Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– Pero es que me dirigía a una escena de crimen.

– No se trata de una petición -dijo Fisher-. El director Pistillo está aquí. Le espera aquí dentro de media hora.

Y colgó el teléfono. Tickner bajó la mano.

– ¿De qué va esto? -preguntó Regan.

– Tengo que irme -dijo Tickner, bajando por el pasillo.

– ¿Adónde?

– Mi jefe quiere verme.

– ¿Ahora?

– Ahora mismo -Tickner ya estaba a medio pasillo-. Llámeme cuando sepa algo.

– No es fácil hablar de esto -dijo Rachel.

Conducía yo. Las preguntas sin responder empezaban a acumularse, y eran como un peso sobre nosotros que absorbía toda nuestra energía. Mantuve los ojos en la calle y esperé.

– ¿Estaba Lenny contigo cuando viste las fotos? -preguntó.

– Sí.

– ¿Le sorprendieron?

– A mí me lo pareció.

Rachel se acomodó.

– Seguramente a Cheryl no le habrían sorprendido.

– ¿Y eso por qué?

– Cuando le pediste mi teléfono, me llamó para advertírmelo.

– ¿Qué? -pregunté.

– Sobre nosotros.

No hacían falta más explicaciones.

– A mí también me habló -dije.

– Cuando Jerry murió… mi marido se llamaba Jerry Camp, cuando murió, podría decirse que fue una época muy difícil para mí.

– Lo comprendo.

– No -dijo ella-. No en ese sentido. A Jerry y a mí hacía tiempo que nonos iba bien. No sé si alguna vez nos fue bien. Cuando fui a entrenarme a Quantico, Jerry era uno de mis instructores. Más que esto, era una leyenda. Uno de los mejores agentes de todas las épocas. ¿Recuerdas el caso KillRoy de hace unos años?

– Era un asesino en serie, creo.

Rachel asintió con la cabeza.

– Su captura se produjo prácticamente gracias a Jerry. Tenía uno de los historiales más distinguidos de la agencia. Respecto a mí… no sé cómo ocurrió exactamente. O quizá sí. Era mayor que yo. Puede que fuera como una figura paterna. A mí me encantaba el FBI. Era toda mi vida. Jerry se enamoró de mí. Me halagaba. Pero no sé si alguna vez llegué a enamorarme de él.

Calló. Sentía sus ojos sobre mí. Yo mantuve los míos en la calle.

– ¿Amabas a Monica? -preguntó-. ¿La amabas de verdad?

Los músculos del hombro se tensaron.

– ¿Por qué me preguntas eso, si puede saberse?

Se quedó muy quieta y luego dijo:

– Perdona. Estaba fuera de lugar.

El silencio se hizo más denso. Intenté controlar mi respiración.

– Me estabas hablando de las fotos.

– Sí -Rachel empezó a jugar con los dedos. Sólo llevaba un anillo. Lo retorció y tiró de él-. Cuando Jerry murió…

– Le dispararon -interrumpí.

Volví a sentir los ojos de ella sobre mí.

– Le dispararon, sí.

– ¿Le disparaste tú?

– Esto no puede ser, Marc.

– ¿Qué no puede ser?

– Te muestras hostil.

– Sólo quiero saber si le disparaste a tu marido.

– Deja que te lo cuente a mi manera, ¿de acuerdo?

En su tono había ahora un punto de frialdad. Cedí y me encogí de hombros.

– Cuando murió, lo perdí todo. Me vi obligada a dimitir. Todo lo que tenía, mis amigos, mi trabajo, vaya, mi vida, estaba relacionado con la agencia. Y se esfumó. Empecé a beber. Me fui hundiendo en la miseria. Toqué fondo. Y cuando tocas fondo, buscas una manera de volver a la superficie. Buscas lo que sea. Te desesperas.

Reduje la marcha en un cruce.

– No lo estoy explicando bien -dijo.

Entonces me sorprendí a mí mismo. Alargué una mano y la puse sobre las suyas.

– Cuéntalo y basta.

Asintió; mantuvo la mirada baja, clavada en mi mano sobre las suyas. La dejé allí.

– Una noche que había bebido demasiado marqué el número de tu casa.

Recordé que Regan me había dicho lo del registro de llamadas.

– ¿Cuándo fue?

– Unos meses antes de la agresión.

