Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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La evidente tensión de su voz encogió el corazón de Denise.

– ¿Dónde está Pavel? -preguntó.

– ¿Denise?

– Sí.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Acabo de visitar a su chica. Algo anda mal.

– Oh, no -gimió él-. ¿Qué ha pasado?

– La chica ha llamado al número de urgencias. Ha dicho que tenía una hemorragia, pero creo que estaba mintiendo.

Hubo un silencio.

– ¿Steve?

– Vete a casa y no hables con nadie.

– De acuerdo. -Denise vio que el Cámaro se paraba. Frunció el entrecejo. ¿No lo había visto antes?

– ¿Tienes algo en tu casa? -preguntó Bacard.

– No, por supuesto que no.

– ¿Estás segura?

– Del todo.

– Bien, perfecto.

Del Cámaro bajaba una mujer. Incluso desde aquella distancia, Denise pudo ver que llevaba una gasa en la oreja.

– Vete a casa -insistió Bacard.

Antes de que la mujer pudiera volverse, Denise colgó y se metió en el baño.

De niño, a Steve Bacard le encantaba ver Batman en televisión. Todos los episodios empezaban más o menos igual, que él recordara. Se cometía un delito. Se presentaba la situación ante el comisario Gordon y el jefe de Policía O'Hara. Los dos bufones de las fuerzas del orden se desanimaban. Discutían la situación y se daban cuenta de que sólo había una salida. El comisario Gordon descolgaba el batfono, Batman contestaba, prometía salvar el mundo, se volvía hacia Robin y decía: «¡A los batpostes!».

Se quedó mirando fijamente el teléfono con aquella sensación que se le infiltraba en la boca del estómago. No era a un héroe quien iba a llamar. De hecho, era totalmente lo contrario. Pero, en definitiva, lo importante era sobrevivir. Las buenas palabras y las justificaciones eran estupendas en tiempos de paz. En tiempos de guerra, en tiempos de vida y muerte, era más sencillo: o nosotros o ellos. Descolgó el teléfono y marcó un número.

Lydia respondió amablemente.

– Hola, Steven.

– Te necesito otra vez.

– ¿Malas noticias?

– Muy malas.

– Vamos hacia allí -dijo.

Capítulo 38

– Cuando he entrado -dijo Rachel-, estaba en el baño. Pero creo que ha hecho una llamada antes.

– ¿Por qué?

– Porque había cola y ella sólo estaba tres personas delante de mí. Tendría que haber acabado antes.

– ¿Es posible saber a quién ha llamado?

– No será fácil. Todos los teléfonos están ocupados. Aunque tuviera acceso del FBI, tardaría mucho.

– ¿O sea que la seguimos?

– Sí. -Se volvió hacia atrás-. ¿Tenéis algún mapa en el coche?

Katarina sonrió.

– Muchos. A Verne le encantan los mapas. ¿Del mundo, del país, del estado?

– Estado.

Buscó en el bolsillo de detrás de mi asiento y le pasó a Rachel el mapa. Ella destapó un bolígrafo y se puso a marcarlo.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunté.

– No estoy segura.

Sonó el móvil. Contesté.

– ¿Va todo bien?

– Si, Verne, vamos bien.

– He pedido a mi hermana que se quede con los niños. Estoy en la furgoneta en dirección este. ¿Cuál es vuestra situación?

Le dije que íbamos a Ridgewood. Él conocía la ciudad.

– Estoy a unos veinte minutos -dijo-. Nos encontraremos en el Ridgewood Coffee Company de Wilsey Square.

– A lo mejor estaremos en casa de la comadrona -dije.

– Esperaré.

– De acuerdo.

– Eh, Marc -dijo Verne-, no quiero ponerme sentimental, pero si alguien necesita que le peguen un tiro…

– Te lo comunicaré.

El Lexus dobló en la avenida Linwood. Nos manteníamos bastante atrás. Rachel mantenía la cabeza baja, alternando entre el lápiz del Palm Pilot y el boli en el mapa. Llegamos a las afueras. Denise Vanech dobló a la izquierda en Waltherly Road.

– Está claro que se va a su casa -dijo Rachel-. Déjala. Tenemos que pensar.

No podía creer lo que estaba proponiendo.

– ¿Qué quieres decir? Tenemos que hablar con ella.

– Todavía no. Estoy trabajando en algo.

