Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Muchos nacen con el síndrome de drogodependencia. La atención médica…

– Me hago una idea -dijo Rachel-. Es mala.

– Sí.

– ¿Y?

– Y nosotros hemos encontrado la forma de salvar a algunos de esos chicos.

Rachel se recostó en el sofá y cruzó los brazos. Veía adonde quería ir a parar.

– ¿Pagan a las mujeres para que vengan aquí y les vendan a sus bebés?

– Eso es una hipérbole -dijo ella.

Rachel se encogió de hombros.

– ¿Cómo lo expresaría usted?

– Póngase en su lugar. Es usted una mujer pobre, y quiero decir pobre, quizá sea prostituta o esté metida en la trata de blancas. Es basura. No tiene nada. Algún hombre la deja preñada. Puede abortar, o si su religión se lo prohibe, puede meter a su hijo en un orfanato asqueroso.

– O -añadió Rachel-, si tienen suerte, ¿pueden acabar con usted?

– Sí. Les ofrecemos atención médica. Les ofrecemos una compensación económica. Y lo más importante, nos aseguramos de que su bebé viva en un hogar con unos padres cariñosos y económicamente estables.

– Económicamente estables -repitió Rachel-. ¿Ricos?

– El servicio es caro -admitió ella-. Pero permítame que le pregunte algo. Tomemos a su amiga. Ha dicho que se llamaba Katarina.

Rachel siguió en silencio.

– ¿Cómo sería ahora su vida si no la hubiéramos traído aquí? ¿Cómo sería la vida de su hijo?

– No lo sé. No sé lo que hicieron con su hijo.

Denise sonrió.

– Bien, siga discutiendo. Pero ya sabe a qué me refiero. ¿Cree que el niño estaría mejor con una pobre prostituta en un agujero infecto, o con una afectuosa familia aquí en Estados Unidos?

– Ya veo -dijo Rachel, intentando no poner cara de asco-. O sea que ustedes son una especie de desinteresados asistentes sociales. ¿Lo que hace es trabajo de beneficencia?

Denise soltó una risita.

– Mire a su alrededor. Tengo gustos caros. Vivo en un barrio lujoso. Tengo un hijo en la universidad. Me gusta pasar las vacaciones en Europa. Tenemos una casa en los Hamptons. Lo hago porque da muchos beneficios. Pero ¿y qué? ¿A quién le importan los motivos? Mis motivos no cambian las condiciones de aquellos orfanatos.

– Sigo sin comprenderlo -dijo Rachel-. Las mujeres les venden sus bebés.

– Nos dan a sus bebés -corrigió ella-. A cambio les ofrecemos una compensación económica.

– Sí, sí, lo que quiera. Ustedes tienen al bebé. Ellas consiguen dinero. Pero entonces ¿qué? El niño debe tener documentos, o la administración intervendría. No permitirían que Bacard siguiera gestionando adopciones así.

– Es cierto.

– Entonces, ¿cómo funciona?

Ella sonrió.

– Piensa arrestarme, ¿verdad?

– Todavía no sé lo que haré.

– Recordará que he colaborado, ¿verdad? -La mujer seguía sonriendo.

– Sí.

Denise Vanech juntó y apretó ambas palmas y cerró los ojos. Parecía que estuviera rezando.

– Contratamos madres norteamericanas.

Rachel hizo una mueca.

– ¿Cómo dice?

– Por ejemplo, pongamos que Tatiana está a punto de tener al bebé. Podríamos contratarla a usted, Rachel, para pasar por su madre. Iría a registrarlo a su ayuntamiento. Les diría que está embarazada y va a tener al niño en casa, de modo que no habrá registro del hospital. Le darían unos formularios para rellenar. Nunca comprueban si está realmente embarazada. ¿Cómo iban a hacerlo? No van a hacerle un examen ginecológico.

– ¡Jesús! -Rachel se recostó en el sofá.

– Es bastante sencillo, la verdad. No hay ningún documento de que Tatiana va a tener un hijo. Sí lo hay de que usted lo va a tener. Entrego al bebé. Firmo como el testigo que ha asistido al nacimiento de su hijo. Usted se convierte en su madre. Bacard le hace rellenar los documentos de la adopción… -Se encogió de hombros.