– ¿Te contestó Monica? -pregunté.

– No. Salió tu contestador. Sé… sé lo tonto que parece, pero te dejé un mensaje.

Lentamente retiré mi mano.

– ¿Qué dijiste exactamente?

– No me acuerdo. Estaba borracha. Lloraba. Creo que dije que te echaba de menos y esperaba que me llamaras. No creo que fuera más lejos.

– No recibí el mensaje -dije.

– Ahora lo sé.

Algo empezaba a encajar.

– Esto significa que Monica lo escuchó -dije.

Unos meses antes de la agresión. Cuando Monica se sentía más insegura. Cuando empezamos a tener problemas serios. Recordé también otras cosas. Recordé que Monica lloraba a menudo por la noche. Recordé que Edgar me había dicho que ella había empezado a ir a un psiquiatra. Y yo allí, en mi pequeño mundo cerrado, llevándola a casa de Lenny y Cheryl, sometiéndola a la visión de aquella fotografía con mi antiguo amor, mi antiguo amor que había llamado a casa una noche para decir que me echaba de menos.

– Dios mío -dije-. No me extraña que contratara a un detective. Quería saber si la engañaba. Seguramente le contó lo de la llamada y nuestra relación pasada.

Rachel no dijo nada.

– Pero todavía no has contestado a la pregunta, Rachel. ¿Qué hacías frente al hospital?

– Fui a Nueva Jersey a ver a mi madre. -Su voz estaba tensa-. Ya te dije que tenía un piso en West Orange.

– ¿Y qué? ¿Vas a decirme que estaba ingresada allí?

– No. -Calló un momento. Yo conducía. Estuve a punto de poner la radio, por costumbre, por hacer algo-. ¿Tengo que decirlo?

– Creo que sí -dije. Pero lo sabía. Lo entendía perfectamente.

Su voz estaba exenta de toda pasión.

– Mi marido estaba muerto. No tenía trabajo. Lo había perdido todo. Había hablado mucho con Cheryl. Por lo que ella me decía tú tenías problemas con tu esposa. -Se volvió a mirarme-. Vamos, Marc. Sabes perfectamente que nunca superamos la separación. O sea que aquel día fui al hospital a verte. No sé qué esperaba. ¿Fui ingenua al pensar que caerías en mis brazos? Quizá sí. No lo sé. Me quedé fuera reuniendo coraje para entrar. Subí a tu planta. Pero al final, no pude seguir adelante; no por Monica ni por Tara. Ojalá pudiera decir que fui tan noble. Pero no fue así.

– ¿Entonces por qué?

– Me fui porque pensé que me rechazarías y no estaba segura de poder soportarlo.

Nos quedamos los dos callados. No sabía qué decir. No sabía ni cómo me sentía.

– Estás enfadado -dijo.

– No lo sé.

Conduje un rato más. Tenía tantos deseos de hacer lo correcto. Lo pensé. Los dos mirábamos hacia delante. La tensión presionaba contra las ventanas. Finalmente, dije:

– Ya da igual. Ahora lo que interesa es encontrar a Tara.

Miré a Rachel. Vi una lágrima en su mejilla. El rótulo estaba frente a nosotros: pequeño, discreto, casi invisible. Sólo decía: huntersville. Rachel se secó la lágrima y se incorporó.

– Entonces, concentrémonos en esto.

El director en funciones Joseph Pistillo estaba sentado a su mesa, escribiendo. Con un torso grande y protuberante, ancho de hombros, y calvo, era un hombre del pasado que te hacía pensar en estibadores y peleas de bar: mucha fuerza sin el fanfarroneo del músculo. Pistillo probablemente pasaba ya de los sesenta. Los rumores decían que se retiraría pronto.

La agente especial Claudia Fisher acompañó a Tickner a la oficiña y cerró la puerta al marcharse. Tickner se quitó las gafas. Se quedó de pie con las manos detrás de la espalda. No le invitaron a sentarse. No hubo saludo, ni apretón de manos, ni nada.

Sin levantar la cabeza, Pistillo dijo:

– Me he enterado de que ha estado haciendo indagaciones sobre la trágica muerte del agente especial Jerry Camp.

A Tickner se le dispararon las alarmas en la cabeza. Caramba, qué rapidez. Hacía sólo unas horas que había empezado a preguntar.

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