Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Y ahora están aquí.

No, no sabía que éste fuera realmente su caso. Pero de algún modo sospechaba que me acercaba bastante. ¿Hasta dónde llegarían para acabar con aquel dolor? ¿Cuánto pagarían?

– ¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío!

Volví la cabeza hacia los gritos. Un hombre golpeó la puerta.

– ¡Llame al nueve uno uno!

Corrí hacia él.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

Oí otro grito. Crucé la puerta y salí. Se oyó otro grito, esta vez más agudo. Me volví hacia la derecha. Dos mujeres salían corriendo del nivel inferior del aparcamiento. Bajé corriendo la rampa. Crucé la caseta donde se recogen los tiques del aparcamiento. Alguien pedía ayuda gritando que alguien llamara al 911.

Más adelante, vi un guardia de seguridad chillando por un walkie- talkie. Luego se puso a correr. Le seguí. Cuando doblamos la esquina, el guardia de seguridad se detuvo. Había una mujer a su lado. Tenía las manos en las mejillas y gritaba. Me acerqué a ellos corriendo y miré hacia el suelo.

El cuerpo estaba atrapado entre dos coches. Tenía los ojos abiertos, mirando a la nada. Su cara seguía siendo mofletuda, la barbilla seguía siendo débil, y con el brillo de club de campo. Le salía sangre de una herida en la cabeza. El mundo volvía a hundirse.

Steven Bacard, quizá mi última esperanza, estaba muerto.

Capítulo 40

Rachel llamó al timbre. Denise Vanech tenía uno de esos timbres pretenciosos que sueltan toda una melodía. El sol estaba en su cénit. El cielo era azul y limpio. En la calle, dos mujeres caminaban cargadas con pequeñas pesas de color malva. Saludaron a Rachel con la cabeza, sin perder el paso. Rachel les devolvió el saludo.

Sonó el interfono.

– ¿Sí?

– ¿Denise Vanech?

– ¿Quién es?, por favor.

– Me llamo Rachel Mills. Trabajaba para el FBI.

– ¿Ha dicho trabajaba?

– Sí.

– ¿Qué quiere?

– Tenemos que hablar, señora Vanech.

– ¿Sobre qué?

Rachel suspiró.

– ¿Podría abrir la puerta, por favor?

– Hasta que no sepa qué quiere, no.

– Es sobre la chica que ha visitado en Union City. Para empezar.

– Lo siento. No hablo sobre mis pacientes.

– He dicho para empezar.

– ¿Por qué una ex agente del FBI está interesada en esto, si puede saberse?

– ¿Preferiría una agente de verdad?

– No me importa a lo que se dedica, señora Mills. No tengo nada más que decirle. Si el FBI quiere hablar conmigo, puede llamar a mi abogado.

– Ya -dijo Rachel-. ¿Y su abogado no será Steven Bacard?

Hubo un breve silencio. Rachel echó una ojeada al coche.

– ¿Señora Vanech?

– No tengo por qué hablar con usted.

– No, tiene razón. Entonces empezaré a llamar a las puertas. Hablaré con los vecinos.

– ¿Y qué les dirá?

– Les preguntaré si saben algo de una operación de contrabando de bebés que se gestiona desde esta casa.

Se abrió la puerta rápidamente. Denise Vanech, con su piel bronceada y su pelo blanco, sacó la cabeza por la puerta.

– La demandaré por libelo.

– Difamación -corrigió Rachel.

– ¿Qué?

– Difamación. Libelo es para la palabra escrita. Difamación para lo oral. Usted se refiere a difamación. Pero las dos sabemos que usted tendría que demostrar que lo que digo no es cierto.

– No tiene pruebas de que haya hecho nada ilegal.

– Ya lo creo que sí.

– Estaba tratando a una mujer que decía estar enferma. Nada más.

Rachel señaló el césped. Katarina salió del coche.

– ¿Y qué me dice de esta antigua paciente?

Denise Vanech se llevó una mano a la boca.

– Testificará que le pagó dinero por su bebé.

– No lo hará. La arrestarán.

– Sí, claro, el FBI preferirá cebarse en una pobre mujer serbia que acabar con una organización de contrabando de bebés. Seguro.

