Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Pero lo sabía.

El niño del asiento delantero del coche parecía un varón. Parecía más cerca de los tres años que de los dos. Su piel, su pelo, eran demasiado claros.

No era Tara.

Sabía que Tickner y Regan querían hacerme preguntas. Quería cooperar. También quería saber cómo se habían enterado de lo del rescate. Tampoco había vuelto a ver a Rachel. Me preguntaba si estaría en el hospital. También me preguntaba qué había sido del diñero del rescate, del Honda Accord, del hombre de la camisa de franela. ¿Le habían atrapado? ¿Era él quien había secuestrado a mi hija de entrada, o la primera petición de recompensa también había sido un engaño? En ese caso, ¿qué tenía que ver mi hermana, Stacy, con todo aquello?

En resumen, estaba hecho un lío. Entró Lenny, alias Cujo.

Cruzó la puerta como una tromba; iba con pantalones anchos de algodón y una camisa Lacoste rosa. Sus ojos tenían aquella mirada asustada, casi enloquecida, que me trajo recuerdos de nuestra infancia. Pasó junto a la enfermera y se acercó a mi cama.

– ¿Qué demonios ha pasado?

Estaba a punto de poner a Lenny al día cuando me hizo callar levantando un dedo. Se dirigió a la enfermera y le pidió que se marchara. Cuando estuvimos solos, me indicó que podía hablar. Empecé por el encuentro con Edgar en el parque, seguí con la llamada a Rachel, su llegada, su preparación con los artilügios electrónicos, las llamadas de rescate, la entrega, mi persecución del coche. Volví atrás y le conté lo del CD. Lenny me interrumpió -siempre interrumpía-, pero no tan a menudo como de costumbre. Vi que una extraña expresión cruzaba su cara y que quizá -no quiero profundizar mucho en esto- le dolía que no hubiera confiado en él. La expresión no duró mucho. Lenny recuperó la compostura poco a poco.

– ¿Es posible que Edgar haya jugado contigo? -preguntó.

– ¿Con qué fin? Es él quien ha perdido cuatro millones de dólares.

– No si es él quien ha montado la trampa.

Hice una mueca.

– Esto no tiene ni pies ni cabeza.

A Lenny no le gustó, pero tampoco tenía una respuesta.

– ¿Y Rachel dónde está?

– ¿No está aquí?

– No lo creo.

– Pues no lo sé.

Callamos un momento.

– A lo mejor ha vuelto a mi casa -dije.

– Sí -dijo Lenny-. A lo mejor.

No había ni la más mínima convicción en su voz.

Tickner empujó la puerta. Llevaba las gafas de sol en la cabeza rapada, lo que me dejó bastante desconcertado; si inclinaba el cuello y se dibujaba una boca en la parte alta de la calva, sería como una segunda cara. Regan lo seguía trotando, o quizás es que la perilla afectaba la forma en que le veía. Tickner llevó la voz cantante.

– Sabemos lo de la petición de rescate -dijo-. Sabemos que su suegro le entregó dos millones de dólares más. Sabemos que hoy visitó una agencia de investigadores privados llamada MVD y les pidió la contraseña de un CD que había pertenecido a su difunta esposa. Sabemos que Rachel Mills estaba con usted y que no ha vuelto, como le dijo antes al detective Regan, a Washington D.C. O sea que nos lo podemos ahorrar.

Tickner se acercó más. Lenny lo observó, a punto de saltar. Regan cruzó los brazos y se apoyó en la pared.

– Empecemos por el dinero del rescate -dijo Tickner-. ¿Dónde está?

– No lo sé.

– ¿Se lo llevó alguien?

– No lo sé.

– ¿Qué quiere decir, que no lo sabe?

– Me dijo que lo dejara en el suelo.

– ¿Quién?

– El secuestrador. El que hablaba por el móvil.

– ¿Dónde lo dejó?

– En el parque. En el sendero.

– ¿Y luego qué?

– Me dijo que siguiera andando.

– ¿Lo hizo?

– Sí.

– ¿Y entonces?

– Entonces oí el grito de un niño y alguien empezó a correr. A partir de ese momento fue todo una locura.

– ¿Y el dinero?

