Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Hay distintas variedades de ladridos de perro. El ladrido agudo de un perrito faldero. El ladrido amistoso de un golden retriever. El ladrido de advertencia de un perro normalmente inofensivo. Y luego está ese ladrido gutural, vibrante, que emerge del tórax y que te hiela la sangre.

El ladrido encajaba en esta última categoría.

No es que me diera mucho miedo el perro. Tenía una pistola. Sería más fácil, creía, utilizarla contra un perro que contra un ser humano. Lo que me asustaba, por supuesto, era que los ocupantes del rancho oyeran el ladrido. O sea que esperamos. Un par de minutos después, el perro calló. Seguimos mirando la puerta del rancho. No estaba muy seguro de qué haríamos si salía alguien. Supongamos que nos veía. No podíamos disparar. Todavía no sabíamos nada. Que se hubiera hecho una llamada desde la casa de Verne Dayton al móvil del muerto no probaba nada. No sabíamos si mi hija estaba allí o no.

De hecho, no sabíamos nada.

En el patio había tapacubos. El sol ascendiente se reflejaba en ellos. Vi un montón de cajas verdes. Y algo en ellas me llamó la atención. Olvidándome de la prudencia, me acerqué.

– Espera -susurró Rachel.

Pero yo no podía. Tenía que ver más de cerca aquellas cajas. Había algo en ellas… pero no sabía bien qué. Me arrastré hasta el tractor y me escondí detrás. Volví a mirar hacia las cajas. Y lo vi. Las cajas eran verdes, sí. Y llevaban el dibujo de un bebé sonriente.

Pañales.

Rachel estaba ya a mi lado. Tragué saliva. Una caja grande de pañales. De las que se compran en cajas grandes a precio reducido. Rachel también lo vio. Me puso una mano en el brazo, como para calmarme. Volvimos a agacharnos. Me indicó por señas que nos acercaríamos a una de las ventanas laterales. Por gestos le indiqué que había comprendido. Por el estéreo sonaba un largo solo de violín.

Estábamos los dos boca abajo cuando sentí algo frío en la nuca. Moví los ojos hacia Rachel. Ella también tenía el cañón de un rifle apretado contra su cráneo.

Una voz dijo:

– ¡Suelten las armas!

Era un hombre. La mano derecha de Rachel estaba doblada frente a su cara y tenía la pistola en ella. La soltó. Una bota de trabajo avanzó y la apartó de una patada. Intenté discernir las posibilidades. Un hombre. Ahora lo veía. Un hombre con dos rifles. Podía intentar hacer algo. Seguro que no saldría con vida, pero podía dar una oportunidad a Rachel. La miré a los ojos y vi su miedo. Sabía lo que yo estaba pensando. De repente, el rifle se apretó más fuerte contra mi cráneo, aplastándome la cara contra la tierra.

– No lo intente, jefe. Puedo volar dos sesos con la misma facili dad que uno.

Mi cabeza pensaba muy deprisa, pero sólo topaba con puntos muertos. Así que solté la pistola y observé cómo el hombre apartaba nuestra esperanza de una patada.

Capítulo 35

– ¡No se levanten!

– Soy agente del FBI -dijo Rachel.

– Cállese.

Con las caras todavía apretadas contra el suelo, nos obligó a poner las manos sobre la cabeza, con los dedos entrelazados. Me puso una rodilla sobre la columna. Gemí. Utilizando el cuerpo para no perder el equilibrio, el hombre tiró de mis brazos hacia atrás, casi arrancándomelos de los hombros. Me ató con destreza las muñecas con unas esposas de nailon. Eran como aquellas cuerdas de plástico ridiculamente complicadas que utilizan para embalar los juguetes, para que no los roben en las tiendas.

– Junte los pies.

Con otra esposa me ató los tobillos. Hizo presión en mi espalda para levantarse. Luego se acercó a Rachel. Iba a decir alguna estupidez caballerosa como «Déjela en paz», pero sabía que como mucho sería inútil. Me quedé quieto.

– Soy agente federal -dijo Rachel.

– Ya la he oído la primera vez.

Le puso una rodilla en la espalda y le juntó las manos. Ella gimió de dolor.

– Eh -dije.

