Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– A este hombre… -gesticuló con la barbilla hacia mí- alguien le asesinó a su esposa y se llevó a su niña.

Ella se llevó una mano a la boca.

– Han venido para intentar encontrar a la niña.

Katarina no se movió. Verne se volvió hacia Rachel y le hizo una señal para que continuara.

– Señora Dayton -empezó Rachel-, ¿hizo usted una llamada telefónica anoche?

La cabeza de Katarina se movió como si se hubiera sobresaltado.

Primero me miró a mí, como si yo fuera una rareza de circo. Luego volvió su atención a Rachel.

– No entiendo.

– Tenemos un registro telefónico -dijo Rachel-. Ayer a medianoche alguien llamó desde esta casa a cierto teléfono móvil. Pensamos que podía haber sido usted.

– No, no es posible. -Los ojos de Katarina se movían como si buscaran una vía de escape. Verne seguía cogiéndole la mano. Intentó atraer su mirada, pero ella le evitó-. Espere -dijo-. Creo que ya lo sé.

Esperamos.

– Anoche, cuando ya dormía, sonó el teléfono. -Intentó sonreír, pero tenía problemas para mantener la sonrisa-. No sé qué hora sería. Muy tarde. Creí que serías tú, Verne. -Lo miró y esta vez la sonrisa se mantuvo. Él le devolvió la sonrisa-. Pero cuando contesté, no había nadie. Entonces recordé algo que había visto en la tele. Asterisco, seis, nueve. Si tecleas eso se marca el número que ha llamado. Lo hice. Contestó un hombre. Pero no era Verne y colgué.

Nos miró expectante. Rachel y yo intercambiamos una mirada. Verne seguía sonriendo, pero vi que sus hombros se hundían. Le soltó la mano y casi se desplomó en el sofá.

Katarina se fue en dirección a la cocina.

– ¿Quieres otra cerveza, Verne?

– No, cariño, no quiero. Quiero que te quedes a mi lado.

Ella dudó, pero obedeció. Se sentó con la columna muy tiesa. Verne también se sentó erguido y volvió a tomarle la mano.

– ¿Quiero que me escuches, vale?

Ella asintió. Los niños gritaban alegremente fuera. Es un poco cursi, pero hay pocos ruidos como la alegría de la risa infantil. Katarina miró a Verne con una intensidad que casi me hizo apartar la mirada.

– Sabes cuánto queremos a nuestros niños.

Ella asintió silenciosamente.

– Imagínate que alguien nos los quitara. Imagínate si eso hubiera ocurrido hace más de un año. Piénsalo. Imagínate que alguien se llevara a Perry, por ejemplo, más de un año, y no supiéramos dónde está. -Me señaló-. Este hombre no sabe lo que le ocurrió a su hija.

Los ojos de ella estaban brillantes de lágrimas.

– Tenemos que ayudarle, Kat. Sepas lo que sepas. Hayas hecho lo que hayas hecho. Me da igual. Si hay secretos, cuéntalos ahora. Vamos a hacer limpieza. Puedo perdonarlo casi todo. Pero no creo que pueda perdonarte que no ayudes a este hombre a encontrar a su niña pequeña.

Ella bajó la cabeza y no dijo nada.

Rachel apretó más el torniquete.

– Si intenta proteger al hombre al que llamó, no se preocupe. Está muerto. Alguien le pegó un tiro pocas horas después de que usted lo llamara.

La cabeza de Katarina siguió baja. Me levanté y empecé a dar vueltas. Desde fuera llegó otro alarido de alegría. Me acerqué a la ventana y miré. Verne Junior -el niño que tenía unos seis años- gritó: «¡Voy a buscarte!». No le costaría mucho encontrarlo. No podía ver a Perry, por la risa del niño era evidente que estaba escondido detrás del Cámaro. Verne Júnior disimuló mirando hacia otro lado, pero no mucho rato. Se acercó sigilosamente al Cámaro y gritó: «¡Bu!».

Perry salió disparado riendo y corrió. Cuando vi la cara del niño, sentí que mi mundo, ya tembloroso, recibía otro golpe. Había reconocido a Perry.

Era el niño que había visto en el coche por la noche.