– ¿Así que los padres adoptivos nunca saben la verdad?

– No, pero tampoco les interesa mucho. Están desesperados. No quieren saberlo.

De repente a Rachel se le acabaron los ánimos.

– Y antes de que nos entregue -siguió Denise-, piense en algo más. Hace ya diez años que lo hacemos. Eso significa que hace todo este tiempo que los niños están viviendo felizmente con sus familias. Docenas de niños. Todas esas adopciones se considerarán nulas. Las madres biológicas pueden volver y reclamar a sus hijos. O cobrar una compensación. Va a destrozar muchas vidas.

Rachel sacudió la cabeza. Era demasiado para considerarlo entonces. En otro momento. Se estaba desviando del asunto. Tenía que mantener su objetivo. Se volvió y enderezó los hombros. Miró a Denise a los ojos.

– ¿Qué tiene que ver Tara Seidman con todo esto?

– ¿Quién?

– Tara Seidman.

Ahora era Denise la que parecía confundida.

– Espere. ¿No es ése el nombre de la niña secuestrada en Kasselton?

Sonó el teléfono de Rachel. Miró el identificador de llamadas y vio que era Marc. Estaba a punto de apretar la tecla de respuesta cuando vio a un hombre. Se le paró el corazón. Presintiendo algo, Denise se volvió. Se sobresaltó con lo que vio.

Era el hombre del parque.

Sus manos eran enormes, y hacían que la pistola con la que apuntaba a Rachel pareciera un juguete. Movió los dedos en su dirección.

– Déme el teléfono.

Rachel se lo pasó, intentando evitar el contacto. El hombre apoyó el cañón de la pistola contra su cabeza.

– Ahora déme su pistola.

Rachel buscó en su bolso. Él le dijo que lo levantara con dos dedos. Ella obedeció. El teléfono sonó por cuarta vez.

El hombre apretó la tecla de respuesta y dijo:

– ¿Doctor Seidman?

– ¿Quién es? -Incluso Rachel oyó la respuesta.

– Estamos todos en casa de Denise Vanech. Venga aquí desarmado y solo. Entonces le contaré todo lo que quiere saber de su hija.

– ¿Dónde está Rachel?

– Está aquí mismo. Tiene treinta minutos. Le diré lo que necesita saber. Tiene tendencia a hacerse el listo en estas situaciones, Pero esta vez no, o su amiga, la señora Mills, será la primera en morir. ¿Me ha comprendido?

– Lo he entendido.

El hombre colgó el teléfono. Miró a Rachel. Sus ojos eran marrones con un punto dorado en el centro. Eran casi amables, los ojos de una liebre. Luego el hombretón volvió la mirada hacia Denise Vanech. Ella se encogió. El hombre sonrió.

Rachel vio lo que estaba a punto de hacer y, mientras el hombretón dirigía la pistola al pecho de Denise Vanech y disparaba tres tiros, gritó:

– ¡No!

Las tres balas dieron en blancos mortales. El cuerpo de Denise se aflojó. Resbaló del sofá al suelo. Rachel empezó a levantarse, pero la pistola la apuntaba a ella.

– Quieta.

Rachel obedeció. Denise Vanech estaba muerta, sin duda. Tenía los ojos abiertos. La sangre manaba, y el color era sorprendentemente rojo contra un mar de blanco.

Capítulo 41

¿Y ahora qué hago?

Había llamado para contar a Rachel lo de la muerte de Steven Bacard. Ahora aquel hombre la tenía como rehén. Bueno, ¿cuál era el siguiente paso? Intenté reflexionar, analizar los datos cuidadosamente, pero no había tiempo suficiente. El hombre del teléfono tenía razón. Anteriormente había sido «listo». En la primera entrega del rescate, había hablado con la Policía y el FBI. En el segundo, había pedido ayuda a una ex agente federal. Durante mucho tiempo, había echado la culpa a mi decisión de que la primera entrega hubiera salido mal. Ya no. Había jugado con todas las posibilidades las dos veces, pero ahora veo que el juego estaba claro desde el principio. Nunca habían tenido la intención de devolverme a mi hija. Ni hacía dieciocho meses. Ni la noche anterior.

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