El hombre no me hizo caso. Me volví y lo miré por primera vez a la cara y fue como si hubiera caído en el túnel del tiempo. No había duda de que el Cámaro era suyo. Llevaba el pelo como los jugadores de hockey de los ochenta, quizá con permanente, de un color rubio anaranjado raro, recogido detrás de las orejas y con un corte que yo no había visto desde los vídeos musicales de los Night Ranger. Tenía un bigote rubio espantoso que podría haber sido una mancha de leche. En su camiseta ponía universidad de smith and wesson. Los vaqueros eran de un azul oscuro poco natural y parecían rígidos.

Después de atar las manos de Rachel, dijo:

– Levántese, señora. Usted y yo vamos a dar un paseo.

Rachel intentó hablar con severidad.

– No me está escuchando -dijo, con el pelo cayéndole sobre los ojos-. Me llamo Rachel Mills…

– Y yo Verne Dayton. ¿Y qué?

– Soy agente federal.

– Su identificación dice que está retirada. -Verne Dayton sonrió. No estaba desdentado, pero tampoco podría haber anunciado una consulta de ortodoncia precisamente. Su incisivo derecho estaba totalmente torcido hacia dentro como una puerta fuera de sus bisagras-. Un poco joven para retirarse, me parece a mí.

– Sigo trabajando en casos especiales. Saben que estoy aquí.

– ¿En serio? No me diga. Hay un puñado de agentes agazapados a lo lejos y si no saben de usted en tres minutos, nos atacarán. ¿Es así, Rachel?

Ella calló. La había pillado. No sabía qué más decir.

– Levántese -dijo otra vez, tirando de sus brazos.

Rachel se puso en pie como pudo.

– ¿Adonde se la lleva? -pregunté.

No me contestó. Empezaron a caminar hacia el establo.

– ¡Eh! -grité, y mi voz resonó con impotencia-. ¡Eh, vuelva! -Pero siguieron caminando. Rachel se resistió, mas tenía las manos atadas a la espalda. Cada vez que se movía demasiado, él le levantaba las manos y la obligaba a inclinarse hacia delante. Finalmente se cansó de luchar y caminó dócilmente.

El miedo me encendió los nervios. Frenéticamente, busqué algo, lo que fuera, para liberarme. ¿Nuestras pistolas? No, él las había recogido. Y aunque no lo hubiera hecho, ¿qué podía hacer? ¿Disparar con los dientes? Pensé en rodar boca arriba, pero no estaba seguro de que esto me ayudara mucho. ¿Qué, pues? Empecé a moverme como un gusano hacia el tractor. Buscaba una hoja o algo con que cortar mis ataduras.

A lo lejos, oí que se abría la puerta del establo. Volví la cabeza a tiempo de ver que entraban. La puerta se cerró detrás de ellos. El sonido resonó en el silencio. La música -debía de ser un CD o una cinta- se había parado. Ahora había silencio. Y Rachel estaba fuera de mi vista.

Tenía que desatarme las manos.

Empecé a arrastrarme hacia delante, levantando el culo, empujando con las piernas. Llegué al tractor. Busqué alguna especie de hoja o canto afilado. Nada. Mis ojos se desviaron hacia el establo.

– ¡Rachel! -grité.

Mi voz resonó en la quietud. Fue la única respuesta. El corazón empezó a darme vuelcos.

Madre mía, ¿y ahora qué?

Rodé sobre mi espalda y me senté. Empujando con las piernas, me apreté contra el tractor. Tenía una buena visión del establo. No sé qué demonios me produjo aquella visión. Seguía sin haber movimiento ni sonido. Mis ojos se pasearon por todo el lugar, buscando desesperadamente algo que pudiera salvarnos. Pero no había nada.

Pensé en acercarme al Cámaro. Un loco por las armas como aquél seguro que tenía un par o tres de ellas escondidas en el coche. Tenía que haber algo allí. Pero aunque llegara a tiempo, ¿cómo abriría la puerta? ¿Cómo buscaría la pistola? ¿Cómo la dispararía si la encontraba?

No, primero tenía que librarme de las esposas.

Busqué por el suelo… no sé ni qué buscaba. Una piedra afilada. Una botella rota. Algo. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que habían desaparecido. No sabía qué le estaría haciendo a Rachel. Sentía la garganta como si me estuviera ahogando.

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