– Por supuesto que no. Ya lo sabes. No te lo habría ocultado.
Sopesó esta afirmación demasiado rato.
– Podrías ocultárselo al Lenny amigo.
– No, no lo haría. Pero, aunque fuera así, no podría haberlo ocultado al Lenny abogado.
Su voz recuperó la calma.
– No contaste a ninguno de los dos lo de la petición de rescate.
O sea que era eso.
– No queríamos que se supiera, Lenny.
– Ya -pero no lo entendía y no me extrañaba-. Otra cosa, ¿cómo encontraste el CD en el sótano?
– Dina Levinsky vino a mi casa.
– ¿Dina La Loca ?
– Lo ha pasado mal -dije-. No tienes ni idea.
– No entiendo nada. -Lenny hizo un gesto de desesperación-. ¿A hacer qué a tu casa?
Le conté lo sucedido y Lenny hizo una mueca. Cuando terminé, fui yo el que dije:
– ¿Qué?
– ¿Te dijo que estaba mejor? ¿Que se había casado?
– Sí.
– Son invenciones.
– ¿Cómo lo sabes?
– He hecho gestiones para una tía suya. Dina Levinsky ha estado entrando y saliendo de instituciones desde que tenía dieciocho años. Incluso cumplió una condena por agresión hace unos años. No se ha casado nunca. Y dudo que haya hecho nunca una exposición.
No supe qué deducir de aquello. Recordé la cara angustiada de Dina, la forma en que palideció cuando dijo: «Sabes quién te disparó, ¿verdad Marc?».
¿Qué demonios había querido decir con aquello?
– Tenemos que reflexionar -dijo Lenny, frotándose la barbilla-. Voy a preguntar a gente que conozco, a ver si me entero de algo. Llámame si surge algo, ¿entendido?
– Vale, sí.
– Y prométeme que no volverás a hablar con ellos. Hay muchas posibilidades de que te arresten. -Levantó una mano antes de que pudiera protestar-. Tienen suficiente para arrestarte e incluso para procesarte. De acuerdo, no lo tienen todo atado y bien atado. Pero piensa en el caso Skakel. Tenían mucho menos y le condenaron. O sea que si vuelven por aquí, prométeme que no les dirás nada.
Se lo prometí porque, de nuevo, las autoridades seguían la pista equivocada. Cooperar con ellos no me serviría para encontrar a mi hija. Ésa era la verdad. Lenny me dejó solo. Le pedí que apagara las luces. Lo hizo. Pero la habitación no quedó del todo a oscuras. Las habitaciones de hospital nunca quedan del todo a oscuras.
Intenté comprender qué estaba sucediendo. Tickner se había llevado aquellas extrañas fotografías. Ojalá las hubiera dejado. Tenía ganas de volver a mirarlas, porque por mucho que lo pensara, aquellas fotos de Rachel en el hospital no tenían explicación. ¿Eran de verdad? Que fuera un montaje fotográfico era una posibilidad consistente, especialmente en aquella era digital. ¿Podía ser ésa la explicación? ¿Eran de mentira, un simple recorta y pega? Mis pensamientos volvieron a Dina Levinsky. ¿Qué había significado su sorprendente visita? ¿Por qué me había preguntado si quería a Monica? ¿Por qué creía que yo sabía quién me había disparado? Estaba reflexionando sobre todo esto cuando se abrió la puerta.
– ¿Es ésta la habitación del chiflado de la bata?
Era Zia.
– Eh.
Entró, señaló mi posición supina con un amplio gesto de la mano.
– ¿Es ésta tu excusa para saltarte el trabajo?
– Anoche me tocaba guardia, ¿verdad?
– Sí.
– Lo siento.
– Me despertaron a mí en tu lugar, interrumpiendo, por cierto, un sueño muy erótico. -Zia señaló la puerta con un dedo-. ¿Y ese tipo negro grande del pasillo?
– ¿El de las gafas de sol en la cabeza rapada?
– Sí, señor. ¿Es un poli?
– Un agente del FBI.
– ¿Me lo podrías presentar? Así te perdonaría que interrumpieras mi sueño.
– Lo intentaré -dije-, antes de que me arreste.
– Después también vale.
