– ¿Has huido de una escena de crimen?
– Si me quedaba, ¿qué habría pasado?
– La Policía te habría arrestado.
– Exactamente.
Sacudió la cabeza y sin alzar la voz dijo:
– Ya no creen que lo hicieras tú.
– ¿Qué quieres decir?
– Creen que fue Rachel.
Parpadeé sin saber cómo reaccionar.
– ¿Te ha dado alguna explicación sobre las fotos?
– Todavía no -contesté. Y luego-: No lo entiendo. ¿Por qué creen que fue Rachel?
Lenny esbozó rápidamente una teoría sobre celos y rabia y los momentos clave en blanco que tenía yo antes del tiroteo. Me quedé demasiado atónito para responder. Cuando lo hice, fue para decir:
– Es una estupidez.
Lenny no contestó.
– El tipo de la camisa de franela ha intentado matarnos.
– ¿Y qué le ha sucedido a él?
– Ya te lo he dicho. Había alguien más con él. Le han matado.
– ¿Viste a alguien?
– No. Rachel… -Vi a donde iba a parar-. Por favor, Lenny. No seas tonto.
– Quiero una explicación para las fotos del CD, Marc.
– Vale, vamos a preguntárselo.
Cuando salimos de la cocina, vi a Cheryl en el rellano de la escalera. Me miraba desde arriba, con los brazos cruzados. No creo haber visto nunca aquella expresión en su cara. Hizo que me detuviera. Había algo de sangre en la alfombra, probablemente de Rachel. En la pared había una foto de esas de estudio de los cuatro hijos, intentando parecer naturales con sus jerséis blancos iguales de cuello alto en un fondo blanco. Niños con tanto blanco…
– Yo me encargo de todo -dijo Lenny-. Quédate arriba.
Cruzamos la sala. Sobre el televisor había un estuche de DVD de la última película de Disney. Estuve a punto de tropezar con una peIota y un bate de plástico. Un juego de Monopoly con los personajes del Pokemon estaban esparcidos por el suelo a media partida. Uno de los niños, supongo, había garabateado no toquéis nada en un papel y lo había colocado sobre el tablero. Al pasar junto a la chimenea, noté que recientemente habían añadido más fotografías. Los niños eran mayores, tanto en las imágenes como en la vida real. Pero la foto más antigua, la imagen del «baile de gala» de los cuatro, ya no estaba. No sabía qué significaba aquello. Probablemente nada. O quizá Lenny y Cheryl estaban siguiendo su propio consejo: era hora de seguir adelante.
Rachel estaba sentada a la mesa de Lenny, tecleando. Se le había secado la sangre en el lado izquierdo del cuello. Su oreja tenía muy mal aspecto. Levantó la cabeza cuando nos vio y luego siguió tecleando. Le examiné la oreja. Graves daños. La bala había rozado la zona superior. También le había tocado ligeramente la cabeza. Un centímetro más -vaya, medio centímetro más- y seguramente estaría muerta. Rachel no me hizo caso, ni siquiera cuando le puse un desinfectante y una gasa. Sería suficiente por el momento. Cuando tuviera ocasión ya se lo curaría como es debido.
– Bang -dijo Rachel de repente. Sonrió y le dio a una tecla. La impresora se puso en marcha.
Lenny me hizo una seña. Di los últimos toques al vendaje y dije:
– ¿Rachel?
Ella me miró.
– Tenemos que hablar -dije.
– No, tenemos que salir de aquí. He encontrado una pista importante.
Lenny no se movió. Cheryl entró en la habitación, todavía con los brazos cruzados.
– ¿Qué pista? -pregunté.
– He buscado los registros del móvil -dijo Rachel.
– ¿Puedes hacerlo?
– Están a la vista de todos, Marc -dijo ella, y noté su impaciencia-. Los registros de llamadas marcadas y recibidas. Es casi igual en todos los teléfonos.
– Bien.
– El registro de llamadas marcadas no ha servido de nada. Ningún número aparece en la guía, lo que quiere decir que si el tipo marcó alguno, fue a un número bloqueado.
Intentaba seguir el hilo.
– Vale.