Capítulo 36

Tickner aparcó frente a la casa de Seidman. Todavía no habían puesto la cinta amarilla de escena del crimen, pero contó seis coches patrulla y dos furgonetas de prensa. No estaba muy seguro de que fuera buena idea acercarse, con todas las cámaras en marcha. Pisti-11o, el jefe de su jefe, le había dejado bastante claro cuál era su lugar. Finalmente, Tickner decidió que podía quedarse sin peligro. Si le pillaba una cámara siempre podía decir la verdad: que había ido a comunicar a la Policía local que dejaba el caso.

Tickner encontró a Regan en el patio de atrás con el cadáver.

– ¿Quién es?

– No está identificado -contestó Regan-. Mandaremos las huellas a ver qué sale.

Los dos miraron al suelo.

– Se ajusta a la descripción que nos dio Seidman el año pasado -dijo Tickner.

– Sí.

– ¿Y eso qué significa?

Regan se encogió de hombros.

– ¿De qué se ha enterado?

– Primero los vecinos oyeron tiros. Luego un chirrido de neumáticos. Vieron un BMW mini cruzando el jardín. Más tiros. Vieron a Seidman. Un vecino cree haber visto a una mujer con él.

– Seguramente Rachel Mills -dijo Tickner. Miró hacia el cielo matutino-. ¿Y esto qué quiere decir?

– A lo mejor la víctima trabajaba para Rachel. Ella lo silenció.

– ¿Delante de Seidman?

Regan se encogió de hombros.

– El BMW mini me ha recordado algo. Que la socia de Seidman tiene uno. Zia Leroux.

– Sería ella la que le ayudó a salir del hospital.

– Hemos emitido una orden de búsqueda del coche.

– Estoy seguro de que ya han cambiado de vehículo.

– Sí, seguramente -luego Regan se detuvo-. Oh-oh.

– ¿Qué?

Señaló la cara de Tickner.

– No lleva las gafas de sol puestas.

Tickner sonrió.

– ¿Mal presagio?

– ¿Tal como va este caso? Podría incluso ser bueno.

– He venido a decirle que dejo el caso. No sólo yo. La agencia. Si puede demostrar que la niña está viva…

– … que los dos sabemos que no lo está…

– …o que se la han llevado a otro estado, podría volver a encargarme. Pero este caso ya no es prioritario.

– ¿De vuelta al terrorismo, Lloyd?

Tickner asintió. Volvió a mirar al cielo. Se le hacía raro sin gafas de sol.

– ¿Qué quería su jefe, por cierto?

– Decirme lo que le acabo de contar.

– Vaya. ¿Algo más?

Tickner se encogió de hombros.

– La muerte del agente federal Jerry Camp fue accidental.

– ¿Su gran jefe le hizo ir a su oficina a las seis de la mañana para decirle eso?

– Sí.

– Guau.

– No sólo eso, sino que él había investigado el caso personalmente. Él y la víctima eran amigos.

Regan negó con la cabeza.

– ¿Significa esto que Rachel Mills tiene amigos poderosos?

– En absoluto, Si puede cargarle el asesinato o el secuestro Seidman, adelante.

– Pero no la muerte de Jerry Camp.

– Eso.

Alguien les llamó. Levantaron la cabeza. Habían encontrado una pistola en el jardín de los vecinos. Sólo con olería supieron que había sido disparada recientemente.

– Qué conveniente -dijo Regan.

– Sí.

– ¿Alguna idea?

– No -Tickner se volvió hacia él-. Es su caso, Bob. Siempre lo fue. Buena suerte.

– Gracias.

Tickner se alejó.

– Eh, Lloyd -gritó Regan.

Tickner se detuvo. Habían metido la pistola en una bolsa. Regan la miró y luego miró el cadáver a sus pies.

– Seguimos sin saber qué está pasando, ¿verdad?

Tickner siguió caminando hacia su coche.

– No tenemos ni idea -dijo.

Katarina tenía las manos recogidas en el regazo.

– ¿De verdad está muerto?

– Sí -dijo Rachel.

Verne estaba de pie, echando humo, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba así desde que le había dicho que Perry era el niño que yo había visto en el Honda Accord.

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