– Ya se lo he dicho. No sé qué ha sido del dinero.

– ¿Y qué me dice de Rachel Mills? -preguntó Tickner-. ¿Dónde está?

– No lo sé.

Miré a Lenny, pero él estaba estudiando la cara de Tickner. Esperé.

– Nos mintió diciendo que había vuelto a Washington D.C., ¿correcto? -preguntó Tickner.

Lenny me puso una mano en el hombro.

– No empecemos malinterpretando las declaraciones de mi cliente.

Tickner puso cara de asco como si Lenny fuera un excremento que acabara de caer del techo. Lenny lo siguió mirando, sin inmutarse.

– Le dijo al detective Regan que la señora Mills había vuelto a Washington, ¿sí o no?

– Le dije que no sabía dónde estaba -corregí-. Dije que era posible que hubiera vuelto.

– ¿Y dónde estaba en ese momento?

– No contestes -dijo Lenny.

Le dije que no importaba.

– Estaba en mi garaje.

– ¿Por qué no se lo dijo al detective Regan?

– Porque nos estábamos preparando para entregar el rescate. No queríamos que nada nos retrasara.

Tickner cruzó los brazos.

– No sé si lo entiendo.

– Pues pase a otra pregunta -interrumpió Lenny cortante.

– ¿Por qué Rachel Mills iba a participar en la entrega del rescate?

– Es una vieja amiga -dije-. Y yo sabía que había sido agente especial del FBI.

– Ah -dijo Tickner-. ¿Entonces pensó que su experiencia podía servirle de ayuda?

– Sí.

– Pero ¿no llamó al detective Regan ni a mí?

– Exacto.

– ¿Por qué?

– Saben perfectamente por qué -se encargó de responder Lenny.

– Me dijeron que no avisara a la Policía -dije-. Como la última vez. No quería arriesgarme de nuevo. Por eso llamé a Rachel.

– Entendido -Tickner miró a Regan. Éste miraba al vacío como si quisiera recuperar una idea olvidada-. ¿La eligió a ella porque había sido agente federal?

– Sí.

– Y porque los dos eran… -Tickner hizo un gesto vago con la mano-… íntimos.

– Hace mucho tiempo -dije.

– ¿Ya no?

– No. Ya no.

– Mmm, ya no -repitió Tickner-. Pero decide llamarla para que le ayude en algo que afecta a la vida de su hija. Interesante.

– Me alegro de que lo crea así -apuntó Lenny-. Por favor, ¿todo esto tiene alguna finalidad?

Tickner no le hizo ningún caso.

– Antes de hoy, ¿cuál fue la última vez que vio a Rachel Mills?

– ¿Qué importancia tiene? -preguntó Lenny.

– Por favor, responda a mi pregunta.

– No, hasta que no sepa…

Pero esta vez fui yo quien puso una mano en el brazo de Lenny. Sabía lo que estaba haciendo. Se había colocado automáticamente en su actitud de confrontación. Se lo agradecía, pero quería superar aquel momento lo más rápidamente posible.

– Hará cosa de un mes -dije.

– ¿En qué circunstancias?

– Me la encontré en el Stop-n-Shop de la avenida Northwood.

– ¿Se la encontró?

– Sí.

– ¿Quiere decir por casualidad? ¿Que ninguno de los dos sabía que el otro estaría allí, sin más ni más?

– Sí.

Tickner se volvió y miró a Regan otra vez. Éste se mantenía totalmente quieto. Ni siquiera jugaba con su perilla.

– ¿Y antes de eso?

– ¿Antes de qué, qué?

– Antes de «encontrarse» -el sarcasmo de Tickner escupió la palabra en la habitación- con la señora Mills en el Stop-n-Shop, ¿cuándo fue la última vez que la vio?

– No la veía desde la universidad -dije.

Tickner volvió a dar la vuelta para mirar a Regan, con la cara rebosante de incredulidad. Cuando me miró otra vez, le cayeron las gafas sobre los ojos. Se las colocó en la cabeza.

– ¿Nos está diciendo, doctor Seidman, que la única vez que vio a Rachel Mills desde sus días de universidad hasta hoy fue esa vez del supermercado?

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