Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– Alegó que el tiroteo había sido accidental.

– ¿Y usted no lo cree?

– Su marido recibió un tiro en la cabeza desde muy cerca.

– Vuelvo a preguntar: ¿por qué no está en la cárcel?

– No estoy al tanto de los detalles -dijo Tickner.

– ¿Y eso qué significa?

– Los polis de la local se encargaron del caso, no nosotros -explicó Tickner-. Y decidieron no continuar.

Ni soy poli ni un gran estudiante de psicología, pero hasta yo podía ver que Tickner ocultaba algo. Miré a Lenny. Su expresión era imperturbable, lo que, evidentemente, no es propio de Lenny. Tickner se alejó un paso de la cama. Regan llenó el vacío.

– ¿Ha dicho que todavía había una especie de conexión con Rachel? -empezó Regan.

– Esta pregunta ya ha sido contestada -intervino Lenny.

– ¿Sigue enamorado de ella?

Lenny no podía dejarlo pasar.

– ¿Se ha convertido en consultor sentimental, detective Regan? ¿Qué demonios tiene esto que ver con la hija de mi cliente?

– Confíe en mí.

– No, detective, no pienso confiar en usted. Sus preguntas son una tontería. -De nuevo puse una mano en el hombro de Lenny, que se volvió a mirarme-. Quieren que digas que sí, Marc.

– Ya lo sé.

– Quieren utilizar a Rachel como motivo para que asesinaras a tu mujer.

– Esto también lo sé -dije. Miré a Regan. Recordé la sensación que había experimentado cuando vi a Rachel en el Stop-n-Shop.

– ¿Sigue pensando en ella? -preguntó Regan.

– Sí.

– ¿Sigue ella pensando en usted?

– ¿Cómo demonios quiere que lo sepa? -Lenny no estaba dispuesto a rendirse.

– ¿Bob? -dije. Era la primera vez que utilizaba el nombre de pila de Regan.

– Sí.

– ¿Adonde quiere ir a parar con esto?

– Permítame -la voz de Regan era baja, casi conspiradora- que se lo pregunte una vez más: ¿antes del incidente del Stop-n-Shop, había visto alguna vez a Rachel Mills desde que habían roto?

– Por el amor de Dios -exclamó Lenny.

– No.

– ¿Está seguro?

– Sí.

– ¿Ninguna clase de comunicación?

– Ni siquiera se pasaban notas en la biblioteca -interrumpió Lenny-. Bueno, siga.

Regan se echó hacia atrás.

– Fue a una agencia de detectives privados de Newark para preguntar sobre un CD.

– Sí.

– ¿Por qué hoy?

– No sé si le comprendo.

– Hace un año y medio que su mujer está muerta. ¿Por qué su súbito interés en el CD?

– Acababa de encontrarlo.

– ¿Cuándo?

– Anteayer. Estaba escondido en el sótano.

– ¿O sea que no tenía ni idea de que Monica hubiera contratado a un detective privado?

Tardé un momento en responder. Pensé en lo que había descubierto desde la muerte de mi hermosa esposa. Había estado yendo a un psiquiatra. Había contratado a un detective privado. Había escondido sus hallazgos en el sótano. Yo no me había enterado de nada. Pensé en mi vida, mi amor por el trabajo, mis deseos de seguir viajando. Sí, claro, amaba a mi hija. La arrullaba cuando hacía falta y me maravillaba mirándola. Moriría, y mataría, por protegerla, pero en mis momentos de sinceridad, tenía que reconocer que no había aceptado todos los cambios y sacrificios que había introducido en mi vida.

¿Qué clase de marido había sido? ¿Qué clase de padre?

– ¿Marc?

– No -dije bajito-. No tenía ni idea de que hubiera contratado a un detective.

– ¿Puede imaginar por qué lo hizo?

Negué con la cabeza. Regan calló y Tickner sacó un sobre de papel manila.

– ¿Qué es? -preguntó Lenny.

– El contenido del CD. -Tickner me miró otra vez-. ¿No había visto nunca a Rachel? ¿Sólo aquella vez en el supermercado?

No me tomé la molestia de contestar.

