Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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La habitación de la chica embarazada estaba bastante por debajo de lo que normalmente se encuentra en un motel de autopista normal. Me refiero a ella como la «chica» embarazada, porque Tatiana -así dijo que se llamaba- dijo que tenía dieciséis años. A mí me parecía más joven. Tatiana tenía las ojeras de una niña salida de una película de guerra, lo que en su situación, era seguramente el caso.

Me quedé aparte, casi fuera de la habitación. Rachel también. Tatiana no hablaba inglés. Dejamos que Katarina se encargara de todo. Las dos mujeres hablaron durante diez minutos. Luego estuvieron un rato en silencio. Tatiana suspiró, abrió el cajón de debajo del teléfono y dio a Katarina un pedazo de papel. Katarina la besó en la mejilla y luego volvió con nosotros.

– Está asustada -dijo Katarina-. Sólo conocía a Pavel. Él la dejó aquí ayer y le dijo que no saliera de la habitación por nada.

Miré a Tatiana e intenté sonreírle de una forma tranquilizadora. Creo que me quedé muy corto.

– ¿Qué te ha dicho? -preguntó Rachel.

– No sabe nada, evidentemente. Como yo. Sólo sabe que su hijo encontrará un buen hogar.

– ¿Qué hay en el papel que te ha dado?

Katarina levantó el papel.

– Es un teléfono. En caso de urgencia, tiene que llamar y marcar cuatro nueves.

– Un busca -dije.

– Sí, eso creo.

Miré a Rachel.

– ¿Podemos localizarlo?

– No creo que nos lleve a ninguna parte. Es fácil conseguir buscas con un nombre falso.

– Pues llamemos -dije. Me volví hacia Katarina-. ¿Tatiana ha conocido a alguien además de a tu hermano?

– No.

– Pues entonces llama tú -dije-. Diles que eres Tatiana. Dile a la persona que conteste que estás sangrando o tienes dolor o lo que sea.

– Eh -dijo Rachel-, cálmate un poco.

– Tenemos que hacer venir a alguien -dije.

– ¿Y luego qué?

– ¿Qué quieres decir, y luego qué? Tú les interrogas. ¿No es lo que tú haces, Rachel?

– Ya no soy agente. Y aunque lo fuera, no podemos echarnos encima de la gente así. Imagínate por un segundo que eres uno de ellos. Apareces y yo hablo contigo. ¿Qué harías si estuvieras metido en algo como esto?

– Un trato.

– Puede. O puede que te cierres en banda y pidas un abogado. ¿Y entonces qué?

Lo pensé.

– Si esa persona pide un abogado -dije-, me dejas a solas con ella.

Rachel me miró fijamente.

– ¿Hablas en serio?

– Se trata de la vida de mi hija.

– Ahora se trata de muchos niños, Marc. Esta gente compra bebés. Tenemos que sacarlos de circulación.

– ¿Qué propones tú?

– Les llamaremos. Como has dicho tú. Pero tiene que llamar Tatiana. Tendrá que decir lo que sea para hacerles venir. La examinaran. Veremos su matrícula. Les seguiremos cuando se marche. Descubriremos quiénes son.

– No lo entiendo. ¿Por qué no puede hacer Katarina la llamada? -pregunté.

– Porque la persona que venga querrá examinar a la persona con la que ha hablado por teléfono. Katarina y Tatiana no suenan igual. Se darán cuenta de lo que pasa.

– Pero ¿por qué tenemos que hacer todo esto? Los tendremos aquí. ¿Por qué arriesgarnos a seguirles?

Rachel cerró los ojos y luego volvió a abrirlos.

– Marc, piensa. Si saben que vamos detrás de ellos, ¿cómo reaccionarán?

Callé.

– Y quiero dejar clara otra cosa. Ahora ya no se trata sólo de Tara. Tenemos que entregar a estas personas.

– Y si nos echamos encima de ellos aquí -dije, entendiendo lo que quería decir en realidad-, les habremos puesto sobre aviso.

– Exactamente.

No estaba muy seguro de que me importara. Tara era mi prioridad. Si el FBI o los polis querían presentar un caso contra aquella gente, me parecía estupendo. Pero aquello caía muy lejos de mis intereses personales.

Katarina habló con Tatiana de nuestro plan. Me di cuenta de que no tenía mucho éxito. La chica estaba petrificada. No dejaba de negar con la cabeza. Pasó el tiempo, un tiempo del que no disponíamos. Me volví loco y decidí hacer algo totalmente estúpido. Cogí el teléfono, marqué el número del busca, y apreté el nueve cuatro veces. Tatiana se quedó muy quieta.

