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Harlan Coben: Última oportunidad

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Harlan Coben Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado? El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Abe y Lorraine Tansmore

26 Marsh Lane

Hanley Mills, MO

Sólo esto. Sólo la dirección. Nada más.

– Es un barrio en las afueras de Saint Louis -explicó Lenny-. He hecho algunas investigaciones.

Seguí mirando fijamente el nombre y la dirección.

– ¿Marc?

Lo miré.

– Los Tansmore adoptaron a una niña hace dieciocho meses. Ella tenía seis meses cuando se la dieron.

Detrás de mí, una representante de Continental dijo:

– El siguiente, por favor.

Una mujer me empujó. Creo que dijo «Dispense», pero no estoy seguro.

– Tenemos reserva en el próximo vuelo a Saint Louis. Salimos dentro de una hora.

Cuando llegamos a la puerta de salidas, le conté mi encuentro con Dina Levinsky. Nos sentamos, como tantas veces, de lado, y mirando hacia delante. Cuando terminé, Lenny dijo:

– Ahora tienes una teoría.

– La tengo.

Vimos despegar un avión. Una pareja anciana sentada enfrente de nosotros compartía una lata de Pringles.

– Soy un cínico. Lo sé. No me hago ilusiones respecto a los adictos. Como mucho, sobreestimo su depravación. Y creo que es esto lo que he hecho.

– ¿Por qué lo dices?

– Stacy no me habría disparado. No habría disparado a Monica. Y nunca habría hecho daño a su sobrina. Era adicta. Pero seguía queriéndome.

– Creo que tienes razón -dijo Lenny.

– Miro hacia atrás. Estaba tan metido en mi mundo que nunca me di cuenta de… -Sacudí la cabeza. No era el momento para aquello-. Monica estaba desesperada -dije-. No podía conseguir una pistola y quizá decidió que no la necesitaba.

– Utilizó la tuya -dijo Lenny.

– Sí.

– ¿Y entonces?

– Stacy debió de adivinar lo que pasaba. Corrió a la casa. Vio lo que había hecho Monica. No sé cómo fue exactamente. A lo mejor Monica intentó matarla a ella también, esto explicaría el agujero de bala cerca de las escaleras. O simplemente puede que Stacy reaccionara. Me quería. Yo estaba como muerto. Probablemente pensó que lo estaba. O sea que no sé… pero seguro que Stacy llegó armada. Y le disparó a Monica.

La azafata de la puerta anunció que pronto embarcaríamos, pero que los pasajeros con necesidades especiales o con tarjeta dorada y platino podían embarcar inmediatamente.

– Por teléfono has dicho que Stacy conocía a Bacard.

– Sí, me lo mencionó.

– De esto tampoco estoy seguro. Pero piénsalo. Estoy muerto. Monica está muerta. Y probablemente Stacy está enloquecida. Tara está llorando. Stacy no puede dejarla. Y se lleva a Tara. Más tarde se da cuenta de que no podrá cuidar de ella. Está demasiado confundida. De modo que se la da a Bacard y le pide que le encuentre una buena familia. O, si me pongo cínico, quizá le dio a Tara a cambio de dinero. No lo sabremos nunca.

Lenny no paraba de asentir con la cabeza.

– A partir de aquí, bueno, sólo podemos seguir con lo que hemos descubierto. Bacard decide ganar un dinero extra fingiendo un secuestro. Contrata a dos locos. Bacard podía conseguir las muestras, por ejemplo. Engañó a Stacy. Le puso una trampa para cargarle el muerto.

Vi que una extraña expresión cruzaba la cara de Lenny.

– ¿Qué?

– Nada-dije.

Llamaron a nuestra fila.

Lenny se puso en pie.

– Embarquemos.

El vuelo iba retrasado. No llegamos a Saint Louis hasta después de medianoche, hora local. Era demasiado tarde para hacer nada. Lenny nos reservó una habitación en el Marriott del aeropuerto. Compré ropa en su tienda abierta toda la noche. Cuando llegamos a la habitación, me di una ducha muy larga. Nos metimos en la cama y contemplamos el techo.

Por la mañana, llamé al hospital para saber cómo estaba Rachel. Todavía dormía. Zia estaba en su habitación. Me aseguró que Rachel estaba mejorando. Lenny y yo intentamos comer el desayuno del hotel. No me entraba nada. El coche de alquiler nos esperaba. Lenny había preguntado cómo llegar a Hanley Hills al recep* cionista.

