Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– Arranca -dijo.

Me volví a mirarla, pero su cara me dejó sin habla.

– Dios mío, ¿estás bien?

– Estoy perfectamente.

Su ojo derecho estaba hinchado como el de un boxeador que hubiera salido mal parado. Tenía cardenales amarillos y púrpura en el cuello. Llevaba una marca roja enorme en ambas mejillas. Podía ver las señales de los dedos que le había hundido su agresor. Incluso le habían rasgado la piel. Me pregunté si no tendría alguna lesión interna en la cara, si el golpe que le habían dado en el ojo no le habría roto algún hueso. Pero lo dudaba. Un golpe así normalmente dejaría sin conocimiento a cualquiera. De todos modos, en el mejor de los casos y si aquéllas eran sólo heridas superficiales, era sorprendente que se mantuviera en pie.

– ¿Qué demonios ha pasado? -pregunté.

Ella tenía el Palm Pilot en la mano. Lá pantalla era deslumbrantemente brillante en la oscuridad del coche. Ella la miró y dijo:

– Coge la Diecisiete en dirección sur. Deprisa, no quiero que se alejen demasiado.

Puse marcha atrás, retrocedí, y me metí en la autopista. Metí la mano en el bolsillo y le mostré el frasco de Vioxx.

– Esto te ayudará a amortiguar el dolor.

Rachel lo destapó.

– ¿Cuántas tengo que tomarme?

– Una.

La sacó con el dedo índice. No apartaba los ojos de la pantalla del Palm Pilot. Se tragó la pastilla y me dio las gracias.

– Cuéntame lo que ha pasado -dije.

– Tú primero.

La puse al corriente lo mejor que pude. Seguíamos por la Ruta 17. Pasamos las salidas de Allendale y Ridgewood. Las calles estaban vacías. Las tiendas -y las había a montones, porque aquella autopista era prácticamente un centro comercial continuo- estaban cerradas. Rachel me escuchó sin interrumpirme. Yo la miraba mientras conducía. Parecía sufrir.

Cuando terminé, me preguntó:

– ¿Estás seguro de que no era Tara la del coche?

– Sí.

– He vuelto a llamar a mi colega del ADN. Las capas siguen encajando. No lo entiendo.

Yo tampoco.

– ¿Qué te ha pasado a ti?

– Alguien me atacó. Te estaba observando con las gafas de visión nocturna. Vi que dejabas la bolsa del dinero y empezabas a caminar. Había una mujer agazapada en los matorrales. ¿La viste?

– No.

– Tenía una pistola. Creo que pretendía matarte.

– ¿Una mujer?

– Sí.

No sabía cómo reaccionar ante aquello.

– ¿La viste bien?

– No. Estaba a punto de gritar para avisarte cuando ese monstruo me agarró por detrás. Era fuerte como un toro. Me levantó del suelo por el cuello. Creía que me iba a arrancar el cráneo.

– Dios mío.

– Bueno, el caso es que pasó un coche de policía. El tío se asustó. Me pegó un puñetazo -se señaló el ojo morado- y perdí el conocimiento. No sé cuánto rato estuve tirada en el suelo. Cuando me desperté, había polis por todas partes. Me acurruqué en un rincón en la oscuridad. No creo que me vieran o quizá pensaron que era una indigente durmiendo la mona. Comprobé el Palm Pilot y vi que el dinero estaba en movimiento.

– ¿En qué dirección?

– Hacia el sur, cerca de la calle 168. De repente se paró. Mira, esto… -me señaló la pantalla-, funciona de dos maneras. Si enfoco, alcanzo unos cuatrocientos metros. Si me aparto un poco, como ahora, tengo más una idea que una dirección concreta. Ahora mismo, basándome en la velocidad, diría que los tenemos a unos ocho kilómetros por delante todavía en la Ruta 17.

– Pero cuando los localizaste por primera vez, ¿estaban en la calle 168?

– Sí. Entonces empezaron a ir en dirección a la ciudad a toda prisa.

Reflexioné sobre esto.

– El metro -dije-. Tomaron el tren A en la estación de la calle 168.

– Eso es lo que pensé. En fin, robé la furgoneta. Me dirigí al centro. Estaba cerca de los setenta cuando de repente doblaron hacia el este. Esta vez fue sólo parar y salir.

– Paraban por los semáforos. Ya tenían un coche.

Rachel asintió.

– Cogieron velocidad en la FDR y el Harlem River Drive. Intenté atajar por la ciudad, pero tardaba demasiado. Me quedé atrás unos ocho o nueve kilómetros. Y el resto ya lo sabes.

