Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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La mujer en la sombra llevaba unos prismáticos pegados a la cara. Gafas de visión nocturna. Heshy las había visto en las noticias. Los soldados las llevaban en las batallas. Que las llevara no significaba necesariamente que fuera poli. Los artilugios armamentísticos y militares podían encontrarse en Internet si se estaba dispuesto a pagar. Heshy la observó. Poli o no, si las gafas funciona ban, aquella mujer sería testigo del crimen que iba a cometer Lydia.

Por lo tanto tenía que ser silenciada.

Cerró la puerta lentamente. Quería oír si estaba hablando con alguien, si tenía alguna especie de radio conectada a otras unidades. Pero la mujer estaba callada. Bien. Puede que estuviera sola de verdad.

Estaba a un par de metros de ella cuando vio que su cuerpo se ponía rígido. La mujer soltó un pequeño bufido. Y Heshy supo que había llegado el momento de hacerla callar.

Se abalanzó sobre ella, moviéndose con una gracia que desmentía su corpulencia. Le puso una mano delante de la cara y la apretó sobre la boca. Era una mano bastante grande para taparle también la nariz. Le cortó el suministro de aire. Con la mano libre, le agarró la nuca. Unió las dos manos.

Y entonces, con las dos manos firmemente apretadas en la cabeza de la mujer, Heshy la levantó del suelo.

Capítulo 27

Un sonido hizo que me detuviera. Me volví a la derecha. Creía haber oído algo arriba, cerca del nivel de la calle. Intenté ver, pero mis ojos todavía sufrían por la agresión de la linterna. Los árboles también me cortaban la visión. Esperé para ver si oía que alguien me seguía. Nada. Ya no se oía nada. Tampoco era importante de todos modos. Tara me esperaba al final del camino. Lo demás era superfluo, sólo eso importaba.

«Concéntrate -pensé-. Tara, al final del camino.» Todo lo demás era ajeno.

Me puse a caminar otra vez, sin mirar siquiera atrás para comprobar qué había sido de la bolsa de lona con los dos millones de dólares. Excepto Tara, todo era irrelevante. Intenté evocar de nuevo la imagen en sombras, la silueta que había visto a la luz de la linterna. Seguí adelante. Mi hija. Podía estar allí, a escasos pasos del sendero por donde yo caminaba. Me habían dado una segunda oportunidad. Concéntrate en esto. Compartimenta. No dejes que nada te detenga.

Seguí bajando por el sendero.

Mientras estaba en la Agencia Federal de Investigación, Rachel había sido entrenada para utilizar armas y combatir cuerpo a cuerpo. Había aprendido mucho en sus cuatro meses en Quantico. Sabía que las peleas no tenían nada que ver con lo que se veía en la tele. Por ejemplo, nadie se dedicaba a dar saltos para pegar patadas en la cara. Nadie intentaría nada que supusiera dar la espalda al oponente, ni girar, ni brincar… nada de eso.

El combate cuerpo a cuerpo podía resolverse con bastante sencillez.

Había que buscar las partes vulnerables del cuerpo. La nariz era una porque normalmente provocaba que los ojos del oponente se llenaran de lágrimas. Los ojos, por supuesto. La garganta también era buena; cualquiera que haya sido atacado en ese punto sabe con que facilidad puede anular tu voluntad de luchar. La ingle, también, evidentemente. Eso siempre se dice. Sin embargo, alcanzar la ingle es difícil, probablemente porque los hombres tienden a defenderla. Normalmente es más útil utilizada como distracción. Hacer creer que apuntas allí y en realidad atacar un punto más expuesto y más vulnerable.

Había otras zonas: el plexo solar, el empeine, la rodilla. Pero todas estas técnicas tenían un problema. En las películas, un opositor pequeño podía vencer a uno mayor. En realidad, esto es posible, pero cuando una mujer es tan pequeña como Rachel y el hombre es tan grande como su agresor en aquel momento, las posibilidades de que ella salga vencedora son mínimas. Si el agresor sabe lo que hace, son más bien inexistentes.

