Pavel había disparado con precipitación. Era un error por su parte. Desde su posición detrás de un montón de leña, Lydia no veía quién había dentro del coche. Pero estaba impresionada. El conductor no sólo había hecho salir a Pavel sino que lo había atropellado.
Pavel entró en su visión cojeando. Los ojos de Lydia se ajustaron suficientemente para ver la sangre que tenía en la cara. Levantó un brazo y le hizo un gesto para que se acercara. Pavel cayó y luego empezó a arrastrarse. Lydia mantuvo los ojos en las rutas que daban al patio. Tenían que venir por delante. Detrás de ella había una verja. Estaba cerca de la puerta de atrás del vecino por si necesitaba huir.
Pavel siguió arrastrándose. Lydia lo instó a apresurarse sin dejar de vigilar. No sabía qué haría la ex agente. Ahora los vecinos estaban despiertos. Se habían encendido luces. La Policía estaría en camino.
Lydia tendría que darse prisa.
Pavel llegó al montón de leña y rodó hasta situarse junto a ella. Se quedó un momento boca arriba. Su respiración era sibilante y húmeda. Luego hizo un esfuerzo por incorporarse. Se arrodilló junto a Lydia y miró hacia el patio. Hizo una mueca y dijo:
– Pierna rota.
– Ya te la curaremos -dijo ella-. ¿Dónde está tu pistola?
– Caído.
«Imposible de identificar -pensó ella-. No pasa nada.»
– Tengo otra arma para ti -dijo-. Vigila.
Pavel asintió con la cabeza y escudriñó la oscuridad.
– ¿Qué? -preguntó Lydia acercándose más a él.
– No estoy seguro.
Mientras Pavel vigilaba, Lydia le apretó el cañón del arma contra el punto justo detrás de su oreja izquierda. Apretó el gatillo, y le descargó dos tiros en la cabeza. Pavel cayó al suelo como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos.
Lydia miró al hombre tendido en el suelo. En definitiva, era mejor así. El plan B seguramente era mejor que el plan A de entrada. De haber matado Pavel a la mujer -una ex agente del FBI- aquello no habría terminado. Habrían buscado con más interés al hombre de la camisa de franela. La investigación habría continuado. No se cerraría nunca. Así, con Pavel muerto -por el arma utilizada en la escena del crimen Seidman original- la Policía concluiría que o Seidman o Rachel (o ambos) estaban detrás de la muerte. Les arrestarían. No tendrían pruebas para condenarles, pero esto no importaba. La Policía dejaría de buscar a otras personas. Ellos podrían desaparecer con el dinero.
Caso cerrado.
De repente, Lydia oyó el chirrido de unos neumáticos. Tiró el arma al jardín del vecino. No quería que quedara a la vista. Sería demasiado obvio. Registró rápidamente los bolsillos de Pavel. Llevaba dinero, por supuesto, el fajo de billetes que ella le había dado. Se los dejó. Otra cosa más que lo ataría todo mejor.
No tenía nada más en los bolsillos -ni cartera, ni un pedazo de papel, ni identificación o algo que pudiera vincularle-. Pavel era bueno en este sentido. Cada vez se encendían más luces en las ventanas. No quedaba mucho tiempo. Lydia se levantó.
– ¡Agente federal! ¡Tire el arma!
¡Mierda! Una voz de mujer. Lydia disparó hacia el punto donde creía que se originaba la voz y volvió a agacharse detrás de la leña. Llegaron varios tiros en su dirección. Se acurrucó más. ¿Y ahora qué? Sin dejar la protección de la leña, Lydia estiró un brazo por detrás y abrió el pestillo de la puerta.
– ¡Vale! -gritó-. ¡Me rindo!
Luego saltó disparando la semiautomática. Apretó el gatillo con toda la rapidez que pudo. Salieron las balas, ensordeciéndola. No sabía si le estaban devolviendo las balas o no. Creía que no. Pero no vaciló. La puerta estaba abierta. Salió disparada por ella.
