Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– Se llama Pavel. Era mi hermano.

Esperamos que siguiera hablando.

– No era un buen hombre. Siempre lo supe. Podía ser cruel. Kosovo te vuelve así. Pero ¿secuestrar un niño? -negó con la cabeza.

– ¿Qué pasó? -preguntó Rachel.

Pero ella sólo miraba a su marido.

– Verne.

Él se negó a mirarla.

– Te he mentido, Verne, te he mentido en muchas cosas.

Él se recogió el pelo detrás de las orejas y parpadeó. Vi que se humedecía los labios con la lengua. Pero siguió sin mirarla.

– No procedo de una granja -dijo-. Mi padre murió cuando yo tenía tres años. Mi madre hacía cualquier trabajo que encontraba. Pero no salíamos adelante. Éramos demasiado pobres. Buscábamos restos en la basura. Pavel vivía en la calle, pidiendo limosna y robando. Yo empecé a trabajar en clubes nocturnos cuando tenía catorce años. No te puedes imaginar lo que era aquello, pero no había forma de salir de esa vida en Kosovo. Quise suicidarme, no sabes cuántas veces.

Levantó la cabeza hacia su marido, pero Verne seguía sin querer mirarla a los ojos.

– Mírame -dijo ella. Y como él no lo hacía, se inclinó-: Verne.

– No estamos hablando de nosotros -dijo él-. Cuéntales lo que necesitan saber.

Katarina puso las manos sobre las rodillas.

– Con el tiempo, cuando vives así, dejas de pensar en huir. Ya no piensas en cosas bonitas o en ser feliz ni nada. Te vuelves como un animal. Cazas y sobrevives. Y no sé ni por qué haces esto. Pero un día, vino a verme Pavel. Me dijo que había encontrado una salida.

Katarina calló. Rachel se acercó más a ella. Dejé que ella se encargara. Tenía experiencia en interrogatorios y, aun a riesgo de parecer sexista, pensé que a Katarina le sería más fácil hablar con otra mujer.

– ¿Cuál era la salida? -preguntó Rachel.

– Mi hermano me dijo que conseguiría algún dinero y que iríamos a Estados Unidos si yo me quedaba embarazada.

– No lo entiendo -dijo Verne.

– Como prostituta valía algo. Pero un bebé vale más. Si me quedaba embarazada, alguien nos llevaría a Estados Unidos. Y nos pagarían dinero.

La habitación estaba en silencio. Seguía oyendo a los niños fuera, pero el sonido de repente parecía lejano, como un eco distante. Fui el siguiente en hablar, saliendo de mi entumecimiento con esfuerzo.

– ¿Te pagan -dije, oyendo el horror y la incredulidad de mi propia voz-, por tener un bebé?

– Sí.

– Por el amor de Dios -dijo Verne.

– Tú no lo entiendes.

– Oh, sí que lo entiendo -dijo Verne-. ¿Lo hiciste?

– Sí.

Verne se volvió como si le hubieran abofeteado. Levantó una mano y se agarró a las cortinas. Miró fuera, a sus propios hijos.

– En mi país, si tienes un hijo, lo meten en un orfanato horrible. Los padres norteamericanos desean adoptar. Pero es complicado. Se tarda mucho. A veces más de un año. Mientras tanto, el bebé vive en la miseria. Los padres tienen que pagar a los funcionarios. El sistema está corrupto.

– Ya veo -dijo Verne-. Lo hiciste por el bien de la humanidad.

– No. Lo hice por mí. Sólo por mí, ¿entendido?

Verne hizo una mueca. Rachel puso una mano en la rodilla de Katarina.

– ¿O sea que la trajeron aquí?

– Sí, Pavel y yo.

– ¿Y entonces qué?

– Nos hospedamos en un hotel. Iba a visitar a una mujer con el pelo blanco. Ella me examinaba, procuraba que comiera bien. Me daba dinero para comprar comida y otras cosas.

Rachel asintió, dándole ánimos.

– ¿Dónde tuvo al niño?

– No lo sé. Vino una furgoneta sin ventanas. Estaba la mujer del pelo blanco. Ella me ayudó a tener el bebé. Recuerdo que le oí llorar. Luego se lo llevaron. No sé si fue un niño o una niña. Nos llevaron de vuelta al motel. La mujer del pelo blanco nos dio el dinero.

Katarina se encogió de hombros.

