Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Le metí los dedos entre la mandíbula y el paladar y le abrí aún más la boca.

– ¿Se puede saber qué haces? -preguntó Rachel.

– ¿Tienes una linterna?

– No.

Daba igual. Le levanté la cabeza y dirigí su boca hacia el coche. Los faros lo iluminaron. Ahora lo veía claramente.

– ¿Marc?

– Siempre me extrañó que me permitieran verle la cara -Acerqué la cara a su boca, intentando no hacerme sombra-. Eran tan cuidadosos con todo lo demás. La voz distorsionada, el rótulo robado de la furgoneta, la mezcla de las matrículas. Pero él me permitió verle la para.

– ¿De qué estás hablando?

– La primera vez que le vi creí que quizá llevaba un disfraz muy elaborado. Eso tendría sentido. Pero ahora sabemos que no es así. Entonces, ¿por qué me permitió que le viera?

Al principio ella parecía asombrada por mi seguridad, pero no duró mucho. En seguida se apuntó.

– Porque no tiene antecedentes.

– Puede ser. O…

– ¿O qué? Marc, no tenemos tiempo que perder.

– Sus arreglos dentales.

– ¿Qué les pasa?

– Fíjate en las coronas. Son de lata.

– ¿Son de qué?

Levanté la cabeza.

– En el molar derecho superior y en la cúspide izquierda superior. Mira, nuestras coronas antes eran de oro, pero ahora son casi todas de porcelana. El dentista hace un molde para que encaje a la perfección. Pero esto es aluminio, son fundas prefabricadas. Se colocan sobre el diente y se aprietan con tenazas. Participé en dos cursos de rehabilitación oral en el extranjero, sobre todo reconstrucciones, pero vi montones de bocas con estas cosas. Las llaman latas. Y en Estados Unidos no se hacen, como no sea de forma temporal.

Rachel se arrodilló a mi lado.

– ¿Es extranjero?

Asentí con la cabeza.

– Juraría que es del antiguo bloque soviético, o algo por el estilo. Puede que de los Balcanes.

– Esto tendría lógica -dijo-. De haber encontrado huellas las habrían mandado al archivo nacional. Lo mismo con cualquier identificación física. Nuestros archivos y ordenadores no lo habrían encontrado. Vaya, la Policía habría tardado siglos en identificarle a menos que alguien se presentara.

– Lo que probablemente no sucederá.

– Dios mío, por eso lo han matado. Saben que no podremos saber de dónde procede.

Sonaron sirenas. Nos miramos.

– Tienes que decidirte, Marc. Si nos quedamos, iremos a la cárcel. Pensarán que formaba parte del complot y que lo matamos. Creo que los secuestradores lo sabían. Los vecinos dirán que estaba todo tranquilo hasta que llegamos nosotros. De repente se oyen neumáticos y tiros. No estoy diciendo que no podamos justificarnos un día u otro.

– Pero llevará tiempo -dije.

– Sí.

– Y lo que sea que hayamos encontrado aquí se esfumará. Los polis seguirán las pistas que les interesen. Y aunque nos quieran ayudar, aunque nos crean, harán mucho ruido.

– Una cosa más -dijo ella.

– ¿Qué?

– Los secuestradores nos han tendido una trampa. Sabían lo del localizador.

– Esto ya lo habíamos deducido.

– Pero ahora me extraña, Marc. ¿Cómo lo supieron?

La miré, recordando la advertencia en la nota de rescate.

– ¿Una filtración?

– Yo no lo descartaría.

Nos fuimos al coche. Le puse una mano en el brazo. Todavía sangraba. Tenía el ojo hinchado casi cerrado. La miré y de nuevo algo primitivo se apoderó de mí. Quería protegerla.

– Si huimos, parecerá que somos culpables -dije-. A mí tanto me da, ya no tengo nada que perder, pero ¿y tú?

– Yo tampoco tengo nada que perder -dijo en voz baja.

– ¿Necesitas un médico? -pregunté.

Rachel casi sonrió.

– ¿No eres médico tú?

– Tienes razón.