Sonreí. Zia se sentó en el borde de la cama. Le conté lo que había pasado. No me ofreció ninguna teoría. No me hizo ninguna pregunta. Sólo me escuchó, y se lo agradecí muchísimo.
Estaba llegando a la parte en que me había convertido en un serio sospechoso cuando sonó mi móvil. Los dos nos quedamos sorprendidos, deformación profesional. Los móviles están prohibidos en los hospitales. Lo cogí rápidamente y contesté.
– ¿Marc?
Era Rachel.
– ¿Dónde estás?
– Siguiendo el dinero.
– ¿Qué?
– Hicieron exactamente lo que creía -dijo-. Tiraron la bolsa, pero no han encontrado el localizador en los fajos de billetes. Ahora estoy subiendo por el Harlem River Drive. Voy más o menos un kilómetro por detrás de ellos.
– Tenemos que hablar -dije.
– ¿Encontraste a Tara?
– Era un engaño. Vi al niño que llevaban. No era mi hija.
Hubo un silencio.
– ¿Rachel?
– No lo estoy haciendo muy bien, Marc.
– ¿Qué quieres decir?
– Me han dado una paliza. En el parque. Estoy bien, pero necesito tu ayuda.
– Espera un momento. Mi coche sigue en la escena. ¿Cómo los estás siguiendo?
– ¿Te fijaste en un aparcamiento de furgonetas en la plaza?
– Sí.
– He robado una. Es una furgoneta vieja, que ha sido fácil de abrir. He pensado que no la echarían de menos hasta mañana.
– Creen que lo hicimos nosotros, Rachel. Que teníamos una aventura o algo. Encontraron fotos en aquel CD. Contigo delante del hospital donde trabajo.
Silencio con interferencias.
– ¿Rachel?
– ¿Dónde estás? -preguntó.
– Estoy en el Presbyterian Hospital de Nueva York.
– ¿Estás bien?
– Apaleado. Pero más o menos bien.
– ¿Hay polis?
– Y federales. Un tipo llamado Tickner. ¿Le conoces?
– Sí. -Su voz era baja. Y luego-: ¿Cómo quieres enfocar esto?
– ¿A qué te refieres?
– ¿Quieres que los siga? ¿O quieres ponerlo en manos de Tickner y Regan?
Quería que estuviera allí conmigo. Quería preguntarle por aquellas fotos y la llamada a mi casa.
– No sé si tiene importancia -dije-. Tú tenías razón desde el principio. Era un timo. Debieron de utilizar cabellos de otro.
Más interferencias.
– ¿Qué? -dije.
– ¿Sabes algo de ADN? -preguntó.
– No mucho -dije.
– No tengo tiempo para explicártelo, pero las pruebas de ADN van capa por capa. Se empieza viendo si encaja en general, pero se necesitan al menos veinticuatro horas para saber con certeza que encaja del todo.
– ¿Y?
– Pues que acabo de hablar con mi contacto en el laboratorio. Sólo han pasado ocho horas. Pero, por ahora, la segunda muestra de cabellos que recibió Edgar, ¿sabes?
– ¿Qué pasa?
– Encajan con los tuyos. -No estaba seguro de haberla oído correctamente. Rachel soltó algo que podía ser un suspiro-. En resumen, no han descartado que seas el padre. Muy al contrario, de hecho.
Casi dejé caer el teléfono. Zia lo vio y se acercó más. De nuevo me concentré y compartimenté. Procesar. Reconstruir. Consideré mis opciones. Tickner y Regan no me creerían jamás. No me permitirían seguir. Probablemente nos arrestarían a los dos. Al mismo tiempo, si hablaba con ellos, podría demostrar nuestra inocencia. Por otro lado, demostrar mi inocencia era totalmente irrelevante.
¿Había alguna posibilidad de que mi hija siguiera con vida?
Aquélla era la única pregunta que interesaba. Si estaba viva, entonces tenía que seguir con el plan original. Confiar en las autoridades, especialmente en ese momento, en que tenían nuevas sospechas, no serviría de nada. Supongamos que, como decía la nota del rescate, tuvieran un confidente. Por ahora, quienes se habían llevado la bolsa del dinero no tenían ni idea de que Rachel los siguiera. Pero ¿qué sucedería si los polis y los federales intervenían? ¿Huirían los secuestradores, les entraría el pánico, harían alguna tontería?
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