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Harlan Coben: Última oportunidad

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Harlan Coben Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado? El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– ¿Dice que no tuvieron nada que ver con el tiroteo en mi casa?

– Eso dice.

Miré a Lenny. Él también veía la contradicción.

– Pero si tenían mi pistola. La que utilizaron para matar al hermano de Katarina.

– Sí, lo sabemos. Dice que Bacard se la dio a Heshy. Para tenderle una trampa. Heshy mató a Pavel y dejó la pistola escondida para que Rachel cargara con el muerto.

– ¿De dónde sacaron el pelo de Tara para la petición del rescate? ¿De dónde sacaron su ropa?

– Según la señorita Dañe, se los dio Bacard.

Negué con la cabeza.

– Entonces ¿fue Bacard quien secuestró a Tara?

– Ella dice que no lo sabe.

– ¿Y mi hermana qué? ¿Qué pintaba en todo esto?

– Ella también dice que fue Bacard. Les dio el nombre de Stacy como persona a quien cargar la culpa. Heshy dio dinero a Stacy y le dijo que lo ingresara en el banco. Luego la mató.

Miré a Tickner y luego a Regan.

– No tiene sentido.

– Todavía estamos trabajando en ello.

– Tengo una pregunta -dijo Lenny-. ¿Por qué volvieron después de año y medio y lo intentaron de nuevo?

– La señorita Dañe dice que no está segura, pero que sospecha que fue simple codicia. Dice que Bacard llamó y preguntó a Heshy si querría otro millón. Él dijo que sí. Después de ver los archivos de Bacard, está claro que tenía problemas económicos graves. Creo que ella tiene razón. Bacard sencillamente decidió ordeñar más la vaca.

Me froté la cara. Me dolían las costillas.

– ¿Encontraron los archivos de adopciones de Bacard?

Regan miró a Tickner.

– Todavía no.

– ¿Cómo es posible?

– Mire, acabamos de empezar. Los encontraremos. Vamos a comprobar todas las adopciones que gestionó, sobre todo cualquiera que tuviera que ver con una niña hace dieciocho meses. Si Bacard dio a Tara en adopción, la encontraremos.

Negué con la cabeza otra vez.

– ¿Qué pasa, Marc?

– Es que no tiene lógica. El tipo tenía un buen negocio en marcha con lo de las adopciones. ¿Por qué dispararnos a Monica y a mí y pasarse al asesinato y al secuestro?

– No lo sabemos -dijo Regan-. Creo que todos estamos de acuerdo en que en esta historia hay mucho más. Pero la verdad es que el escenario más probable ahora mismo es que su hermana y un cómplice les dispararan a usted y a Monica y se llevaran a la niña. Luego ella se la dio a Bacard.

Cerré los ojos y pensé. ¿Era posible que Stacy hubiera hecho eso? ¿Podía haber entrado en mi casa y pegarme un tiro? Seguía sin poder creerlo. Y luego pensé en algo.

¿Por qué no había oído que se rompía la ventana?

Es más, ¿por que antes de que me dispararan en realidad no había oido nada? Un cristal roto, un timbre, caramba, una puerta que se abría. ¿Por qué no había oído nada de nada? La respuesta, según Regan, era que estaba bloqueado. Pero ahora me daba cuenta de que no era eso.

– La barrita de cereales -dije.

– ¿Cómo dice?

Me volví.

– Su teoría es que estoy olvidando algo, ¿verdad? Stacy y su cómplice o bien rompieron una ventana o, no sé, llamaron a la puerta. Yo habría oído alguna de las dos cosas. Pero no oí nada. Recuerdo haber comido la barrita de cereales y luego haber bajado.

– Sí.

– Pero mire, fui muy concreto. Tenía la barrita de cereales en la mano. Cuando me encontraron, estaba en el suelo. ¿Cuánto me había comido?

– Un par de bocados -dijo Tickner.

– Entonces su teoría de la amnesia es errónea. Yo estaba de pie ante el fregadero, comiéndome la barrita de cereales. Esto lo recuerdo. Cuando me encontraron, eso es lo que estaba haciendo. No hay ningún lapso de tiempo que yo no recuerde. Y si fue mi hermana, para qué iba a desnudar a Monica, por el amor de Dios… -Callé.

– Marc -dijo Lenny.

«¿La querías?»

Miré delante de mí.