No había tiempo para discutir los pros y los contras. Teníamos que actuar. Subimos al coche de Zia. Di la vuelta y salí por la parte de atrás, la salida de Woodland Road. Pensamientos racionales y claros empezaban a filtrarse dentro de mí. Cuando realmente me di cuenta de dónde estábamos y lo que hacíamos, la verdad casi me paraliza. Estuve a punto de detenerme. Rachel se dio cuenta.

– ¿Qué? -preguntó.

– ¿Por qué huimos?

– No te comprendo.

– Esperábamos encontrar a mi hija o al menos al que le hizo esto. Creíamos haber encontrado una pista.

– Sí.

– Pero ¿no lo ves? La grieta, si es que alguna vez hubo una, ya ha desaparecido. El tipo aquel está muerto. Sabemos que es extranjero, pero ¿y qué? No sabemos quién es. Hemos llegado a un punto muerto. No tenemos más pistas.

Rachel puso una cara maliciosa por un segundo. Metió la mano en el bolsillo y sacó algo a la vista. Un móvil. No era mío. No era suyo.

– Quizá -dijo.

Capítulo 33

– Lo primero -dijo Rachel- es deshacernos de este coche.

– El coche -dije, sacudiendo la cabeza al ver los daños-. Si esta persecución no me mata, lo hará Zia.

Rachel intentó sonreír. Habíamos pasado a otra zona, estábamos tan más allá del miedo que habíamos encontrado algo de calma. Pensé dónde podíamos ir, pero la verdad es que sólo había una alternativa.

– Lenny y Cheryl -dije.

– ¿Qué?

– Viven a cuatro calles de aquí.

Eran las cinco de la madrugada. La oscuridad se empezaba a rendir a lo inevitable. Marqué el número de la casa de Lenny y esperé que no hubiera vuelto al hospital. Respondió al primer timbre con un gruñido.

– Tengo un problema -dije.

– Oigo las sirenas.

– Esto es sólo parte del problema.

– La Policía llamó -dijo-. Cuando te marchaste.

– Necesito tu ayuda.

– ¿Rachel está contigo? -preguntó.

– Sí.

Hubo un momento de silencio incómodo. Rachel manoseaba el móvil del muerto. No tenía ni idea de lo que estaba buscando. Luego Lenny dijo:

– ¿Qué estás tramando, Marc?

– Encontrar a Tara. ¿Vas a ayudarme o no?

Esta vez no hubo vacilación.

– ¿Qué necesitas?

– Esconder el coche que tenemos y tomar prestado otro.

– ¿Y luego qué vais a hacer?

Doblé a la derecha.

– Llegaremos en un minuto. Intentaré explicártelo entonces.

Lenny llevaba unos viejos pantalones grises de chándal, de los de goma en la cintura, zapatillas, y una camiseta extragrande. Apretó un botón y la puerta del garaje se cerró suavemente cuando ya estábamos dentro. Lenny parecía agotado, pero la verdad era que Rachel y yo tampoco estábamos como para que nos fotografiaran.

Cuando Lenny vio la sangre en la cara de Rachel, retrocedió.

– ¿Se puede saber qué ha pasado?

– ¿Tienes gasa? -pregunté.

– En el armario que hay sobre el fregadero de la cocina.

Rachel todavía tenía el móvil en la mano.

– Tengo que conectarme a Internet -dijo.

– Mira -dijo Lenny-, tenemos que hablar de esto.

– Habla con él -dijo Rachel-. Necesito acceder a la red.

– En mi despacho. Ya sabes dónde está.

Rachel entró corriendo en la casa. La seguí hasta la cocina. Ella fue al estudio. Los dos conocíamos bien la casa. Lenny se quedó conmigo. Recientemente habían renovado la cocina para convertirla en una granja francesa y habían añadido otra nevera, porque cuatro niños comen como cuatro niños. Los frontales de las dos neveras estaban repletos de obras de arte y fotos familiares y un alfabeto de brillantes colores. La nueva tenía imanes magnéticos de poesías. Las palabras estoy solo en el mar colgaba de la manilla. Me dirigí al fregadero.

– ¿Vas a explicarme qué está pasando?

Encontré el botiquín de Cheryl y lo cogí.

– Ha habido un tiroteo en casa.

Se lo expliqué por encima mientras abría el botiquín y comprobaba lo que contenía. Sería suficiente de momento. Finalmente lo miré. Lenny estaba con la boca abierta.

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