Sin fanfarria, Tickner sacó una fotografía y me la pasó. Lenny se puso sus gafas de media luna y miró por encima de mi hombro. Hizo aquello de inclinar la cabeza hacia arriba para mirar hacia abajo. La fotografía era en blanco y negro. Era una panorámica del Valley Hospital en Ridgewood. Tenía una fecha impresa al pie. La foto se había tomado dos meses antes del tiroteo.

Lenny frunció el entrecejo.

– La luz está bastante bien, pero la composición no me acaba de convencer.

Tickner no hizo caso del sarcasmo.

– Aquí es donde trabaja, ¿no, doctor Seidman?

– Tenemos una consulta en el hospital, sí.

– ¿Tenemos?

– Mi socia y yo. Zia Leroux.

Tickner asintió con la cabeza.

– Hay una fecha estampada al pie.

– Ya lo veo.

– ¿Estaba en la consulta aquel día?

– No sabría decirle. Tendría que mirar la agenda.

Regan señaló un punto cercano a la entrada del hospital.

– ¿Ve esta figura de aquí?

Miré con más atención, pero no pude distinguir gran cosa.

– No, la verdad es que no mucho.

– Fíjese en el largo del abrigo, ¿vale?

– Vale.

Entonces Tickner me pasó una segunda foto. En ésta el fotógrafo había utilizado el zoom. El mismo ángulo. Se veía claramente a la persona del abrigo. Llevaba gafas de sol, pero no había lugar a dudas, era Rachel.

Miré a Lenny. Vi la sorpresa también en su cara. Tickner sacó otra foto. Luego otra. Estaban todas tomadas frente al Valley Hospital. En la octava, Rachel entraba en el hospital. En la novena, tomada una hora después, yo salía solo. En la décima, tomada seis minutos después, Rachel salía por la misma puerta.

De entrada, mi mente no fue capaz de penetrar en su significado. Me sentía como un gran, «¿eh?», desconcertado. No había tiempo para comprender. Lenny también parecía asombrado, pero se recuperó primero.

– Salgan -dijo.

– ¿No quiere darnos una explicación de las fotografías primero?

Yo quería discutir, pero estaba demasiado aturdido.

– Salgan -repitió Lenny, esta vez con más autoridad-. Salgan inmediatamente.

Capítulo 29

Me senté en la cama.

– ¿Lenny?

Él comprobó que la puerta estaba cerrada.

– Sí -dijo-. Creen que lo hiciste tú. Mira esto, creen que tú y Rachel lo hicisteis juntos. Que teníais una aventura. Ella mató a su marido, no sé si creen que tú estuviste metido en eso también, y luego los dos matasteis a Monica, hicisteis yo qué sé qué con Tara, y os inventasteis un plan para estafar a su padre.

– Eso no tiene lógica -dije.

Lenny no dijo nada.

– Me dispararon, ¿recuerdas?

– Lo sé.

– Entonces, ¿qué? ¿Creen que me disparé a mí mismo?

– No lo sé. Pero no puedes volver a hablar con ellos. Ahora tie? nen pruebas. Ya puedes negar cuanto quieras que tuvieras una relación con Rachel, porque Monica sospechaba lo suficiente para contratar a un detective privado. Luego…, caramba, piénsalo. El detective cumple su trabajo. Hace estas fotografías y se las da a Monica. A continuación, tu esposa muere, y tu hija desaparece, y su padre pierde dos millones de dólares. Pasa un año y medio. Su padre pierde otros dos millones, y tú y Rachel resulta que mentís sobre no haber estado juntos.

– No mentimos.

Lenny no quiso mirarme.

– ¿Y lo que he dicho antes? -intenté-. ¿Lo de que nadie habría podido organizar este montaje? Podía haberme quedado el dinero del rescate y basta, ¿no? No tenía que contratar a un tío con un coche y un niño. ¿Y mi hermana qué? ¿Creen que también la maté?

– Las fotografías -dijo Lenny bajito.

– No sabía nada de ellas.

Apenas se atrevía a mirarme, pero eso no impidió que regresáramos a nuestra juventud.

– No, te lo juro, no sabía nada de ellas.

– ¿De verdad no la habías visto hasta el día del supermercado?

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