No recuerdo qué vimos durante el trayecto. Aparte del Arch a lo lejos, no se veía nada más. Estados Unidos tiene centros comerciales del mismo tipo por todas partes. Es fácil criticarlo -yo mismo lo hago di menudo-, pero quizás el atractivo es que nos gusta lo que ya conocemos. Decimos que nos gusta el cambio. Pero en definitiva, sobre todo en estos tiempos, lo que realmente nos atrae es lo familiar.

Cuando llegamos al límite de la ciudad, sentí un temblor en las piernas.

– ¿Qué hacemos aquí, Lenny?

Él no tenía la respuesta.

– ¿Llamo a la puerta y digo: «Perdonen, creo que ésa es mi hija»?

– Podríamos llamar a la Policía -dijo-. Que se encarguen ellos.

Pero yo no sabía cómo podía salir aquello. Estábamos tan cerca. Le dije que siguiera conduciendo. Doblamos a la derecha en Marsh Lañe. Yo estaba temblando. Lenny intentó mirarme para darme ánimos, pero él también estaba pálido. La calle era más modesta de lo que yo esperaba. Había dado por sentado que todos los clientes de Bacard eran ricos. Evidentemente no era el caso de esta pareja.

– Abe Tansmore es profesor -dijo Lenny, leyéndome el pensamiento como siempre-. De sexto curso. Lorraine Tansmore trabaja en una guardería tres días a la semana. Los dos tienen treinta y nueve años. Llevan casados diecisiete años.

Enfrente, vi una casa con una señal de color cereza que decía 2 6 tansmore. Era una casa pequeña, de un solo piso, del estilo que creo que llaman «bungalow». El resto de las casas de la calle parecían hechas polvo. Ésta no. La pintura brillaba como una sonrisa. Había muchos toques de color, de flores y parterres, todos bien recortados y perfectamente podados. Vi un felpudo de bienvenida. Una verja de madera baja rodeaba el jardín. Una familiar, un modelo Volvo antiguo, estaba aparcada en la entrada. También había un triciclo, y uno de esos grandes cochecitos de plástico.

Y fuera había una mujer.

Lenny paró delante de una parcela vacía. Apenas me di cuenta. La mujer estaba en los parterres, arrodillada. Trabajaba con una palita. Llevaba el pelo recogido en una bandana roja. De vez en cuando se secaba la frente con la manga.

– ¿Dices que trabaja en una guardería?

– Tres días a la semana. Se lleva a la hija con ella.

– ¿Cómo llaman a la niña?

– Natasha.

No sé por qué, pero asentí. Esperamos. La mujer, la tal Lorraine, trabajaba con energía, pero estaba claro que disfrutaba. Toda ella desprendía serenidad. Abrí la ventana del coche. Oí que silbaba.

No sé cuántos minutos pasaron. Pasó una vecina y Lorraine se levantó a saludarla. La vecina indicó el jardín con la mano. Lorraine sonrió. No era una mujer hermosa, pero tenía una estupenda sonrisa. La vecina se marchó. Lorraine la despidió con la mano y volvió a su jardín.

Se abrió la puerta principal.

Vi a Abe. Era un hombre alto, delgado y nervudo, con una incipiente calvicie. Llevaba una barba bien recortada. Lorraine se levantó y miró detrás de él. Le saludó con la mano.

Y entonces salió Tara.

El aire que nos rodeaba se detuvo. Sentí que se me cerraban las entrañas. A mi lado, Lenny se puso rígido y murmuró:

– ¡Dios mío!

Durante los últimos dieciocho meses, nunca había creído realmente que aquel momento fuera posible. Había intentado convencerme a mí mismo, no, engañarme para creer que quizá, de alguna manera, Tara seguía con vida y a salvo. Pero mi conciencia sabía que sólo era una ilusión. Me hacía guiños. Me daba codazos durante mi sueño. Susurraba la evidente verdad: que no volvería a ver a mi hija.

Pero era mi hija. Seguía viva.

Me sorprendió lo poco que Tara había cambiado. Había crecido, claro. Se mantenía en pie. Incluso podía correr, como podía ver ahora. Pero su cara… no había ningún error. No me cegaba la esperanza. Era Tara. Era mi hija.

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