Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Rachel y yo nos volvimos hacia Katarina y ella asintió solemnemente con la cabeza.

– Es ella. Es la mujer que me ayudó en el parto.

Vi que Rachel se ponía a trabajar con el Palm Pilot.

– ¿Qué haces? -pregunté.

– Introduzco el número de la matrícula y la marca. Sabremos a nombre de quién está en cuestión de minutos.

– ¿Cómo lo haces?

– No es difícil -contestó Rachel-. Todos los agentes de las fuerzas de seguridad tienen sus relaciones. Y si no, pagas a alguien en el Departamento de Tráfico. Lo normal son quinientos dólares.

– ¿Estás conectada?

– Sí. Módem sin cable. Un amigo llamado Harold Fisher, que es un as de la técnica y trabaja por su cuenta. No le gustó cómo rae trataron los federales.

– ¿Y ahora te ayuda?

– Sí.

La mujer del pelo blanco se inclinó y sacó lo que parecía un maletín de médico. Se puso unas gafas de sol de diseño y se fue a toda prisa a la habitación de Tatiana. Llamó a la puerta, Tatiana la abrió y la dejó entrar.

Me volví y miré a Katarina. Tenía el teléfono en modo silencio.

– Tatiana le está diciendo que ya se encuentra mejor. La mujer está molesta porque la ha llamado por nada -calló.

– ¿Has oído algún nombre?

Katarina negó con la cabeza.

– La mujer la va examinar.

Rachel miraba su diminuta pantalla como si fuera una bola mágica.

Bang.

– ¿Qué?

– Denise Vanech, avenida Riverview 47, Ridgewood, Nueva Jersey. Tiene cuarenta y seis años. No tiene muchas multas de aparcamiento.

– ¿Tan rápido?

Ella se encogió de hombros.

– Harold sólo tiene que introducir el número de matrícula. Va a intentar descubrir lo que pueda de ella. -Volvió a mover el lápiz-. Mientras tanto voy a introducir el nombre en Google.

– ¿El buscador?

– Sí. Te sorprenderían las cosas que se encuentran.

Pero yo ya lo sabía. Una vez había introducido mi nombre. No recuerdo por qué. Zia y yo habíamos bebido y lo hicimos para divertirnos. Ella lo llama «navegar por el ego».

– Ahora no hablan. -La cara de Katarina era una máscara de pura concentración-. ¿La estará examinando?

Miré a Rachel.

– Dos resultados en Google -dijo ella-. El primero es un sitio web de la comisión planificadora del condado de Bergen. Solicitó permiso para dividir su parcela. Se le denegó. Pero el segundo es más interesante. Es una página de alumnos. Enumera a antiguos licenciados a los que se quiere localizar.

– ¿Qué facultad? -pregunté.

– La de Enfermería y Comadronas de la Universidad de Filadelfia.

Era lógico.

– Han terminado -dijo Katarina.

– Ha sido rápido -dije.

– Mucho.

Katarina escuchó un poco más.

– La mujer está diciendo a Tatiana que se cuide. Que coma mejor, por el niño. Y que la llame si vuelve a encontrarse mal.

– Parece más amable que cuando ha llegado -dije mirando a Rachel.

Rachel hizo un gesto de asentimiento. La mujer que creíamos que era Denise Vanech salió. Caminaba con la cabeza alta, meneando el trasero de forma provocativa. La blusa blanca elástica era bastante transparente y no pude evitar ver bastante carne. Se metió en el coche y se marchó.

Puse en marcha el Cámaro, y el motor rugió como la tos seca de un fumador empedernido. La seguí a una distancia prudente. No me preocupaba mucho perderla. Sabíamos donde vivía.

– Sigo sin entender cómo lo hacen para comprar niños sin que se entere nadie -dije a Rachel.

– Buscan a mujeres desesperadas. Las atraen con promesas de dinero y un hogar estable y acomodado para sus hijos.

– Pero para adoptar -insistí-, tienes que pasar por un montón de trámites. Es una paliza. Conozco a bastantes niños extranjeros con deformaciones físicas a los que han intentado adoptar desde aquí. Y no sabes el papeleo que hay que hacer. Es imposible.

