Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– Hay dos: un hombre y una mujer. Quiero que vuelvas a tu coche. Quiero que vuelvas con él y aparques en la calle. Te quedas lo bastante lejos para que no tengan un buen blanco de tiro. Quédate allí. No te acerques más. Sólo quiero que llames su atención, ¿entendido?

– Sí.

– Intentaré que quede uno vivo, pero no puedo prometer nada.

Colgó. Volví al coche a toda prisa e hice lo que me había dicho. Sentía el corazón latiendo aceleradamente en mi pecho. Pero ahora tenía alguna esperanza. Verne estaba allí. Estaba dentro de la casa y armado. Me paré frente a la casa de Denise Vanech. Las persianas y las cortinas estaban corridas. Respiré hondo. Abrí la puerta del coche y bajé.

Silencio.

Esperaba oír tiros. Pero esto no fue lo que primero ocurrió. El primer sonido fue el de cristales rotos. Y entonces vi que Rachel salía disparada por la ventana.

– Acaba de aparcar -dijo Heshy.

Rachel todavía tenía las manos atadas a la espalda, y la boca tapada con cinta. Supo que había acabado todo. Marc llamaría a la puerta. Le dejarían pasar, aquella versión muíante de Bonnie y Clyde, y los matarían a los dos a tiros.

Tatiana ya estaba muerta. Denise Vanech ya estaba muerta. No podía ser de otro modo. Heshy y Lydia no podían dejarles sobrevivir. Rachel había esperado que Marc se diera cuenta y acudiera a la Policía. Esperaba que no se presentara, pero por supuesto esto no era una opción para él. Y por eso estaba allí. Seguramente haría alguna imprudencia o quizá todavía estaba tan cegado por la esperanza que simplemente caería en la trampa.

Sea como fuere, Rachel tenía que impedirlo.

Su única posibilidad era sorprenderles. Incluso así, incluso si todo salía bien, lo mejor que podía esperar era salvar a Marc. Lo demás era una ilusión.

Era el momento de actuar.

No se habían molestado en atarle los pies. Con las manos atadas a la espalda y la boca tapada con cinta, ¿qué peligro podía representar? Intentar echarse sobre ellos sería suicida. Sería un blanco fácil.

Y con eso contaba ella.

Rachel se puso de pie. Lydia se volvió y apuntó.

– Siéntate.

Rachel no obedeció. Y ahora Lydia tenía un dilema. Si disparaba, Marc lo oiría. Sabría que algo iba mal. Un punto muerto. Pero no duraría. A Rachel se le ocurrió una idea: una idea poco consistente. Echó a correr. Lydia tendría que disparar o perseguirla o…

La ventana.

Lydia vio lo que estaba haciendo Rachel, pero no había forma de detenerla. Rachel bajó la cabeza como un carnero a punto de atacar y se lanzó directamente contra la ventana panorámica. Lydia levantó la pistola para disparar. Rachel cogió ánimos. Sabía que aquello le dolería. El cristal se rompió con una facilidad sorprendente. Rachel lo atravesó, pero no había calculado la distancia a que se hallaba del suelo. Tenía las manos atadas a la espalda. No había forma de amortiguar la caída.

Se volvió de lado y soportó el impacto con el hombro. Algo se rompió. Sintió un dolor punzante bajando por la pierna. Del muslo le sobresalía un pedazo de vidrio. El ruido habría advertido a Marc, no había duda. Podría salvarse. Pero mientras Rachel rodaba, un miedo profundo y terrible volvió a apoderarse de ella. Sí, había advertido a Marc. La había visto caer por la ventana.

Pero ahora, sin pensar en el peligro, Marc corría hacia ella.

Verne estaba agazapado en las escaleras.

Estaba a punto de actuar cuando Rachel se había levantado de golpe. ¿Estaba loca? Pero no, vio en seguida que sólo era una mujer muy valiente. Al fin y al cabo, ella no sabía que él estaba escondido arriba. No podía quedarse sentada mientras Marc caía en la trampa. Le era imposible.

– Siéntate.

La voz de la mujer. El figurín llamado Lydia levantó la pistola. Verne se puso nervioso. Todavía no estaba en posición. No tendría un buen blanco. Pero Lydia no apretó el gatillo. Verne observó asombrado cómo Rachel corría y atravesaba la ventana.