– Pero el registro de llamadas recibidas es otro cantar. Sólo había una llamada en la lista. Según el reloj interior, se produjo a medianoche. Acabo de comprobar el número en el listín inverso en swithcboard.com. Es una residencia. Un tal Verne Dayton de Huntersville, en Nueva Jersey.
Ni el nombre ni la ciudad me sonaban de nada.
– ¿Dónde está Huntersville?
– Lo he buscado en MapQuested. Está cerca de la frontera de Pensilvania. Con el zoom he visto que la casa está aislada. Montones de hectáreas en medio de la nada.
Sentí un escalofrío que fue esparciéndose. Me volví hacia Lenny.
– Necesito que me dejes tu coche.
– Espera un momento -dijo Lenny-. Aquí lo que necesitamos son respuestas.
Rachel se puso de pie.
– Quieres saber lo de las fotos del CD.
– Para empezar, sí.
– Soy la de las fotos. Sí, estaba allí. Le debo una explicación a Marc, no a vosotros. ¿Algo más?
Por una vez, Lenny no supo qué decir.
– También quieres saber si maté a mi marido -miró a Cheryl-. ¿Crees que maté a Jerry?
– Yo ya no sé qué pensar -dijo Cheryl-. Pero quiero que os marchéis los dos.
– Cheryl -dijo Lenny.
Le lanzó una mirada que habría hecho retroceder a un rinoceronte a punto del ataque.
– No tendrían que haber venido aquí con sus problemas.
– Es nuestro mejor amigo. Es el padrino de nuestro hijo.
– Pues aún peor. ¿Nos trae este peligro a casa? ¿A las vidas de nuestros hijos?
– Por favor, Cheryl. Estás exagerando.
– No -dije-. Tiene razón. Tenemos que irnos en seguida. Dame las llaves.
Rachel cogió el papel de la impresora.
– Direcciones -explicó.
Asentí y miré a Lenny. Tenía la cabeza baja. Sus pies se movían adelante y atrás. De nuevo, pensé en nuestra infancia.
– ¿No deberíamos llamar a Tickner y Regan? -preguntó.
– ¿Para decirles qué?
– Yo podría hablar con ellos -contestó Lenny-. Si Tara está en esa casa… -Calló, sacudió la cabeza como si de repente se diera cuenta de lo ridículo de la idea-…estarán mejor equipados que nosotros.
Me puse a su lado.
– Sabían lo del dispositivo localizador de Rachel.
– ¿Qué?
– Los secuestradores. No sabemos cómo. Pero lo sabían. Tú mismo, Lenny. La nota de rescate nos advertía que tenían un informador dentro. La primera vez, supieron que había hablado con la Policía. La segunda, sabían lo del localizador.
– Eso no demuestra nada.
– ¿Crees que tengo tiempo para ponerme a buscar pruebas?
La expresión de Lenny cambió.
– Sabes que no puedo arriesgarme.
– Sí -dijo-. Lo sé.
Lenny metió la mano en el bolsillo y sacó las llaves. Nos marchamos.
Cuando Regan y Tickner recibieron la llamada comunicándoles el tiroteo en casa de Seidman, los dos hombres se levantaron de un salto. Estaban cerca del ascensor cuando sonó el móvil de Tickner.
Una voz femenina altiva y exageradamente formal dijo:
– ¿Agente especial Tickner?
– Al habla.
– Soy la agente especial Claudia Fisher.
A Tickner le sonaba el nombre de la mujer. Había coincidido con ella un par de veces.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– ¿Dónde se encuentra en este momento? -preguntó.
– En el Presbyterian Hospital de Nueva York, pero me dirijo a Nueva Jersey.
– No -dijo ella-. Por favor preséntese inmediatamente en el uno de Federal Plaza.
Tickner miró su reloj. Eran las cinco de la madrugada.
– ¿Ahora?
– Eso es lo que significa inmediatamente, sí.
– ¿Puedo preguntar para qué?
– El director en funciones Joseph Pistillo desea verle.
¿Pistillo? Eso lo hizo detenerse. Pistillo era el mejor agente de la Costa Este. Era el jefe del jefe del jefe de Tickner.
Читать дальше