Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Pero era visible para las gafas de visión nocturna.

Rachel encendió el iluminador. La noche se volvió de color verde. No miraba a través de una lente, sino de una pantalla de fósforo, no muy diferente de las de los televisores. El ocular magnificaba el cuadro -de hecho veías un cuadro, no el lugar real- y el cuadro era verde, porque el ojo humano puede diferenciar más tonalidades de verde que de ningún otro color fósforo. Rachel miró.

Encontró algo.

La visión era brumosa, pero a Rachel le pareció que era una mujer menuda. La mujer parecía estar agazapada detrás de un matorral. Sostenía algo cerca de la boca. Quizás un teléfono. La visión periférica es prácticamente inexistente con ese tipo de gafas, aunque aquéllas aseguraban que ofrecían un ángulo de treinta y siete grados. Tuvo que volver la cabeza a la derecha, y allí, dejando la bolsa de lona con los dos millones de dólares dentro, estaba Marc.

Marc empezó a caminar hacia la mujer. Sus pasos eran cortos, seguramente debido a que tropezaba con los guijarros en la oscuridad.

Rachel volvió la cabeza hacia la mujer, luego hacia Marc, y otra vez hacia la mujer. Marc se acercaba, estaba cada vez más cerca. La mujer seguía agazapada, escondida. Era imposible que Marc pudiera verla. Rachel frunció el entrecejo y se preguntó qué diablos sucedía.

Entonces la mujer levantó el brazo.

Era difícil ver con claridad -había árboles y ramas en medio- pero la mujer parecía estar apuntando a Marc con el dedo. Ya no estaban lejos. Rachel forzó la vista ante la pantalla que tenía delante de la cara. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que la mujer no estaba señalando con el dedo. La imagen era demasiado grande para ser una mano.

Era un arma. La mujer apuntaba a la cabeza de Marc con un arma.

Una sombra pasó ante la visión de Rachel. Saltó hacia atrás sobresaltada, y abrió la boca para gritar un aviso, cuando una mano como un guante de béisbol le tapó la cara y apagó cualquier sonido.

Tickner y Regan se encontraron en el peaje de Nueva Jersey. Conducía Tickner. Regan iba sentado a su lado, tocándose la cara.

Tickner negó con la cabeza.

– Cómo es posible que todavía lleve esa perilla.

– ¿No le gusta?

– ¿Se cree que es Enrique Iglesias?

– ¿Quién?

– Eso digo yo.

– ¿Qué tiene de malo la perilla?

– Es como llevar una camiseta que diga «Tuve una crisis de mediana edad en 1998».

Regan lo consideró.

– Sí, bueno, tiene razón. Ahora que lo dice, ¿esas gafas que lleva siempre son obligatorias en el FBI?

– Van bien para ligar. -Tickner sonrió.

– Sí, con eso y la porra aturdidora. -Regan se removió en el asiento-. ¿Lloyd?

– Sí.

– No sé si lo he entendido.

Ya no hablaban de gafas ni de pelos faciales.

– No tenemos todas las piezas -dijo Tickner.

– Pero ¿nos estamos acercando?

– Sí, seguro.

– Vamos a repasarlo, por favor.

Tickner asintió con la cabeza.

– Primero, si la prueba de ADN que pidió Edgar Portman es correcta, la niña sigue viva.

– Lo cual es rarísimo.

– Mucho. Pero explica muchas cosas. ¿Quién iba a mantener con vida a un niño secuestrado si no?

– Su padre -dijo Regan.

– ¿Y de quién era el arma que desapareció misteriosamente de la escena del crimen?

– De su padre.

Tickner simuló un arma con el dedo índice y el pulgar, apuntando a Regan, y apretó el gatillo.

– Acertó.

– ¿Y dónde habrá estado la niña todo este tiempo? -preguntó Regan.

– Escondida.

– Ah, vaya, gracias.

– No, piénselo bien. Hemos vigilado a Seidman. Le hemos vigilado estrechamente. Él lo sabe. Entonces, ¿quién sería la mejor persona para esconder a la niña?

Regan vio adonde iba a parar.

– La amiga que no conocíamos.

