Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– ¿Una Bud va bien?

– Claro.

– ¿Y tú, Rachel?

– No, gracias.

– ¿Un refresco? ¿Un poco de agua fresca?

– Agua es suficiente, gracias.

Verne sonrió, una visión no demasiado agradable.

– De acuerdo. -Volví a frotarme las muñecas. Me vio y sonrió-. Las usábamos en la guerra del Golfo. Para mantener a los iraquíes bajo control.

Se metió en la cocina. Miré a Rachel. Ella se encogió de hombros. Verne volvió con dos Buds y un vaso de agua. Sirvió las bebidas. Levantó la botella para brindar. Lo hice. Se sentó.

– Tengo dos hijos. Varones. Verne Júnior y Perry. Si les sucediera algo… -Verne silbó bajito y movió la cabeza-. No sé ni cómo puedes levantarte de la cama por las mañanas.

– Pienso en encontrarla -dije.

Verne asintió intensamente con la cabeza.

– Me lo puedo creer. Siempre que uno no se esté engañando, claro -miró a Rachel-. ¿Estás totalmente segura de que el número era el mío?

Rachel sacó el móvil. Apretó unos dígitos y entonces le mostró la pequeña pantalla. Con la boca, Verne extrajo un Winston del paquete. Movió la cabeza.

– No lo comprendo.

– A lo mejor tu esposa puede ayudarnos.

Asintió lentamente con la cabeza.

– Me ha dejado una nota diciendo que iba a comprar. A Kat le gusta hacerlo muy temprano. En el A & P abierto veinticuatro horas. -Calló. Creo que Verne no sabía qué hacer. Quería ayudarnos, pero no quería oír que su esposa había llamado a un desconocido a medianoche. Levantó la cabeza-. Rachel, voy a buscarte unas vendas.

– Estoy bien.

– ¿Estás segura?

– De verdad, gracias. -Sostenía el vaso de agua con ambas manos-. Verne, ¿te importa si te pregunto cómo os conocisteis Katarina y tú?

– Por Internet -dijo-. Una de esas webs que buscan novias en el extranjero. Se llamaba Cherry Orchid. Antes lo llamaban compra por correo. Creo que ya no lo llaman así. El caso es que entras en el sitio, miras fotos de mujeres de todo el mundo: Europa del Este, Rusia, Filipinas, donde sea. Te ponen las medidas, un poco de biografía, los gustos y esas cosas. Ves una que te hace gracia y compras su dirección. También tienen ofertas por si quieres escribir a más de una.

Rachel y yo nos miramos.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Siete años. Empezamos a mandarnos correos y cosas. Kat vivía en una granja de Serbia. Sus padres no tenían nada. Tenía que caminar seis kilómetros para tener acceso a Internet. Yo quería llamarla, pero no tenía ni teléfono. Tenía que llamarme ella. Entonces un día dijo que vendría. A conocerme.

Verne levantó las manos para impedir que le interrumpieran.

– Bueno, aquí es cuando las chicas normalmente te piden dinero, dólares para comprarse el billete de avión y todo eso. Y yo me lo esperaba. Pero Kat no me pidió nada. Vino por su cuenta. Fui a Nueva York y nos conocimos. Nos casamos tres semanas después. Verne Júnior nació al cabo de un año. Y Perry tres años después.

Tomó un largo sorbo de cerveza. Yo hice lo mismo. El líquido frío bajando por mi garganta me sentó de maravilla.

– Mirad, ya sé lo que estáis pensando -dijo Verne-. Pero no es así. Kat y yo somos muy felices. Antes había estado casado con una americana destroza masculinidades grado A que no hacía más que gemir y quejarse. Yo no ganaba bastante dinero para ella. Quería quedarse en casa sin hacer nada. Si le pedías que pusiera la lavadora, se subía por las paredes y soltaba un discurso feminista. Siempre me estaba machacando, diciéndome que era un perdedor. Con Kat no es así. ¿Que si me gusta que tenga la casa bonita y arreglada? Pues sí, lo reconozco, para mí es importante. Si trabajo al aire libre y hace calor, Kat me trae una cerveza sin soltar un discurso sobre la liberación de la mujer. ¿Hay algo malo en eso?

No le contestamos.