– Lo harás -dije.

Katarina tradujo.

Nadie habló durante dos minutos. Todos miramos a Tatiana. Cuando sonó el teléfono, no me gustó lo que vi en los ojos de la chica. Katarina dijo algo en un tono urgente. Tatiana negó con la cabeza y se cruzó de brazos. El teléfono sonó por tercera vez. Luego otra.

Saqué el arma.

– Marc -dijo Rachel.

Mantuve la pistola colgando a un lado.

– ¿Sabe que estamos hablando de la vida de mi hija?

Katarina dijo algo en serbio. Miré a Tatiana a los ojos con dureza. No hubo reacción. Levanté la pistola y disparé. La lámpara explotó, y el ruido resonó con fuerza en la habitación. Todas pegaron un salto. Otra tontería. Lo sabía. Pero no sé si me importaba.

– ¡Marc!

Rachel me puso una mano en el brazo. Me la sacudí. Miré a Katarina.

– Dile que si cuelgan…

No pude terminar. Katarina se puso a hablar rápidamente.

Apreté la pistola, pero la volví a dejar colgando a mi lado. Tatiana todavía tenía los ojos fijos en mí. Yo tenía la frente chorreando de sudor. Me temblaba el cuerpo. Mientras Tatiana me miraba, algo en su cara se ablandó.

– Por favor -dije.

Al sexto timbrazo, Tatiana descolgó el teléfono y habló.

Miré a Katarina. Ella escuchó la conversación y luego me miró asintiendo con la cabeza. Me fui a la otra punta de la habitación. Todavía tenía la pistola en la mano. Rachel clavó la vista en mí. Pero yo aguanté la mirada.

Rachel parpadeó primero.

Aparcamos el Cámaro en un restaurante contiguo y esperamos.

No hablamos mucho. Los tres mirábamos a todas partes, pero evitábamos hacerlo entre nosotros, como si fuéramos desconocidos en un ascensor. Yo no sabía qué decir. No sabía lo que sentía. Había disparado y había estado muy cerca de amenazar a una adolescente. Y lo peor es que creo que no me importaba. Las repercusiones, en caso de que las hubiera, me parecían muy lejanas, nubes de tormenta que congregarse, pero también podían dispersarse.

Puse la radio y busqué una emisora local de noticias. Casi esperaba que dijeran: «Interrumpimos este programa con un boletín especial» y luego anunciaran nuestros nombres y dieran nuestras descripciones y quizás un aviso de que íbamos armados y éramos peligrosos. Pero no hubo ninguna crónica de un tiroteo en Kasselton ni de que la Policía nos estuviera buscando.

Rachel y yo seguíamos sentados delante y Katarina echaba en el asiento plegable de atrás. Rachel había sacado el Palm Pilot. Tenía el lápiz en la mano, dispuesto para utilizarlo. Pensé en llamar a Lenny, pero recordé la advertencia de Zia. Estarían escuchando. Tampoco tenía mucho que contar: sólo que había amenazado a una chica embarazada de dieciséis años con una pistola ilegal que había cogido del cadáver de un hombre asesinado en mi patio. Sin duda al Lenny abogado no le apetecería conocer detalles.

– ¿Crees que cooperará? -pregunté.

Rachel se encogió de hombros.

Tatiana había prometido que estaba con nosotros. No sabía si podíamos creer en ella o no. Para estar seguro, le desenchufé el teléfono y me llevé el cable. Registré la habitación buscando papeles y material de escritura, para que no pudiera pasar una nota a su visitante. No encontré nada. Rachel también puso su teléfono móvil en el alféizar de la ventana para utilizarlo como aparato de escucha. Ahora Katarina tenía el teléfono en el oído. Nos lo traduciría.

Media hora después, un Lexus SC 430 dorado entró a toda velocidad en el aparcamiento. Silbé por lo bajo. Un colega del hospital se acababa de comprar el mismo coche y le había costado sesenta mil dólares. La mujer que bajó de él llevaba el pelo blanco, corto y en punta. Llevaba una blusa también blanca, demasiado estrecha, y siguiendo con el conjunto, unos pantalones blancos tan ajustados que parecían estar por debajo de la piel. Sus brazos eran musculosos y bronceados. Era una de esas mujeres. No es difícil imaginarse el tipo. Me recordaba a una de esas madres provocativas que se pasean por los clubes de tenis.

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