– Más que eso, una amiga que había trabajado para los federales. Una amiga que sabía cómo trabajamos. Cómo hacer la entrega del rescate. Cómo esconder a un niño. Alguien que conocería a la hermana de Seidman, Stacy, y podría hacerla colaborar.

Regan reflexionó.

– De acuerdo, pongamos que me lo creo. Cometen el crimen. Consiguen dos millones de dólares y a la niña. ¿Y entonces qué? ¿Esperan dieciocho meses a que llegue la hora propicia? ¿Deciden que necesitan más dinero? ¿Qué?

– Necesitan evitar levantar sospechas. Quizá querían que se resolviera el testamento de la esposa. Quizá necesitaban dos millones de dólares más para huir, no lo sé.

Regan frunció el entrecejo.

– Seguimos intentando evitar el mismo punto.

– ¿Cuál?

– Si Seidman estaba detrás de todo, ¿como es que casi lo matan? Aquello no era una herida para «que parezca que me han agredido». Le dispararon a matar. Los enfermeros creyeron que había muerto cuando llegaron. Vaya, para nosotros fue un doble homicidio durante diez días.

Tickner asintió con la cabeza.

– Es un problema.

– Y aún más, ¿adonde demonios se dirige ahora mismo? A ver, ¿para qué cruza el puente Washington? ¿Cree que ha decidido que es el momento oportuno para huir con dos millones de dólares?

– Podría ser.

– ¿Si estuviera huyendo utilizaría su pase para pagar el peaje?

– No, pero a lo mejor no sabe lo fácil que es de localizar.

– Vamos, todo el mundo sabe lo fácil que es de localizar. Te llega la factura por correo y pone a qué hora pasaste por el peaje. Y aunque fuera lo bastante tonto para olvidarlo, su agente federal, Rachel como se llame, no lo es.

– Rachel Mills. -Tickner asintió lentamente con la cabeza-. Tiene razón, la verdad.

– Gracias.

– ¿Qué conclusiones podemos extraer, pues?

– Qué no tenemos ni puñetera idea de lo que está pasando -dijo Regan.

Tickner sonrió.

– Es agradable sentirse otra vez en casa -dijo.

Sonó el móvil y Tickner lo cogió. Era O'Malley.

– ¿Dónde está? -preguntó O'Malley.

– A un par de kilómetros del puente Washington -dijo Tickner.

– Acelere.

– ¿Por qué? ¿Qué pasa?

– La Policía de Nueva York ha localizado el coche de Seidman -dijo O'Malley-. Está aparcado en Fort Tryon Park, a un kilómetro y medio o quizá dos del puente.

– Lo conozco -dijo Tickner-. Llegaremos en menos de cinco minutos.

Heshy había pensado que todo iba demasiado bien.

Había observado al doctor Seidman bajando del coche. Había esperado. No había salido nadie más de él. Había empezado a bajar por la escalera de la torre del viejo fuerte.

Y entonces fue cuando vio a la mujer.

Se paró, observando cómo bajaba hacia los ascensores del metro. Había dos hombres con ella. Aquello no era sospechoso. Pero entonces, cuando la mujer volvió a salir corriendo y sola, bueno, aquello lo cambió todo.

A partir de entonces la vigiló de cerca. Cuando ella entró en la oscuridad, Heshy empezó a acercársele sigilosamente.

Heshy sabía que su aspecto intimidaba. También sabía que parte de los circuitos de su cerebro no estaban conectados de una forma normal. No le importaba mucho cuál era la parte problemática de la conexión. Algunos dirían que Heshy era un puro demonio. Había matado a dieciséis personas en su vida, a catorce de ellas lentamente. Había dejado con vida a seis hombres y todavía se arrepentía de ello.

Teóricamente, las personas como Heshy no entendían lo que hacían. El dolor de los demás no les alcanzaba. Aquello no era cierto. El dolor de sus víctimas no era algo distante para él. Sabía lo que era el dolor. Y entendía el amor. Amaba a Lydia. La amaba de un modo que muchas personas no podrían ni imaginar. Mataría por ella. Moriría por ella. Mucha gente dice lo mismo de sus personas amadas; pero, a ver, ¿cuántos estarían dispuestos a ponerse a prueba?

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