– Quiero que lo penséis, vale. ¿Por qué se sienten atraídas dos personas? ¿Por su aspecto quizá? ¿Por dinero? ¿Porque tienes un empleo importante? Todos nos juntamos porque queremos conseguir algo. Dar y recibir. ¿O no? Yo quería una mujer cariñosa que me ayudara a educar a los hijos y se ocupara de la casa. También quería una compañera, alguien, no lo sé, que fuera bueno conmigo.

Lo tengo. Kat quería dejar atrás una mala vida. Eran tan pobres que todo era un lujo. A ella y a mí nos va bien aquí. En enero fuimos con los niños a Disney World. Nos gustan las excursiones e ir en canoa. Verne Júnior y Perry son buenos chicos. Sí, puede que sea simple. Vaya, soy descaradamente simple. Me gustan mis armas, cazar y pescar, y por encima de todo, mi familia.

Verne bajó la cabeza. El pelo asalmonado le cayó sobre la cara como una cortina. Empezó a arrancar la etiqueta de la cerveza.

– En algunos lugares, quizá la mayoría, los matrimonios son concertados. Así es como ha sido siempre. Los padres deciden. Les obligan. Bueno, a Kat y a mí no nos obligó nadie. Ella podría haberse marchado. Yo también. Pero ya llevamos siete años. Soy feliz. Y ella también.

Luego se encogió de hombros.

– Al menos, eso creía.

Bebimos en silencio.

¿ Verne? -dije

– Sí.

– Eres un hombre interesante.

Se rió, pero puede ver su miedo. Tomó un buen sorbo para disimular. Se había construido una vida. Una buena vida. Es curioso. No soy muy bueno juzgando a la gente. Mis primeras impresiones suelen ser equivocadas. Veo a un palurdo repleto de armas con su pelo y sus pegatinas en los alerones y su actitud de camionero. Me entero de que tiene una esposa serbia encargada en Internet. ¿Cómo no vas a juzgar? Pero cuanto más le escuchaba, más me gustaba. Yo podía ser igual de extraño para él. Me había metido en su casa con una pistola. Pero en cuanto le había empezado a contar mi historia, Verne había reaccionado. Supo que le decíamos la verdad.

Oímos llegar el coche. Verne se acercó a la ventana y miró. Tenía una pequeña sonrisa triste. Su familia entraba en el paseo. Él los amaba. Unos intrusos habían ido a su casa con armas, y él había hecho lo que había podido para protegerles. Y ahora, quizá, para poder reunir a mi familia, yo iba a destruir la suya.

– ¡Mirad! ¡Ha llegado papá!

Tenía que ser Katarina. El acento era indiscutiblemente extranjero, de la familia Balcanes-Europa del Este-Rusia. No soy un lingüista para saber de dónde exactamente. Oí los gritos alegres de unos niños. La sonrisa de Verne se ensanchó un poco. Salió al porche. Rachel y yo nos quedamos dentro. Oímos pasos que corrían en los escalones. El saludo duró un par de minutos. Me miré las manos. Oí que Verne decía algo sobre unos regalos en el camión. Los chicos corrieron a recogerlos.

Se abrió la puerta. Entró Verne rodeando con los brazos a su esposa.

– Marc, Rachel, os presento a mi esposa, Kat.

Era muy bonita. Llevaba el pelo largo suelto. Su vestido amarillo le dejaba los hombros al aire. Su piel era de un blanco puro, los ojos de un azul helado. Tenía una pose que, aún sin saberlo, me habría hecho reconocerla como extranjera. O tal vez me lo estaba inventando. Intenté imaginar su edad. No parecía tener más de veinticinco, pero las patas de gallo decían que probablemente tenía diez más.

– Hola -dijo.

Nos saludamos estrechándonos las manos. Era delicada, pero su apretón era fuerte. Katarina mantuvo su sonrisa de anfitriona, pero con un esfuerzo. No dejaba de mirar la cara de Rachel, sus heridas. Imagino que era una visión chocante, aunque yo ya empezara a acostumbrarme.

Sin dejar de sonreír, Katarina se volvió hacia Verne como si quisiera preguntarle algo.

– Estoy intentando ayudarles -dijo él.

– ¿Ayudarles? -repitió ella.

Los niños habían encontrado los regalos y estaban dando saltos y alborotando. Verne y Katarina parecían no oírles. Se miraban. Él le tomó la mano.

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