de su traje, la abrió y recogió muestras del líquido y de los copos de nieve. Pensé que estaba ante un loco incurable.

—No me jodas con eso, Mac. Salgamos de aquí…

¿Cuál era el peligro ahora? No lo sabía, ni pensaba averiguarlo. Le cogí del brazo, empecé a tirar de él hacia la otra cámara. Todavía seguíamos chapoteando en un caos de fluido y copos que flotaban.

Anna me cogió del brazo. Me encontré remolcándolos, a ella le castañeteaban los dientes.

—¡Dios mío! —exclamó—. Pensé que habíamos muerto. Era como estar muerta, sin sonido, sin nada que ver, sin poder moverme…

—Conozco esa sensación. ¿Cómo es que os dejasteis atrapar? ¿Por qué no corristeis hacia la compuerta en cuanto comenzaron a caer los copos?

Recorríamos el túnel tan rápido como podíamos. McAndrew no soltaba su bolsa de muestras.

—No vimos ningún peligro. —Anna recuperaba gradualmente el control de sí misma, y ya no me cogía el brazo con tanta intensidad—. Cuando atravesamos la esclusa apenas había media docena de copos a la vista. McAndrew dijo que debíamos recoger una muestra antes de partir, pues se trataba de formas de vida más complejas que cualquiera de las descritas por Lanhoff. Y de pronto comenzaron a llegar a millones desde todas partes. Antes de que pudiésemos escapar, teníamos los trajes cubiertos. No nos quedó otra posibilidad.

—¿Pero qué son? ¿Qué hacen? —pregunté.

Habíamos llegado al extremo del túnel. Entramos en la esfera. No había rastros de Will Bayes. De pronto recordé que no le había enviado ninguna señal desde mi partida. Debía estar desesperado. Encendí el contacto que llenaría de aire la cámara. Por alguna razón, nunca hasta entonces había estado tan ansiosa por quitarme el traje.

McAndrew colocó la bolsa en el suelo y todos comenzamos a desembarazarnos de los atuendos, empezando por los cascos.

—¿Qué hacen? Es una buena pregunta —repuso él—. Mientras estábamos allí atrapados tuve tiempo para meditar sobre el asunto.

Bueno, era coherente. McAndrew moriría si dejaba de pensar un solo instante.

—Lanhoff y yo cometimos un grave error. Para él, fue fatal. Ambos pensamos que la reserva de alimentos era aquí tan abundante que no habría actividad evolutiva. Pero olvidamos un hecho básico. Un organismo necesita algo más que comida para subsistir.

—¿Qué más? ¿Humedad? —aventuré. Me había quitado el traje, y el aire me resultaba maravilloso.

—Humedad, sí. Pero también calor. Aquí en el Manna, la actividad evolutiva es aproximarse a una fuente de calor. Si uno está demasiado lejos del centro, pasa a formar parte de la capa helada del exterior. Estas bolas de nieve normalmente viven cerca del centro, lo más cerca posible de los fragmentos radiactivos que proporcionan calor.

Anna había salido de su traje. Ahora que estábamos a salvo, hacía un impresionante esfuerzo por recuperar la compostura. Ya no temblaba e incluso se arreglaba el cabello húmedo y enredado con las manos. Miraba con curiosidad el recipiente con los copos ligeros, que seguían moviéndose alrededor del fluido amarillo.

—La radiactividad ha debido acelerar el ritmo de evolución —aventuró Anna—. Yo pensaba que nos querían comer.

—Dudo que seamos muy apetitosos, comparados con toda la sopa que tienen a su disposición —dijo McAndrew—. No, si no hubiese habido tantos, no habrían sido peligrosos. Pero cuando entramos percibieron el calor que emanaban nuestros trajes e intentaron arrimarse a nosotros. No querían comernos; sólo buscaban un lugar cerca de la chimenea.

Anna asintió.

—Esto causará sensación cuando regresemos a la Tierra. Tendremos que llevar muchos especímenes con nosotros. —Acercó la mano al recipiente abierto. Uno de los copos de nieve se había abierto: era una delicada masa blanca de cilios ligeros. Anna extendió el dedo como si pensara tocarlo.

—¡No hago eso! —grité.

Tal vez no pensara hacerlo, pero al oírme gritar se irguió. Me miró enojada.

—Capitana Roker, usted nos ha salvado y se lo agradezco. Pero no olvide quién está al frente de esta expedición. Y no se le ocurra volver a darme órdenes… nunca.

—No sea imbécil —repuse—. No estaba dándole órdenes. Sólo le decía algo por su propio bien. ¿Es que no sabe distinguir lo que puede ser peligroso?

Mi tono de voz debió traslucir impaciencia y rabia. Anna se enderezó, y su rostro pálido se puso rojo.

—McAndrew ha dicho que estas formas de vida no habrían sido perjudiciales si no hubiesen sido tantas —dijo. Y entonces se acercó a la bolsa y deliberadamente tocó el cuerpo ciliado con el dedo índice. Levantó la vista—. ¿Convencida? Son perfectamente inofensivas.

Entonces, se puso a gritar. Al querer retirar el dedo, la forma se adhirió a él. Los cilios le cubrían el índice hasta la segunda articulación.

—¡No me suelta! —Comenzó a sacudir la mano desesperadamente—. ¡Me hace daño!

Le golpeé el dedo con el casco. El borde cayó en mitad del objeto, que se partió y salió volando por la cámara. Anna se miraba el dedo con enfado. Tenía el índice enrojecido e inflamado.

—¡Hay que ver cómo duele! —Se volvió acusadoramente a McAndrew y le mostró el dedo lesionado—. Imbécil. Me dijo que eran inofensivos, y ya ve cómo se me ha puesto el dedo.

Nos quedamos mirándole el índice, que cada vez parecía más rojo e hinchado.

McAndrew había estado todo el tiempo observando la escena con perplejidad. Antes de que pudiera detenerlo, cogió el láser que había dejado en el suelo, lo apuntó hacia Anna y oprimió el contacto. Se oyó un crujido en la pared que había detrás de Anna, y sentimos olor a carne chamuscada. El brazo de Anna había sido limpiamente cercenado por encima del codo, y la herida cauterizada con un solo toque del instrumento.

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