«Sabes quién te disparó, ¿verdad, Marc?»

Dina Levinsky. Recordé su extraña visita a la casa donde había crecido. Pensé en las dos pistolas, una de ellas la mía. Pensé en el CD escondido en el sótano, en el lugar que me había indicado Dina. Pensé en aquellas fotos frente al hospital. Pensé en lo que había dicho Edgar sobre que Monica veía a un psiquiatra.

Y entonces una idea espantosa, tan terrible que podría haberla suprimido fácilmente, empezó a emerger.

Capítulo 42

Fingí que no me encontraba bien para poder marcharme. Fui al baño y llamé al teléfono de Edgar. Respondió mi suegro, lo que me sorprendió un poco.

– ¿Diga?

– Dijiste que Monica iba a un psiquiatra.

– ¿Marc? ¿Eres tú? -Edgar se aclaró la garganta-. La Policía acaba de llamarme. Esos imbéciles me habían convencido de que tú estabas detrás de todo…

– Ahora no tengo tiempo de hablar. Todavía estoy buscando a Tara.

– ¿Qué necesitas? -preguntó Edgar.

– ¿Llegaste a saber el nombre de su psiquiatra?

– No.

Lo pensé un momento.

– ¿Está Carson ahí?

– Sí.

– Pásamelo.

Hubo una breve pausa. Golpeé con los pies en el suelo. Oí la voz sonora del tío Carson.

– ¿Marc?

– Sabías lo de las fotos.

No contestó.

– Miré todas nuestras cuentas. El dinero no era nuestro. Tú pagaste el detective privado.

– No tuvo nada que ver con el tiroteo o el secuestro -dijo Carson.

– Yo creo que sí. Monica te dijo el nombre de su psiquiatra, ¿verdad?, ¿cómo se llamaba?

No hubo respuesta.

– Estoy intentando descubrir qué ha sido de Tara.

– Sólo lo vio dos veces -dijo Carson-. ¿Cómo va a poder ayudarte?

– No puede. Pero su nombre sí.

– ¿Qué?

– Tú dime sí o no. ¿Se llamaba Stanley Radio?

Le oí respirar.

– ¿Carson?

– Ya he hablado con él. No sabe nada… Pero yo ya había colgado. Carson no me diría más.

Pero Dina Levinsky tal vez sí.

Pregunté a Regan y a Tickner si debía considerarme arrestado. Me dijeron que no. Le pregunté a Verne si podía seguir utilizando su Cámaro.

– Adelante -dijo Verne. Luego añadió-: ¿Necesitas ayuda?

Negué con la cabeza.

– Tú y Katarina podéis olvidaros de todo. Para vosotros ha terminado.

– Si me necesitas, estoy a tu disposición.

– No te necesito. Volved a casa, Verne.

Me sorprendió con un fuerte abrazo. Katarina me besó en la mejilla. Antes de marcharme observé cómo se alejaban en la camioneta. Me dirigí a la ciudad. Había un tráfico intenso en el Lincoln Tunnel y tardé más de una hora en cruzar el peaje. Eso me dio tiempo para hacer unas llamadas. Me enteré de que Dina Levinsky vivía en un piso de Greenwich Village con una amiga.

Veinte minutos después, yo llamaba a su puerta.

Cuando Eleanor Russell regresó de almorzar, encontró un sobre liso en su silla. Estaba dirigido a su jefe, Lenny Marcus, y llevaba una etiqueta de personal y confidencial.

Eleanor trabajaba para Lenny desde hacía ocho años. Lo quería muchísimo. Como no tenía familia -su marido, Saúl, había muerto hacía tres años y no habían tenido hijos- se había convertido en una especie de abuela suplente para los Marcus. Incluso tenía fotos de la esposa de Lenny, Cheryl, y de sus cuatro hijos, sobre la mesa.

Miró el sobre, ceñuda. ¿Cómo había llegado allí? Miró dentro del despacho de Lenny. Parecía tan preocupado. Esto era porque acababa de regresar de una escena de homicidio. El caso de su mejor amigo, el doctor Marc Seidman, había ocupado de nuevo los titulares de los periódicos. Normalmente, Eleanor no habría molestado a Lenny en un momento así. Pero el remitente… bueno, creía que tenía que verlo personalmente.

Lenny estaba hablando por teléfono. La vio entrar y puso una mano sobre el receptor.

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