Me sentía como si la sangre me hubiera dejado de circular. Intenté reflexionar, superar el horror. Miré a Rachel y quería preguntar cómo, pero me hizo callar con un gesto. No era el momento de hacer deducciones. Era el momento de recoger información.

– Me encantaba el país -dijo Katarina al cabo de un rato-. Ustedes creen que tienen un hermoso país. Pero no saben cuánto. Yo deseaba quedarme. Pero el dinero se acababa. Busqué maneras.

Conocí a una mujer que me habló del sitio web. Introduces tu nombre y los hombres te escriben. Me dijo que no querrían a una fulana. Por eso me inventé una biografía con una granja. Cuando los hombres me preguntaban, les daba una dirección de correo electrónico. Tres meses después conocí a Verne.

La cara de Verne estaba cada vez más angustiada.

– ¿Quieres decir que todo el tiempo que nos escribimos…?

– Estaba en Estados Unidos, sí.

Él sacudió la cabeza.

– ¿Me dijiste la verdad en algo?

– En lo que realmente importaba.

Verne soltó un bufido sarcástico.

– ¿Y Pavel qué? -preguntó Rachel, intentando volver al tema-. ¿Adonde fue él?

– No lo sé. Volvió a casa algunas veces, eso seguro. Reclutaba a otras chicas y las traía. Por una comisión. De vez en cuando, me llamaba. Si necesitaba unos dólares, yo se los daba. No era mucho nunca. Hasta ayer.

Katarina miró a Verne.

– Los niños tendrán hambre.

– Pueden esperar.

– ¿Qué sucedió ayer? -preguntó Rachel.

– Pavel llamó a última hora de la tarde. Me dijo que necesitaba verme en seguida. No me gustó. Le pregunté qué quería. Me dijo que me lo diría cuando me viera y que no me preocupara. No supe qué decir.

– ¿Qué te parece «no»? -soltó Verne.

– No podía decir que no.

– ¿Por qué?

Ella no contestó.

– Ah, claro. Tenías miedo de que me contara la verdad.

– No lo sé.

– ¿Y eso qué significa, si puede saberse?

– Sí, me daba un miedo terrible que te contara la verdad -de nuevo miró a su marido-. Y al mismo tiempo rezaba porque lo hiciera.

Rachel intentó reconducir la conversación.

– ¿Qué pasó cuando su hermano llegó aquí?

La mujer se echó a llorar.

– ¿Katarina?

– Dijo que necesitaba llevarse a Perry.

Verne abrió aún más los ojos.

A Katarina se le agitaba el pecho como si le costara" respirar.

– Le dije que no. Le dije que no le permitiría tocar a mis hijos. Me amenazó. Dijo que le contaría todo a Verne. Le dije que me daba igual. No le permitiría llevarse a Perry. Entonces me pegó un puñetazo en el estómago. Caí. Me prometió que me devolvería a Perry en unas pocas horas. Dijo que nadie saldría herido si yo no se lo decía a nadie. Si llamaba a Verne o a la Policía, mataría a Perry.

Verne tenía los puños apretados y la cara de color escarlata.

– Intenté detenerle. Intenté levantarme, pero Pavel volvió a empujarme. Y entonces… -se le apagó la voz- se marchó. Con Perry. Las siguientes seis horas fueron las más largas de mi vida.

Me miró de soslayo con una expresión culpable. Supe lo que estaba pensando. Ella había experimentado aquel terror durante seis horas. Yo vivía con él desde hacía un año y medio.

– No sabía qué hacer. Mi hermano es una mala persona. Lo sé. Pero no podía creer que le hiciera daño a mis hijos. Era su tío.

Entonces pensé en Stacy, mi hermana, y en el eco de mis palabras de defensa resonando en las de ella.

– Me pasé horas frente a la ventana. No podía soportarlo. Finalmente, a medianoche, lo llamé al móvil. Me dijo que venía hacia aquí. Y que Perry estaba bien. No había pasado nada. Intentaba parecer tranquilo, pero estaba nervioso. Le pregunté dónde estaba. Me dijo que en la Ruta 8, cerca de Paterson. No podía quedarme en casa esperando. Le dije que nos encontraríamos a medio camino. Cogí a Verne Júnior y nos fuimos. Cuando llegamos a la gasolinera de la salida de Sparta… -miró a Verne-. Estaba bien. Perry. Sentí tal alivio que no te lo puedes imaginar.

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