Cuando Denise Vanech calló, Rachel empujó la puerta.

– ¿Le importa que entre?

– Se equivoca de medio a medio -dijo bajito.

– Bien. -Rachel estaba ya dentro-. Puede corregirme en todos mis errores.

De repente Denise Vanech parecía insegura. Después de mirar otra vez a Katarina, cerró lentamente la puerta. Rachel ya se dirigía al salón. Era blanco. Totalmente blanco. Sofás blancos sobre una alfombra blanca. Estatuas blancas de porcelana de mujeres desnudas montando a caballo. Mesa de café blanca, mesitas auxiliares blancas, y dos sillas ergonómicas blancas sin respaldo. Denise la siguió dentro. Su ropa blanca se fundía en el entorno, camuflándola, de modo que parecía que su cabeza y sus brazos flotaran.

– ¿Qué quiere?

– Busco a una niña concreta.

Denise dejó que sus ojos fueran hacia la puerta.

– ¿El suyo?

Se refería a Katarina.

– No.

– No importa. No tengo ni idea de dónde los colocan.

– ¿Es comadrona, no?

La mujer cruzó los brazos musculosos bajo su pecho.

– No pienso contestar a ninguna de sus preguntas.

– Mire, Denise. Lo sé casi todo. Sólo necesito que me aclare algunos puntos. -Rachel se sentó en el sofá de vinilo. Denise Vanech no se movió-. Tienen a gente en un país extranjero. Tal vez en más de uno. No lo sé. Pero sé lo de Serbia. O sea que empecemos por allí. Tienen personas allí que recluían chicas. Las chicas vienen embarazadas, pero no lo mencionan en nuestra aduana. Usted entrega el bebé. Tal vez aquí, tal vez tiene otro sitio, no lo sé.

– Hay muchas cosas que no sabe.

Rachel sonrió.

– Sé lo suficiente.

Denise se puso en jarras. Todas sus posturas parecían artificiales, como si las practicara frente a un espejo.

– Bueno, las mujeres tienen a los bebés. Usted les paga. Usted entrega el bebé a Steven Bacard. Él trabaja para parejas desesperadas que están dispuestas a saltarse las normas. Ellas adoptan a los niños.

– Es una bonita historia.

– ¿Me está diciendo que es ficticia?

Denise sonrió.

– Totalmente ficticia.

– Bien, espléndido. -Rachel sacó el móvil-. Entonces déjeme llamar a los federales. Les presentaré a Katarina. Pueden ir a Union City y conocer a Tatiana. Pueden revisar sus registros telefónicos, sus finanzas…

Denise empezó a gesticular con las manos.

– De acuerdo, de acuerdo, dígame lo que quiere. Me ha dicho que ya no era agente del FBI. ¿Qué quiere de mí, entonces?

– Quiero saber cómo funciona.

– ¿Quiere participar?

– No.

Denise esperó un momento.

– Antes ha dicho que buscaba a un niño concreto.

– Sí.

– Entonces trabaja para alguien.

Rachel negó con la cabeza.

– Mire, Denise, no tiene muchas opciones. O bien me dice la verdad o bien cumple una buena condena.

– ¿Y si le digo lo que quiere saber?

– Entonces la dejaré fuera de esto -dijo Rachel. Era mentira. Pero una mentira fácil. Aquella mujer estaba implicada en la venta de bebés. Rachel no iba a olvidarlo por nada del mundo.

Denise se sentó. Fue como si el bronceado se le fuera de la cara. De repente parecía mayor. Las arrugas de la boca y alrededor de los ojos se acentuaron.

– No es lo que cree -empezó.

Rachel esperó.

– No hacemos daño a nadie. La verdad es que estamos ayudando a muchos.

Denise Vanech cogió su bolso -blanco, por supuesto- y sacó un cigarrillo. Le ofreció uno a Rachel, que lo rechazó.

– ¿Sabe algo de los orfanatos de los países pobres? -preguntó Denise.

– Sólo lo que veo en los documentales.

Denise encendió un cigarrillo e inhaló profundamente.

– Son más que horribles. Pueden tener una sola cuidadora para cuarenta bebés. La cuidadora no tiene estudios. A menudo el trabajo es un favor político. Algunos de los niños son maltratados.

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