Tuvimos que aminorar por unas obras nocturnas cerca del cruce con la Ruta 4. Los tres carriles se habían reducido a uno. La miré, con sus moratones e hinchazones, y la marca de la mano gigantesca en la piel. Ella me devolvió la mirada, pero no dijo nada. Le acaricié la cara con toda la suavidad de que fui capaz. Ella cerró los ojos, como si la ternura fuera demasiado para ella, e incluso en aquella situación los dos supimos que nos sentíamos bien. Algo antiguo y dormido se agitó muy dentro de mí. Mantuve los ojos en aquella cara amada y perfecta. Le aparté el pelo. Se le escapó una lágrima de un ojo que resbaló por la mejilla. Ella me puso una mano en la muñeca. Sentí un calor que se iniciaba allí y se esparcía.

Una parte de mí -sí, ya sé lo mal que suena- quería abandonar aquella persecución. El secuestro había sido una trampa. Mi hija había desaparecido. Mi esposa estaba muerta. Alguien intentaba matarme. Había llegado el momento de empezar de nuevo, de darme otra oportunidad, una posibilidad, esta vez, de hacerlo bien. Tenía ganas de dar la vuelta y tomar la dirección opuesta. Tenía ganas de conducir -sin parar- y no preguntarle nunca por la muerte de su esposo ni por las fotografías del CD. Podía olvidarlo todo, sabía que podía. Mi vida estaba repleta de procedimientos quirúrgicos que alteraban la superficie, que ayudaban a las personas a empezar de nuevo, que mejoraban lo que era visible y en consecuencia lo que no lo era. Esto podría ser lo que pasara aquí. Un simple lifting facial. Haría mi primera incisión el día antes de aquella malograda fiesta, arrancaría los pliegues de catorce años, y cerraría la sutura hoy. Cosería los dos momentos juntos. Cortar y coser. Que aquellos catorce años desaparecieran como si no hubieran existido.

Rachel abrió los ojos y me di cuenta de que estaba pensando más o menos lo mismo, que esperaba que yo anulara la persecución y diera la vuelta. Pero, evidentemente, no podía. Parpadeamos. Las obras terminaban. Me soltó el brazo. Me arriesgué a mirar de reojo a Rachel. No, ya no teníamos veintiún años, pero eso era lo de menos. Ahora lo veía. Seguía queriéndola. Aunque sea irracional, tonto, absurdo e ingenuo. Seguía queriéndola. En aquellos años, podía haberme convencido de otra cosa, pero nunca había dejado de quererla. Seguía siendo preciosa, perfecta, y cuando yo pensaba en lo cerca de la muerte que había estado, en aquellas manos gigantescas que le cortaban la respiración, aquellas dudas molestas se suavizaron. No desaparecerían. Hasta que no supiera la verdad, no. Pero fuera cual fuera la respuesta, no me consumirían.

– ¿Rachel?

Pero ella se incorporó de golpe en el asiento, con los ojos fijos en el Palm Pilot.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Se han parado -dijo Rachel-. Les alcanzaremos dentro de tres kilómetros.

Capítulo 31

Steven Bacard colgó el teléfono.

«Te deslizas en el mal -pensó-. Cruzas la línea sólo un momento. Vuelves atrás. Te sientes seguro. Cambias las cosas, creyendo que es lo mejor. La línea sigue allí. Todavía está intacta. Sí, vale, puede que ahora esté un poco borrosa, pero todavía puedes verla con claridad. Y cuando vuelvas a cruzarla es posible que la línea se haya difuminado un poco más. Pero tienes tus recursos. Pase lo que pase con la línea, tú recuerdas dónde está.»

¿O no?

Había un espejo detrás del repleto bar del despacho de Steven Bacard. Su interiorista había insistido en que todas las personas de prestigio tenían que tener un lugar para brindar por sus éxitos. Y por eso él tenía uno. Ni siquiera bebía. Steven Bacard miró fijamente su imagen reflejada y pensó, no por primera vez en su vida: «mediocre». Siempre había sido mediocre. Sus notas en la escuela, su puntuación en el examen académico de aptitud y el examen de admisión a la Facultad de Derecho, su expediente académico de la Facultad de Derecho, su nota en el examen para colegiarse (no lo pasó hasta el tercer intento). Si la vida fuera un partido idonde los niños eligen a los jugadores de su equipo, a él lo elegirían hacia la mitad, después de los buenos atletas y antes de los realmente malos: en aquella zona destinada a quienes no dejan huella.

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