– ¿Qué?

– Concédeme unos minutos.

Reduje la velocidad y doblé por Van Dien, junto al Hospital Valley. Miré a Katarina, quien me ofreció una pequeña sonrisa. Rachel siguió trabajando en lo suyo. Miré el reloj del salpicadero. Era la hora de encontrarnos con Verne. Cogí North Maple hacia la avenida Ridgewood. Vi una plaza de aparcamiento frente a una tienda llamada Duxiana. La ocupé. La furgoneta de Verne estaba aparcada al otro lado de la calle. Tenía ruedas de todo terreno y dos pegatinas en los alerones, en una ponía, charlton heston presidente y en la otra ¿acaso parezco una hemorroide? pues

FUERA DE MI CULO.

El centro de la ciudad de Ridgewood era una mezcla del esplendor de postal del cambio de siglo y la extravagancia de los centros comerciales de los tiempos modernos. Ya no quedaban casi tiendas de toda la vida. Eso sí, la librería independiente aún resistía. Había una tienda de colchones de lujo, una tiendecita que vendía parafernalia de los sesenta, un puñado de boutiques, peluquerías, y joyerías. Y, claro, algunas de las cadenas -Gap, Williams-Sonoma, el consabido Starbucks- tenían su espacio. Pero más que nada, el centro de la ciudad se había convertido en un verdadero bufé, un popurrí de restaurantes para demasiados gustos y presupuestos. Todos los países tenían allí un establecimiento. Si lanzaras una piedra, aunque fuera sin apuntar, en cualquier dirección, le daría por lo menos a tres de esos restaurantes.

Rachel se llevó el mapa y el Palm Pilot. No dejó de trabajar mientras caminaba. En la cafetería, charlando con el hombretón de detrás de la barra, estaba ya Verne. Llevaba una gorra de béisbol de Deere con una camiseta que decía: cabeza de alce: una gran cerveza Y UNA NUEVA EXPERIENCIA PARA UN ALCE.

Cogimos mesa.

– ¿Cómo va? -preguntó Verne.

Dejé que Katarina lo pusiera al corriente. Yo miraba a Rachel. Cada vez que empezaba a hablar, ella levantaba un dedo para hacerme callar. Dije a Verne que se llevara a Katarina a casa. Ya no necesitábamos su ayuda. Tenían que estar con sus hijos. Verne se mostró reticente.

Eran casi las diez. No estaba muy cansado. La falta de sueño -aunque sea por razones menos generadoras de adrenalina que éstas- no me preocupa. Me avala mi residencia médica y las muchas noches de guardia que me exigió.

Bang -dijo Rachel de nuevo.

– ¿Qué?

Con los ojos todavía en el Palm Pilot, Rachel levantó la mano.

– Déjame tu teléfono.

– ¿Qué pasa?

– Déjamelo un momento, ¿vale?

Le pasé mi móvil. Marcó y se marchó a un rincón de la cafetería. Katarina se disculpó para ir al baño. Verne me dio un codazo y señaló a Rachel.

– ¿Estáis enamorados, vosotros dos?

– Es complicado -dije.

– Sólo si eres tonto.

Creo que me encogí de hombros.

– O la quieres o no la quieres -dijo Verne-. ¿El resto? El resto son tonterías.

– ¿Es así como has aceptado lo que has oído, esta mañana?

Reflexionó un momento.

– Lo que dijo Kat. Lo que había hecho en el pasado. No tiene mucha importancia. Lo que importa es lo esencial. He dormido con ella los últimos ocho años. Conozco su esencia.

– Yo no conozco tan bien a Rachel.

– Claro que sí. Mírala. -Lo hice. Y sentí que algo fresco y ligero me atravesaba-. Está que da pena. Le han pegado un tiro, por el amor de Dios. -Calló. No lo estaba mirando, pero seguro que movió la melena asqueado-. Si la pierdes, ¿sabes lo que eres?

– Un tonto.

– Un tonto profesional. Superas tu estado de aficionado.

Rachel colgó el teléfono y volvió apresuradamente a la mesa. A lo mejor fue por lo que había dicho Verne, pero juraría qué volví a ver algo de fuego en sus ojos. Con aquel vestido, con el pelo revuelto, con la sonrisa segura de comerse el mundo, me vi transportado al pasado. No duró mucho. No más de un segundo o dos. Pero quizá fue suficiente.

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