Lydia corrió todo lo que pudo. Unos cien metros más allá, Heshy la esperaba en el jardín de un vecino. Se encontraron. Agachados, siguieron un sendero de arbustos recién podados. Heshy era bueno. Siempre se preparaba para lo peor. Su coche estaba escondido en un callejón sin salida dos calles más abajo.
Cuando se alejaban del lugar, Heshy preguntó:
– ¿Estás bien?
– Perfectamente, Oso -respiró hondo, cerró los ojos y se acomodó-. Perfectamente.
Hasta que no estuvieron cerca de la autopista, Lydia no pensó en qué habría sido del teléfono móvil de Pavel.
Mi primera reacción, naturalmente, fue de pánico.
Abrí la puerta del coche para salir en persecución de quien fuera, pero finalmente mi cerebro se impuso y me hizo retroceder. Una cosa era ser valiente o incluso temerario. Otra cosa era ser suicida. No tenía arma. Tanto Rachel como su agresor la tenían. Correr a ayudarla desarmado sería, a lo sumo, inútil.
Pero tampoco podía quedarme de brazos cruzados.
Cerré la puerta del coche. De nuevo, pisé el acelerador a fondo. El coche dio un salto adelante. Giré el volante y crucé el césped de mi jardín. Los tiros procedían de la parte trasera de la casa. Dirigí el coche hacia allí. Pasé sobre los parterres de flores y arbustos. Hacía tanto tiempo que estaban allí que casi me dio pena.
Mis faros bailaban en la oscuridad. Tiré hacia la derecha, esperando poder pasar alrededor del gran olmo. No era posible. El árbol estaba demasiado cerca de la casa. El coche no pasaría. Puse marcha atrás. Las ruedas se hundieron en la hierba húmeda, como si les costara avanzar. Me dirigí hacia la frontera con la propiedad de los Christie. Me llevé por delante su nueva glorieta. Bill Christie se pondría furioso.
Ya estaba en el patio trasero. Los faros iluminaron la verja de estacas de los Grossman. Giré el volante hacia la derecha. Y entonces la vi. Apreté el freno. Rachel estaba de pie junto a la pila de leña. La leña ya estaba allí cuando compramos la casa. No la habíamos usado. Seguramente estaba podrida e infestada de insectos. Los Grossman se habían quejado de que estaba tan cerca de su verja que los insectos podrían empezar a comerse su madera. Les había prometido deshacerme de ella, pero todavía no había tenido tiempo.
Rachel tenía la pistola en la mano, apuntaba hacia abajo. El hombre de la camisa de franela yacía a sus pies como una vieja bolsa de basura. No tuve que bajar la ventanilla. El parabrisas había desaparecido con los primeros tiros. No oí nada. Rachel levantó la mano. Me saludó indicándome que no había peligro. Salí corriendo del coche.
– ¿Le has disparado tú? -pregunté, casi retóricamente.
– No -dijo.
El hombre estaba muerto. No hacía falta ser médico para verlo. La parte trasera de su cráneo había volado. La masa cerebral, coagulada y. de un blanco rosado, se había pegado a la leña. No soy experto en balística, pero el daño era grave. Había sido una bala muy grande o disparada a una distancia muy corta.
– Había alguien más con él -dijo Rachel-. Le ha disparado y ha escapado por aquella puerta.
Lo miré y volví a ponerme furioso.
– ¿Quién es?
– Le he registrado los bolsillos. Tiene un fajo de billetes, pero no lleva identificación.
Tenía ganas de patearlo. Tenía ganas de sacudirlo y preguntarle qué le había hecho a mi hija. Le miré la cara, destrozada, pero bien parecida, y me pregunté qué le habría llevado hasta allí, por qué nuestras vidas se habían cruzado. Y fue entonces cuando noté algo raro.
Incliné la cabeza a un lado.
– ¿Marc?
Me puse de rodillas. La masa cerebral no me asustaba. Las astillas de huesos y el tejido sangriento no me arredraban para nada. Había visto cosas peores. Le examiné la nariz. Era prácticamente masilla. La recordaba de la última vez. Un boxeador, había pensado. O esto o había vivido épocas muy duras. Su cabeza caía hacia atrás en un ángulo grotesco. Tenía la boca abierta. Eso era lo que me había llamado la atención.
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