Y él había pedido una distracción…

Entonces Verne entró en acción. Había oído infinidad de veces cómo se paraliza el tiempo en momentos de extrema violencia, que esos breves segundos pueden alargarse tanto que puedes verlo todo con claridad. En realidad, aquello era una tontería. Cuando lo recuerdas, cuando lo rememoras en tu cabeza en lugar seguro y cómodo, es cuando te imaginas que ha transcurrido lentamente. Pero en el calor del momento, cuando él y tres compañeros se habían visto metidos en un tiroteo con los soldados de «élite» de Saddam, el tiempo más bien se había acelerado. Y eso era lo que estaba sucediendo allí.

Verne apareció por la esquina.

– ¡Suéltala!

El hombretón apuntó a la ventana con la pistola por donde Rachel había caído. No había tiempo de hacer otra advertencia. Verne disparó dos veces. Heshy cayó. Lydia gritó. Verne rodó y se escondió detrás del sofá. Lydia volvió a gritar.

– ¡Heshy!

Verne miró, esperando ver a Lydia apuntándole. Pero no era así. Había tirado el arma. Todavía gritando, Lydia se había arrodillado y cogía tiernamente la cabeza de Heshy.

– ¡No! No te mueras. ¡Por favor, Heshy, por favor no me dejes!

Verne apartó la pistola de ella con el pie. Mantuvo la suya apuntando a Lydia.

– No te dejaré nunca -dijo Heshy.

Lydia miró a Verne, con ojos suplicantes. Él no se molestó en llamar al 911. Ya se oían las sirenas. Heshy cogió la mano de Lydia.

– Ya sabes lo que tienes que hacer -dijo.

– No -dijo ella, con una voz débil.

– Lydia, ya habíamos hablado de esto.

– No vas a morir.

Heshy cerró los ojos. Su respiración era dificultosa.

– El mundo creerá que eras un monstruo -dijo.

– Sólo me importa lo que pienses tú. Prométemelo, Lydia.

– Te pondrás bien.

– Prométemelo.

Lydia negó con la cabeza. Las lágrimas fluían libremente.

– No puedo.

– Sí puedes. -Heshy logró sonreír un poco-. Recuerda que eres una gran actriz.

– Te quiero -dijo ella.

Pero él tenía los ojos cerrados. Lydia siguió llorando. Siguió suplicándole que no la dejara. Las sirenas estaban más cerca. Verne se quedó de pie. Llegó la Policía. Cuando entraron, la rodearon en círculo. Lydia de repente levantó la cabeza del pecho de Heshy.

– Gracias a Dios -dijo, todavía con lágrimas en la cara-. Mi pesadilla ha terminado por fin.

Llevaron a Rachel al hospital. Quería ir con ella, pero la Policía tenía otras ideas. Hablé con Zia. Le pedí que cuidara de Rachel.

La Policía se pasó horas interrogándonos. Interrogaron a Verne, a Katarina y a mí por separado y después atados juntos. Me parece que nos creyeron. Lenny estaba allí. Aparecieron Regan y Tickner, pero tardaron un poco. Habían estado registrando los archivos de Bacard a petición de Lenny.

Regan fue el primero en hablar.

– Vaya día, eh, Marc.

Me senté frente a él.

– ¿Le parece que estoy para charlas banales, detective?

– La mujer se llama Lydia Davis. Su nombre real es Larissa Dañe.

Hice una mueca.

– ¿Por qué me suena?

– Era actriz de niña.

– Trixie -dije, recordando-. En Risas familiares.

– La misma. O al menos, es lo que dice ella. Bueno, asegura que el tipo, sólo sabemos que se llama Heshy, la tenía encerrada y la maltrataba. Dijo que la forzaba a hacer cosas. Su amigo Verne dice que todo es un montaje. Pero esto no es importante ahora mismo. Asegura que no sabe nada de su hija.

– ¿Cómo puede ser?

– Dice que trabajaban para otro. Que Bacard propuso a Heshy la petición de rescate de la niña que no habían secuestrado. A Heshy le encantó. Mucho dinero, y al no tener a la niña, casi ningún riesgo.

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