Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Bacard se había hecho abogado porque creía que eso le daría cierto prestigio. No fue así. Nadie le dio trabajo. Abrió un lamentable gabinete cerca de los juzgados de Paterson, compartiendo local con prestamistas. Persiguió ambulancias, pero ni dentro de aquella lastimosa manada logró distinguirse. Se casó con una mujer de una posición ligeramente superior a la suya, pero ella se lo recordaba siempre que podía.

En lo que Bacard sí había estado por debajo de la media -muy por debajo de la media- había sido en recuento de esperma. Por mucho que lo intentó -y a Dawn, su esposa, realmente no le entusiasmaba que lo intentará- no logró dejar embarazada a su mujer. Después de cuatro años, intentaron la adopción. De nuevo, Steven Bacard cayó en el abismo de lo absolutamente insignificante, lo que hizo que encontrar a un niño blanco -algo que Dawn deseaba fervientemente- fuera casi imposible. Él y Dawn fueron a Rumania, pero los niños que estaban disponibles eran o bien demasiado mayores o habían nacido con algún problema relacionado con la adicción a las drogas de sus padres.

Pero fue allí, en el extranjero, en aquel lugar dejado de la mano de Dios, donde Steven Bacard tuvo finalmente una idea que, después de treinta y ocho años, lo hizo destacarse del montón.

– ¿Algún problema, Steven?

La voz lo sobresaltó. Se apartó de su propio reflejo. Lydia estaba de pie entre las sombras.

– Qué forma de mirarte al espejo -dijo Lydia, añadiendo un «oh-oh» al final-. ¿No fue la ruina de Narciso?

Bacard no podía evitarlo. Se puso a temblar. No era sólo por Lydia, aunque la verdad era que ella le producía aquel efecto a menudo. La llamada le había puesto nervioso. Pero que Lydia hubiera aparecido sin más había sido el colmo. No tenía ni idea de cómo había entrado ni cuánto tiempo llevaba allí. Quería preguntarle qué había sucedido aquella noche. Quería detalles. Pero no había tiempo.

– La verdad es que tenemos un problema -dijo Bacard.

– Cuéntame.

Los ojos de la chica lo dejaron helado. Eran grandes, luminosos y hermosos pero no se percibía nada tras ellos, sólo un abismo frío, ventanas de una casa abandonada hacía mucho. Lo que había descubierto Bacard en Rumania -lo que le había ayudado finalmente a apartarse del montón- fue una forma de saltarse el sistema. De repente, por primera vez en su vida, Bacard tenía una buena racha. Dejó de perseguir ambulancias. La gente empezó a mirarle con respeto. Lo invitaban a fiestas para recaudar fondos. Se le pedía que hiciera de orador. Su esposa, Dawn, volvió a sonreírle y a preguntarle cómo había pasado el día. Hasta llegó a aparecer en el News 12 de Nueva Jersey cuando el canal de cable necesitaba un experto legal. Pero dejó de hacerlo cuando un colega del extranjero le recordó los peligros de la publicidad excesiva. Además, ya no necesitaba atraer clientes. Le encontraban ellos, los padres que buscaban un milagro. Los desesperados siempre lo han hecho, como las plantas que luchan en la oscuridad por atrapar el mínimo haz de luz. Y él, Steven Bacard, era el haz de luz.

Señaló el teléfono.

– Acabo de recibir una llamada.

– ¿Y?

– Hay un micrófono en el dinero del rescate -dijo.

– Hemos cambiado las bolsas.

– No sólo en la bolsa. Hay un aparato en el dinero. Entre los billetes o algo así.

La cara de Lydia se ensombreció.

– ¿Tu informador no lo sabía antes?

– Mi informador no sabía nada de nada hasta ahora.

– ¿Qué me estás diciendo? -preguntó ella lentamente-. ¿Que ahora mismo la Policía sabe exactamente dónde estamos?

– La Policía no -dijo él-. El micrófono no lo puso la Policía ni lo hicieron tampoco los federales.

Esto sorprendió a Lydia, pero luego asintió con la cabeza.

– El doctor Seidman.

– No exactamente. Hay una mujer llamada Rachel Mills que lo ayuda. Había sido agente federal.

Lydia sonrió como si comprendiera.

– ¿Y la tal Rachel Mills, la ex agente, es la que ha puesto un localizador en el dinero?

– Sí.

– ¿Y ahora nos está siguiendo?