El otro problema para las mujeres es que las peleas nunca son como en las películas. Pensemos en cualquier altercado de los que hemos presenciado en un bar o en un acontecimiento deportivo o incluso en un parque infantil. La pelea suele acabar luchando a brazo partido en el suelo. En la tele o en un ring de boxeo, es diferente. Las personas se ponen de pie y se pegan. En la vida real, uno de los dos cae y agarra al otro y los dos caen al suelo y pelean. Por mucho entrenamiento que tuviera, si la lucha alcanzaba ese estadio, Rachel nunca podría derrotar a su agresor.

Finalmente, aunque Rachel había practicado y se había entrenado y había simulado situaciones peligrosas -Quantico llegaba incluso a tener una «ciudad simulada» para este objetivo- nunca se había visto envuelta en un altercado físico real. No estaba preparada para el pánico puro, para el desagradable hormigueo y entumecimiento de las piernas, para la forma en que la adrenalina mezclada con el miedo mina tu fortaleza.

Rachel no podía respirar. Sentía aquella mano en la boca y, fuera de su elemento, reaccionó mal. En lugar de patalear inmediatamente hacia atrás -intentando alcanzarle en la rodilla o el empeine- Rachel se movió por instinto e intentó liberarse de la zarpa con ambas manos. No dio resultado.

En cuestión de segundos, el hombre le puso la otra mano en la nuca, agarrándole el cráneo como un torno. Sentía que los dedos se le hundían en las encías, le oprimían los dientes. Aquellas manos parecían tan fuertes que Rachel estaba segura de que podrían aplastarle el cráneo como una cascara de huevo. No lo hizo. En lugar de eso tiró violentamente de ella hacia arriba. El cuello se llevó la peor parte. Fue como si le arrancaran la cabeza. La mano que le apretaba la boca y la nariz le cortó eficazmente el suministro de aire. El hombre la levantó más. Los pies de ella se separaron del suelo. Ella le agarró las muñecas e intentó subir para disminuir la tensión del cuello.

Pero seguía sin poder respirar.

Los oídos le rugían. Los pulmones le ardían. Pataleó. Le alcanzó, con unos golpes tan débiles e impotentes que él no se molestó en bloquearlos. Su cara estaba ahora cerca de la de ella. Rachel podía olerle el aliento. Sus gafas de visión nocturna se habían torcido, pero no del todo y le bloqueaban la visión.

La presión en la cabeza era violenta. Intentando recordar su entrenamiento, Rachel clavó las uñas en el punto de presión de su mano, debajo del pulgar. Sin resultado. Pataleó más fuerte. Nada. Necesitaba respirar. Se sentía como un pez en un sedal, debatiéndose, muriendo. El pánico se apoderó de ella.

La pistola.

La podía coger. Si podía controlarse el tiempo suficiente para armarse de valor, podría meter la mano en el bolsillo, sacar la pistola y disparar. Era su única posibilidad. Su cerebro se estaba poniendo grogui. La conciencia empezaba a menguar.

Con el cráneo a punto de explotar, Rachel soltó la mano izquierda. Tenía el cuello tan tenso, que estaba segura de que se le iba a partir como una goma elástica. Su mano encontró la funda. Tocó el arma con los dedos.

Pero el hombre vio lo que estaba haciendo. Con Rachel todavía colgando como una muñeca de trapo, le clavó un rodillazo en los ríñones. El dolor explotó como un centelleo rojo. Los ojos se le pusieron en blanco. Pero Rachel no abandonó. Siguió buscando el arma. El hombre no tenía elección. La dejó en el suelo.

Aire.

Finalmente se había abierto su vía respiratoria. Intentó no respirar con ansiedad, pero los pulmones tenían otra idea. No podía parar.

Sin embargo, su alivio fue breve. Con una mano, el hombre le impidió que sacara la pistola. Con la otra, le pegó un golpe seco en el cuello. Rachel se ahogó y cayó. El hombre cogió el arma y la tiró lejos. Se lanzó encima de ella. El poco aire que había respirado Rachel ya se había acabado. Él se montó a horcajadas sobre ella y le acercó las manos al cuello.

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