– No tengo la respuesta a eso, Marc.

Denise Vanech dobló para meterse en el peaje de Nueva Jersey en dirección norte. Esto la llevaría de vuelta a Ridgewood. Dejé que el Cámaro se retrasara unos cinco o seis metros más. El intermitente derecho se puso en marcha y el Lexus salió en el área de descanso de Vince Lombardi. Denise Vanech aparcó y entró. Aparqué a un lado de la rampa y miré a Rachel. Ella se mordía el labio.

– ¿Puede que haya ido al lavabo? -pregunté.

– Se ha lavado después de examinar a Tatiana. ¿Por qué no ha usado el baño allí?

– A lo mejor tiene hambre.

– ¿A ti te parece que ésta come a menudo en Burger King, Marc?

– ¿Pues qué hacemos?

No dudó mucho. Rachel agarró la manilla. -Déjame en la puerta.

Denise Vanech estaba bastante segura de que Tatiana fingía.

La chica había dicho que tenía una hemorragia. Denise comprobó las sábanas. No las habían cambiado, pero no estaban manchadas de sangre. Las baldosas del baño estaban limpias. El asiento de la taza estaba limpio. No había sangre por ninguna parte.

Aquello solo, por supuesto, podía no significar nada. Tal vez la chica lo había limpiado. Pero vio otras cosas. El examen ginecológico no le mostró ninguna señal anormal. Nada. Ni la menor mancha roja. En el vello vaginal tampoco había rastro de sangre. Denise miró la ducha antes de marcharse. Seca como un hueso. La chica había llamado hacía menos de una hora, afirmando que sangraba mucho.

No tenía lógica.

La chica, por último, se comportaba de una forma rara. Las chicas siempre estaban asustadas. Eso estaba claro. Denise había llegado de Yugoslavia cuando tenía nueve años, durante la paz relativa del reinado de Tito, y sabía lo que era un infierno. A aquella chica, Estados Unidos le debía de parecer Marte. Pero su miedo tenía algo diferente. Normalmente las chicas miraban a Denise como si fuera una especie de pariente o salvadora, con una mezcla de excitación y esperanza. Pero aquella chica evitaba su mirada. Jugueteaba demasiado. Y había algo más. A Tatiana la había traído Pavel. Normalmente él las vigilaba bien. Pero en este caso no estaba. Denise había estado a punto de preguntar por él, pero decidió esperar a ver que pasaba. Si todo era normal, la chica sacaría a relucir a Pavel.

No lo había hecho.

Sí, estaba claro que algo andaba mal.

Denise no quería levantar sospechas. Terminó el examen y salió deprisa. Con la protección de las gafas buscó posibles furgonetas de vigilancia. No había ninguna. Buscó coches de policía camuflados. Tampoco vio ninguno. Claro que ella tampoco era una experta. A pesar de que llevaba casi diez años trabajando con Steve Bacard, nunca había habido complicaciones. Tal vez por eso había bajado la guardia.

En cuanto entró en el coche, Denise cogió el móvil. Quería llamar a Bacard. Pero no. Si estaban de algún modo sobre su pista, localizarían la llamada. Denise pensó en utilizar el teléfono de la primera estación de servicio. Pero esto también se lo esperarían. Cuando vio el letrero del área de descanso, se acordó de que había una gran cantidad de teléfonos públicos. Podía llamar desde allí. Si lo hacía con rapidez, no la verían o no sabrían qué teléfono había utilizado.

Pero ¿sería seguro?

Sopesó las posibilidades con rapidez. Supongamos que la estaban siguiendo. Ir personalmente a la oficina de Bacard sería un error. Podía esperar y llamarle desde casa. Pero podían tener el teléfono pinchado. Lo menos arriesgado sería hacer la llamada desde las cabinas del área de servicio.

Denise cogió una servilleta y la utilizó para no dejar huellas en el receptor. Procuró no frotarlo. Seguramente ya tenía docenas de huellas. ¿Para qué facilitarles el trabajo?

Steve Bacard descolgó el teléfono.

– ¿Diga?

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