– Nadie sabe dónde está -dijo Bacard-. Tampoco saben dónde está Seidman.

– Mmm -murmuró Lydia.

– La Policía cree que la tal Rachel está implicada.

Lydia levantó la barbilla.

– ¿Implicada en el secuestro original?

– Y en el asesinato de Monica Seidman.

Esto hizo gracia a Lydia. Sonrió y Bacard sintió un escalofrío en la columna.

– ¿Lo estuvo, Steven?

Bacard se balanceó.

– No tengo ni idea.

– La ignorancia es una bendición, ¿a que sí?

Bacard decidió no contestar.

– ¿Tienes el arma? -preguntó Lydia.

Bacard se puso rígido.

– ¿Qué?

– El arma de Seidman. ¿La tienes?

Aquello no le hizo gracia a Bacard. Sentía que se hundía. Consideró la posibilidad de mentir, pero entonces vio los ojos de ella.

– Sí.

– Tráela -dijo-. ¿Y Pavel? ¿Has sabido algo de él?

– No está contento con lo sucedido. Quiere saber qué pasa.

– Lo llamaremos al coche.

– ¿Nosotros?

– Sí. Manos a la obra, Steven.

– ¿Tengo que ir contigo?

– Por supuesto.

– ¿Qué piensas hacer?

Lydia se puso un dedo en los labios.

– jChist! -contestó-. Tengo un plan.

– Vuelven a moverse -dijo Rachel.

– ¿Cuánto tiempo han estado parados? -pregunté.

– Unos cinco minutos. Puede que se hayan encontrado con alguien y le hayan pasado el dinero. O puede que estuvieran repostando. Dobla a la derecha.

Salimos de la Ruta 3 por Century Road. El estadio de los Giants se veía a lo lejos. Al cabo de un par de kilómetros, Rachel señaló por la ventanilla.

– Estuvieron por aquí.

El rótulo decía metrovista y el aparcamiento parecía ser una interminable extensión, que desaparecía en los lejanos páramos. Metro Vista era un típico complejo de oficinas de Nueva Jersey, construido durante la gran expansión de los ochenta. Centenares de oficinas, todas frías e impersonales, relucientes y robotizadas, con demasiadas ventanas opacas que no dejaban entrar suficiente luz solar. Las farolas de vapor zumbaban y era fácil imaginarse, si no oír, el tono monótono de las abejas obreras.

– No han parado a poner gasolina -murmuró Rachel.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Lo único que podemos hacer -dijo ella-. Seguir persiguiendo el dinero.

Heshy y Lydia se dirigían al oeste hacia la autopista estatal Garden. Steven Bacard les seguía en su coche. Lydia abrió los fajos de billetes. Tardó diez minutos en encontrar el localizador. Lo arrancó del hueco del dinero.

Lo levantó para que Heshy pudiera verlo.

– Muy lista -comentó.

– O hemos cometido un desliz.

«Nunca hemos sido perfectos, Oso.

Heshy no contestó. Lydia bajó la ventanilla. Sacó la mano e hizo señales a Bacard para que les siguiera. Él respondió con un gesto dando a entender que había comprendido. Cuando redujeron la marcha en el peaje, Lydia besó rápidamente a Heshy en la mejilla y bajó del coche. Se llevó el dinero. Ahora Heshy estaba solo con el localizador. Si la tal Rachel seguía con vida o la Policía se había enterado de lo que pasaba pararían a Heshy. Él tiraría el aparato a la calle. Lo encontrarían, por supuesto, pero no podrían demostrar que procedía del coche de Heshy. Y aunque pudieran, ¿qué? Registrarían a Heshy y su coche y no encontrarían nada. Ni niño, ni nota de rescate, ni dinero, ni nada. Estaba limpio.

Lydia corrió al coche de Steven Bacard y subió al asiento del pasajero.

– ¿Has localizado a Pavel? -preguntó.

– Sí.

Lydia cogió el teléfono. Pavel se puso a gritar en su lengua materna, fuera cual fuera. Ella esperó y luego le dijo dónde iban a encontrarse. Cuando Bacard oyó la dirección, volvió la cabeza hacia ella sorprendido. Ella sonrió. Pavel, por supuesto, no comprendió el significado del lugar, pero ¿por qué habría de comprenderlo? Protestó un poco más, pero finalmente se calmó y dijo que estaría allí. Lydia colgó el teléfono.

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